Camino de Infancia Espiritual de Santa Teresita 

No acumular provisiones

Autor: Padre Álvaro Cárdenas Delgado

 

Santa Teresita del Niño Jesús, explicando a una de sus hermanas la infancia espiritual, dijo que permanecer pequeño significa no inquietarse por nada, “ni siquiera por ganar fortuna[1].  Y es que el niño del Evangelio ni acumula demasiadas provisiones, ni vive preocupado por el futuro. Vive el día a día, esperando todo de Dios.    

            Es verdad que necesitamos algunos medios para llevar una vida digna, para mantener a la familia, o cumplir con otras obligaciones. Esto es bueno y querido por Dios. Pero cualquier provisión nos hace imposible experimentar nuestra total dependencia de Dios. Estas dos cosas parecen contradecirse.  

Por eso cuando Dios quiso hacer de Abraham nuestro padre en la fe, cuando lo llamó para realizar en él el milagro más grande que puede suceder en el corazón de un hombre que es la fe, lo tuvo que desarraigar primero y convertirlo en un peregrino que caminase en las tinieblas, desconociendo a dónde se dirigía.  Al dejar su país, su hogar, su familia, se convirtió en un ser despojado, en un ser que sólo tenía a Dios. Por eso tenía que contar siempre con Él y dirigirse a Él. Esta libertad e independencia respecto de los propios sistemas de seguridad se alcanza en el desierto, ahí es donde el hombre es despojado de lo que tiene, y empieza a esperarlo todo de Dios[2].  

            El hombre que acumula demasiadas provisiones, y construye su propio sistema de seguridad, deja de esperarlo todo de Dios. Por eso Abraham tuvo que dejar su sistema de seguridad. Apegado a él jamás hubiera llegado a ser nuestro padre en la fe.  

            Debemos renunciar a la construcción de estos sistemas, a la acumulación excesiva de provisiones, limitándonos conscientemente a aquello que es indispensable para que podamos cumplir las funciones que Dios nos ha confiado.  

            Aquello que tratas de utilizar como apoyo, tus sistemas de seguridad, reciben en el evangelio el nombre de “riquezas”. Puedes creer en ellas, y puedes hacer planes apoyándote en ellas, pero ellas no son el verdadero Dios. El Señor, como hizo con Abraham, quiere protegerte de una falsa fe, una fe que no puede conducir sino a la insatisfacción, al vacío, al aburrimiento. Por eso quiere que rechaces tus falsos dioses, esos dioses en los que pones tu confianza, y que cuando fallan hacen que te hundas. Tus esperanzas, como las de Abraham antes de ser llamado por Dios, pueden ser absurdas porque te apoyas en algo o en alguien que no es Dios. Y cuando ponemos nuestra confianza y nos apoyamos en lo que no es Dios, cuando tenemos algún dios falso, es porque nuestra fe en Dios es muy pequeña y muy débil. Esta es la razón de tantas amarguras y desilusiones que experimentamos a lo argo de nuestra vida.  

            El hombre que no está orientado hacia Dios, desea siempre tener más, quiere acumular. Esto es producto de nuestra naturaleza, herida por el pecado original. Si estuviéramos orientados hacia Dios, desearíamos depender en todo de Él. Pero un hombre que olvida su filiación respecto de Dios, que ve su vida de forma puramente humana y no de forma sobrenatural, desea tener cada vez más, y sobre el fundamento de lo que posee, construir el sentimiento de su propio valor, de su propia grandeza, y de su propia seguridad.  

            El espíritu del mundo favorece a los que tienen más: cuanto más tienes eres más importante, más poderoso, y tienes acceso a mayor número de bienes. Esto abarca todas las esferas de nuestra vida: los bienes materiales, la posición social, los esfuerzos por ser alguien importante, grande, respetado, reconocido.  

            A veces nuestras ganas de poseer se expresan únicamente en nuestros deseos. Podemos no poseer nada, pero ser muy ricos en deseos, tener envidia de los demás; soñar con tener.  

            No se trata de que dejemos de conseguir los medios que necesitamos para vivir, o que justifiquemos nuestra propia  pereza o imprudencia, diciéndonos: tengo a Dios por Padre, Él cuidará de mí. Se trata de no acumular más de lo que nos es realmente indispensable. Porque cualquier provisión excesiva hace que dejemos de ser como niños pequeños, que todo lo esperan de su padre. Las provisiones engendran en nosotros el sentimiento de independencia también en relación con Dios. Y de este modo vivimos pensando que podemos arreglárnoslas solos.  

            Llegamos a ser como el rico del que habla Jesús en el Evangelio, que habiendo edificado grandes graneros pensó que podría disfrutar de la vida (cf. Lc 12, 13-21). A este hombre precisamente el Señor lo llamó “necio”.  

            El "niño del Evangelio", por el contrario, no acumula provisiones. Tampoco de bienes espirituales, es decir los relacionados con la oración, los conocimientos religiosos, o las buenas obras. No se apoya en la riqueza de sus vivencias religiosas. Sabe disponer de todo ello pero consciente que todo lo ha recibido de Dios como don, aun cuando coopere de alguna manera con Él.  

            Un día, cuando santa Teresita traía a la memoria palabras y pasajes de la Sagrada Escritura  para alimentar su piedad, su hermana Celina le dijo: "¡Eso es lo que yo querría hacer, pero no tengo bastante memoria! ¡Ah! -le respondió santa Teresita- ¿De modo que queréis poseer riquezas, tener posesiones? Apoyarse en eso es apoyarse en un hierro ardiente: queda siempre una pequeña marca. Es necesario no apoyarse en nada, ni siquiera en lo que puede ayudar a la piedad. La nada, en verdad, consiste en no tener ni deseo ni esperanza de alegría. ¡Qué dichoso es uno entonces!"[3].  


[1] Teresa de Lisieux, Obras Completas, Ed. Monte Carmelo, Burgos 1998, pág. 880

[2] cf. Tadeusz Dajczer, Meditaciones sobre la fe, Ed. San Pablo, Madrid 1994, pág. 44  

[3]  Santa Teresita del Niño Jesús, Consejos y Recuerdos, Editorial Monte Carmelo, Burgos 1957, pág. 33