Valores

El tesoro de la amistad

Autor: Padre Alfonso Lopéz Quintás

 

La palabra amistad procede de la voz latina amicitas, que se deriva a su vez de amicus y amare. La relación de amistad surge merced a sentimientos de afecto, de inclinación benevolente. Pero no se reduce a mera efusividad sentimental. Implica una voluntad constante de enriquecimiento mutuo, de oferta de posibilidades, de comprensión y ayuda. Es una forma de encuentro, entendido -en sentido riguroso- como el campo de interrelación que se funda entre dos personas cuando adoptan una actitud de generosidad, veracidad, fidelidad, colaboración, cordialidad, participación en actividades valiosas...

Estas condiciones del encuentro se denominan en español valores, y, cuando son asumidas por nosotros como formas de conducta, reciben el nombre de virtudes. “Virtutes” en latín significa capacidades. Las virtudes son modos de conducta que nos capacitan para crear encuentros. Ello nos permite comprender por qué el sabio Aristóteles advirtió en su Ética a Nicómaco (1135, 1135 b) que la verdadera amistad sólo es posible entre personas virtuosas. La amistad -escribe- “es una virtud o va acompañada de virtud”, pues “parece que los justos son los más capaces de amistad”.

La amistad auténtica no es posible cuando uno se mueve por interés y trata afablemente a las demás personas sólo cuando sirven a sus fines egoístas. Esta actitud es adecuada al trato con meros objetos, realidades propias del nivel 1. La amistad es una relación entre personas, que se ayudan a crecer como tales, y ello sólo puede darse mediante una colaboración desinteresada, una oferta mutua de posibilidades de actuar con sentido (nivel 2). Por eso, la relación de amistad exige sencillez por ambas partes, aceptación humilde de que somos menesterosos en algún aspecto y necesitamos la ayuda de los demás para vivir en plenitud. La amistad implica una posición de igualdad, al menos en cuanto al trato cotidiano. La excesiva superioridad por una de las partes puede suscitar admiración en la otra, pero apenas florecerá en verdadera amistad.

De aquí se desprende que el afán de dominar agosta en agraz la relación de amistad, pues rebaja a los demás al nivel 1, los convierte en medio para los propios fines. Al no verlos como fuente de posibilidades y centro de iniciativa, no es posible unirse a ellos de forma entrañable, como sucede en el encuentro.

Por eso la primera condición para crear una relación de amistad es adoptar una actitud generosa. Si soy generoso con alguien suscito en él confianza, le muevo a pensar que soy fiable, que le seré fiel y puede hacerme confidencias. Los términos subrayados están internamente vinculados por la común raíz latina fid. Esta actitud de apertura mutua permite una relación fluida, sincera, serena, franca, constructiva, porque los que se tratan de esa forma no necesitan establecer barreras de precaución y convierten los límites propios de su personalidad en lugares vivientes de interrelación. En ese campo de comunicación se despierta un sentimiento profundo de simpatía. Etimológicamente, simpatía significa “padecer con”, vibrar con el otro en sus gozos y en sus penas. Esa común vibración espiritual permite ver al otro desde dentro, ponerse en su lugar, contemplar la vida con sus ojos. Es la función de la empatía.

Esta comprensión empática y confiada del amigo nos da seguridad de que nos saldrá al encuentro cuando nos vea menesterosos. Un soldado pidió permiso para buscar a un compañero que quedó tendido en el campo de batalla. El oficial se lo denegó, por estar seguro de que había muerto. El soldado se va, no obstante, y vuelve gravemente herido, con el cadáver de su amigo a cuestas. El oficial, enojado, le pregunta qué sentido tuvo exponer la vida de esa forma. El soldado responde, tranquilo: “Tuvo mucho sentido, capitán, porque, cuando encontré a mi amigo, estaba todavía vivo, y me dijo: ´Jack, estaba seguro de que vendrías´“. Bien dice el Eclesiástico (6, 14) que “un amigo fiel es una fuerte protección; quien lo encuentra encuentra un tesoro”.

La confianza genera fidelidad y ésta va unida con la lealtad, el cumplimiento fiel de lo prometido. Se cuenta que Dionisio, el tirano de Siracusa que conocemos sobre todo por haber tratado a Platón, condenó a muerte al filósofo Fincias. Éste le pidió un día de permiso para arreglar unos asuntos. Dionisio se lo concedió, a condición de que dejara como rehén a su gran amigo Damón. Éste aceptó, y Fincias regresó al día siguiente y se puso en manos del tirano. Impresionado éste al ver su lealtad con el amigo, le perdonó la vida y solicitó de ambos que le admitieran en su círculo de amistades.

Atinado estuvo Cicerón al escribir: “Si la amistad desapareciera de la vida, sería lo mismo que si se apagara el sol, porque nada mejor ni más deleitoso hemos recibido de los dioses inmortales”. La amistad es un don, algo que debemos a nuestra misma naturaleza, porque -según la investigación actual más cualificada- los seres humanos somos “seres de encuentro”.

El que se encuentra de veras con otra persona y se hace amigo suyo crea con ella una forma de unión tan estrecha que en ella se supera la escisión entre el interior y el exterior, el dentro y el fuera, lo mío y lo tuyo. Si soy amigo tuyo, tú no estás fuera de mí ni yo de ti; yo no estoy en mi intimidad y tú te hallas fuera de ella, en el exterior. Nos encontramos en un campo de intimidad en el cual tus problemas son mis problemas, tus triunfos son mis triunfos. Se comprende que Horacio haya escrito: “Mientras esté en mi sano juicio, nada será para mí comparable a un dulce amigo”.

Nada hay más dulce que compartir, dar y recibir, acoger y ser acogido. Es conmovedora, por su sincera ingenuidad, la anécdota que se cuenta del gran fabulista francés La Fontaine. Debido a su desvalimiento, vivió 20 años hospedado en casa de su protectora Madame de la Sablière. Al fallecer ésta, se sintió desolado y se echó a la calle. Su amigo, el consejero D´Hervat, decidió recibirlo en su casa. Salió para decírselo y lo encontró a medio camino. “Querido amigo -le dijo-. Mi mujer y yo nos imaginamos vuestra inmensa pena y soledad. Os rogamos que vengáis a vivir en nuestra casa”. La Fontaine abrió los brazos y le dijo, emocionado: “¡A ella iba!”. En verdad, como dijo Séneca, “la posesión de un bien no es grata si no se comparte”.

Cuando dos personas se tratan durante largo tiempo de modo afable, colaborador, leal, generoso..., se convierten la una para la otra en algo único en el mundo. Fue la gran lección que le dio el zorro al Principito (1), cuando le hizo ver que la flor de su asteroide no perdía valor por el hecho de que hubiera en el mundo miles de flores semejantes a ella. El tiempo y el empeño que puso en cuidarla con esmero la convirtió para él en un ser singular, único en el mundo . En su marcha hacia la morada de los hombres, el principito –recién llegado a nuestro planeta- encuentra un jardín rebosante de rosas, semejantes a la flor que tanto había admirado en su asteroide. Esta abundancia de flores iguales parece en principio reducir la suya a mero individuo de una especie. Al constatar que su flor no era única en el universo, el principito sintió una profunda decepción y rompió a llorar. Sabemos que la entrega al llanto significa, en una persona madura –el principito representa a un adulto con alma de niño-, que algo importante se ha desmoronado en su interior. Esta situación límite fue ocasión propicia para aprender que la auténtica unicidad no responde al mero hecho de carecer de semejante, sino a la decisión positiva de establecer vínculos amistosos, actividad que en el plano de las relaciones hombre-animal se llama domesticar (en francés, “apprivoiser”). Domesticar -le indica el zorro al pequeño- significa “crear lazos”, fundar ámbitos de convivencia o campos de juego en los que cada ser despliega sus virtualidades y alcanza su configuración genuina, que le otorga una condición peculiar y lo convierte en algo incanjeable, irrepetible, único. “Si me domesticas -agrega- tendremos necesidad el uno del otro. Serás para mí único en el mundo. Seré para ti único en el mundo” (2).