El que este libre de pecado...

Autor: Alicia Beatriz Angélica Araujo

 

 

 

Cuando las excusas se diluyen, asoma la verdad, y la verdad es la realidad, tal como  el mea culpa expresado por el Santo Padre Juan Pablo II, en nombre de nuestra Iglesia.  Este documento  además de ser conmovedor por su implicancia es aleccionador en su contenido. No obstante, de  producir críticas, es un elemento  movilizador, para  revernos cada uno de nosotros, creyentes, ateos o  agnósticos, cada uno  en su propia historia personal, familiar y o comunitaria.

Todos somos pecadores, y estamos necesitados del perdón de Dios. Es así como asumiéndonos imperfectos, débiles, frágiles, llenos de errores y miserias; es que nos hacemos merecedores de la misericordia del único y verdadero Dios.

 

 Sí, porque reconociéndonos míseros, nos hacemos acreedores a la gracia.

 

Jesús nos dice: ”No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan ”. Lc. 5,  31- 32

 

Y ¿ quién sino el pecador es el enfermo?  ¿ Quién es el justo?  ¿Quién

Lanzará la primera piedra?

 

Cuando la paja en el ojo ajeno, no nos permite descubrir nuestra propia viga.

 

 Cuando prejuiciosamente nos instalamos en el montículo elevado de nuestra soberbia y vanidad, creyéndonos mejores que los otros, y amparados en esta irreverencia de excluir o de excluirnos;  o bien señalamos con el índice o emitimos algún que otro comentario adverso  aunque malicioso, de algún que otro hermano  de dentro o fuera de nuestra comunidad. Creyéndonos más papistas que el Papa, con un ego sobrealimentado, denostamos al hermano, sin advertir que  aquello que condenamos es lo que estamos obrando.

 

Hoy  como ayer el examen de conciencia profundo, se hace camino de encuentro con la verdad que libera, aportando claridad en el corazón del hombre, haciéndolo luz de Cristo.

 

Éste reconocimiento de la Santa Iglesia tendrá o no sus detractores,  o tira piedras; no obstante, a muchos nos afirma  y confirma, lo que es construir sobre la roca de Cristo; aún en medio de nuestras debilidades, errores, falencias, y equivocaciones graves, no debemos atarnos al carro de los vencidos, sino al de los resucitados, renovados, y reconciliados, con esa valentía,  con esa seguridad y fortaleza, en la abnegación del reconocimiento de nuestras faltas que marca en el cristiano su grandeza espiritual. Dejando impreso en el rostro, una mirada pura, limpia, franca, que refleja los ojos a semejanza del Hijo de Dios.