Anuncio de Su Pasión y Muerte 

Autor: Padre Fintan Kelly, L.C.

 

 

Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser muerto y resucitar a los tres días. Hablaba de esto abiertamente. Tomándole aparte, Pedro se puso a reprenderle. Pero él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: ¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres.
Mc 8,3 1-33


Debemos llevar nuestra cruz con sentido sobrenatural. 


1. Cristo sabía que iba a sufrir su Pasión y que iba a morir una muerte cruel

La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios (Catecismo n.599).

Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarlo en compañía de los pecadores, vio y señaló a Jesús como el ‘Cordero de Dios que quita los pecados del mundo’ (Jn 1,29).

Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero y carga con el pecado de las multitudes y cordero pascual, símbolo de la redención de Israel cuando celebró la primera Pascua (Catecismo n. 608).

Si un señor supiera que, viajando por la carretera mañana, fuese a tener un accidente grave y morir, seguramente no saldría. Inventaría cualquier excusa para no salir. La razón es evidente: cada uno pone su integridad física en primer lugar. El instinto de autoconservación es fuertísimo en el hombre, a pesar de todo lo que digan algunos psicólogos freudianos que afirman que el instinto más fuerte en el hombre es la tendencia al placer.

Un soldado es capaz de arriesgar su vida porque le mueve un valor que es superior a la conservación de la propia vida: la conservación de la patria.

Una madre es capaz de entrar en su casa incendiada para salvar la vida de su hijo que está atrapado entre las llamas y la pared; su instinto materno es más fuerte que su instinto de autoconservación.

Sólo se puede entender la actitud de Cristo de entregarse a las torturas más crueles y a la muerte más ignominiosa, si constatamos que Él lo hace por un motivo superior a la conservación de su propia vida.

Todos conocemos bien esa verdad del Credo: Cristo sufrió y murió por nuestros pecados. Tenemos una ventaja sobre san Pedro pues conocemos el misterio de Cristo Salvador. El Apóstol no sabía esto en aquel episodio que pasó en la región de Cesarea de Filipo. Dice el Evangelista: “Tomándole aparte, Pedro, se puso a reprenderle. Pero Él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciendo: ‘¡quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino de los hombres’” (Mc 8,33).

2. La cruz es incomprensible para quien no tiene fe

Dice el Papa Juan Pablo II:

El Redentor ha sufrido en vez del hombre y por el hombre. Todo hombre tiene su participación en la Redención. Cada uno está llamado a participar en este sufrimiento, mediante el cual se ha llevado a cabo la Redención. 

«Es la clave para entender el valor espiritual del sufrimiento humano, la cruz: es una oportunidad para participar en la obra redentora de Cristo. El hombre que une sus sufrimientos con los de Cristo participa en la redención de los hombres porque el mismo sufrimiento no lo ha cerrado (Cristo), sino que ha quedado abierto a todo sufrimiento humano». Salvicis Doloris

A la luz de esta doctrina, el sufrimiento es la suprema posibilidad de cada ser humano. Por medio de él, el hombre puede participar en la obra más importante de la historia humana: la redención de la humanidad.

Sin la fe, el sufrimiento parece ser la cosa más absurda que existe. Pero, a la luz de la Revelación, es la gran oportunidad del hombre de hacer algo maravilloso: salvar almas. Ésto es posible porque: 
en la cruz de Cristo no sólo se ha cumplido la Redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido.

El dolor de la madre que tiene que criar sola a su bebé por la ausencia del padre; la aflicción de la esposa traicionada por el hombre que le prometió fidelidad hasta la muerte; la pena de la viuda joven; la angustia de la madre que tiene un hijo drogadicto... todo esto puede tener sentido espiritual si se ofrece a Dios, por Cristo, para salvar almas.

3. La cruz debe ser vista a la luz de la resurrección de Cristo

El evangelio narra: “Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser muerto y resucitar a los tres días” (Mc 8,3 1). San Pedro sólo se fijó en la primera parte trágica, e hizo caso omiso de la segunda parte, sobre la “resurrección a los tres días”. Por esa razón, no pudo entender el enigma de la cruz.

En todas los anuncios de su pasión y muerte, Cristo también habló de su resurrección. Son como dos lados de una misma moneda. Hay una relación de causa-efecto entre los dos: la pasión y muerte lleva a la resurrección de Cristo.

Para nosotros esta es una doctrina muy importante, pues muchas veces nos encerramos en 
este esquema de ideas: tenemos que sufrir horrores en esta vida para poder resucitar con Cristo en la otra. En realidad, el cristiano que participa en la cruz de Cristo ahora, ya comienza a participar, de manera espiritual en su resurrección. Esta resurrección no se nota en el cuerpo del cristiano sino en su alma: se transforma cada vez más en Cristo.

Aunque el cuerpo pierde con el sufrimiento, lo importante es que el “alma gane en belleza”. La cruz, ofrecida a Dios por amor, es un gran instrumento de embellecimiento del alma porque acelera nuestra transformación en Cristo.

4. Hay que dar sentido también a las pequeñas cruces

Cuando pensamos en cruces, pensamos a veces sólo en las grandes. Corremos el riesgo de pensar que nuestras pequeñas cruces cotidianas y prosaicas no tienen valor salvífico. Sin embargo, cada cruz tiene su valor de redención.

Soy consciente de mi miseria como hombre solo, y de mi grandeza como hombre unido a mi Señor Jesucristo.

Los monjes y las monjas de clausura nos enseñan bien la lección: ellos pasan toda la vida ofreciendo a Dios pequeños sacrificios. Estos sacrificios son chicos desde el punto de vista cuantitativo, pero no son futilezas a los ojos de Dios. El valor de estos sacrificios está en el amor.

La cruz sin amor no tiene valor sobrenatural. Podemos decir, usando el lenguaje de la ciencia económica, que es una acción “devaluada”, es decir, “sin valor”. La vida matrimonial y familiar, las faenas del trabajo manual o intelectual, los roces que resultan de la convivencia con los otros seres humanos... todo esto es “material” que se puede “valuar” si lo ofrecemos a Dios para unirnos a la cruz de su Hijo Jesucristo. Si nosotros llevamos las cruces con este espíritu, vamos a experimentar una gran paz de alma.

Muy en lo hondo de mi alma reina una profunda paz y un gozo inmenso, nacido de la certeza de que los sufrimientos y las cruces que tenga que soportar por permisión de Dios nuestro Señor, se han de traducir en beneficio y bendiciones para mi pobre alma y en santificación para las almas. 

Unas preguntas

1. ¿Hemos descubierto el valor salvífico y redentor de nuestros sufrimientos?

2. ¿Cuál es nuestra primera reacción cuando tenemos que sufrir algo? ¿desesperación? ¿queja con Dios? ¿deseo de ofrecerlo a Dios para santificarme y salvar a las almas?

3. ¿Damos valor a las pequeñas cruces ofrecidas a Cristo por amor?