Rico en sentimientos, no se deja llevar por ellos

Autor: Padre Fintan Kelly, L.C.

 

 

“También nos lo presenta (el Evangelio) con un dominio absoluto sobre sus emociones y sentimientos, los cuales nunca fueron un obstáculo en su camino hacia el Padre y en la realización de su misión, sino una ayuda más preciosa para ese camino.” 

Esa gran fuerza de voluntad no fue un obstáculo para que Cristo fuese un hombre lleno de sentimientos. Para calcular de alguna manera la riqueza sentimental de un hombre, es útil preguntarse cómo reacciona delante del sufrimiento y la miseria humana. A la luz de este criterio es fácil juzgar el tesoro de sentimientos que poblaban el corazón de Jesús.

Cristo vivió entre muchos enfermos. Hay que tomar en cuenta que hoy en día los enfermos no aparecen tanto como antes. Ahora están en los hospitales, las clínicas, sanatorios o en su propia casa. No fue así en el tiempo de Jesús. Los enfermos se quedaban en las puertas o en las esquinas de las calles pidiendo limosna. Era como una clase social bastante marginada. Los leprosos, de una manera especial, sufrían esta discriminación: ellos no podían vivir en sociedad, sino en colonias fuera de las ciudades; al acercarse a los sanos tenía que gritar “¡Impuros, impuros!” El Evangelio nos cuenta que Cristo curó a muchos de ellos. Uno de los episodios más patéticos fue cuando curó a diez de golpe y sólo uno regresó a agradecerle el gran favor que Él les había hecho. 

Otro parámetro para medir la densidad de sentimientos de un hombre es ver su capacidad de tolerar y perdonar la miseria moral de los demás. Es la hora de la prueba cuando la caridad se hace concreta y práctica. Aquí de nuevo Cristo saca un sobresaliente, es el rey de la caridad. Cuando los fariseos, muy hipócritas, quieren lapidar a una mujer sorprendida en flagrante adulterio, Él consigue librarla como hemos comentado antes. En esas palabras descubrimos la profundidad del corazón de Jesús que no desea la muerte del pecador sino que se convierta y viva. 

No menos llamativo fue el caso del paralítico en la casa en Cafarnaúm donde Cristo estaba predicando. No pudiendo meter al paralítico por la puerta, lo bajaron por un agujero en el techo. Cristo vio los miembros lívidos del hombre, pero su mirada penetró todavía más lejos, hasta el corazón de ese hombre, lleno de podredumbre moral. Le dijo sin más: “Tus pecados son perdonados”, lo cual causó mucho escándalo, como sabemos, entre los fariseos. 

Cristo tenía un gran sentido patriótico. Unos días antes de su Pasión estaba en el Monte de los Olivos, mirando a la ciudad santa allí abajo, construida sobre el Monte Sión. Él la contemplaba y las lágrimas llegaron a su ojos. Sentía un gran dolor por sus habitantes porque no querían aceptar al Mesías que el Padre les había mandado.

El Evangelio sólo nos habla de un “amigo” de Jesús, por lo menos expresamente. El caso es de Lázaro. Cristo se alojaba en la casa de éste, en Betania, y con las dos hermanas, María y Marta. Murió el amigo de Jesús y cuando éste llegó cuatro días después de su muerte, se acercó a la tumba. Comenzó a llorar. Quienes estaban allí decían: “Miren como lo amaba”. Cristo dio un gran suspiro y gritó: “¡Lázaro, sal fuera!” Sabemos lo que pasó: el muerto volvió a la vida. Aquí de nuevo vemos que para Cristo amar a sus amigos significa: “No quiero que tú mueras, sino que vivas”.

A pesar de tener una gran riqueza de sentimientos, Cristo nunca fue prisionero de ellos. Diríamos que los mantenía en su lugar. Esto se ve claramente en Getsemaní cuando sintió la repugnancia delante de su muerte inminente, y también en el Calvario cuando resistió al reto que le hicieron los fariseos de bajar de la cruz. 

Podemos decir que Cristo no reprimió sus sentimientos, y mucho menos los suprimió. Más bien los encauzó hacia el cumplimiento de la voluntad de su Padre. Lo que le guiaba no fue su estado anímico o emocional, sino la voluntad objetiva de Dios. Esto nos da una gran luz a nosotros, que somos en muchas ocasiones esclavos de nuestros propios estados de ánimo, en el fondo, de nosotros mismos. El criterio es muy sencillo: cuando los sentimientos me ayudan a ser buen cristiano, bienvenidos, pero cuando me lo obstaculizan, debo prescindir de ellos.

En muchas ocasiones en mi trabajo sacerdotal he encontrado a personas que me dicen que no logran perdonar a los demás. Sin embargo, es probablemente el mejor termómetro para medir la sinceridad de nuestra vida cristiana. Lo que sí ayuda es el recordar que el perdonar no es asunto del corazón, sino una convicción: yo debo perdonar porque Dios me lo pide; yo amo a Dios y quiero mostrarle que mi amor no es una ficción, sino una realidad.