¿Son compatibles ciencia y fe? 
¿Puede la ciencia controlarse a sí misma?

Autor: Alfonso Aguiló Pastrana

Sitio Web: interrogantes.net

  

El físico atómico alemán Otto Hahn, inventor de la fisión del átomo de uranio, se hallaba recluido en un campo de concentración inglés, junto con otros eminentes hombres de ciencia, cuando le llegó la noticia de que Nagasaki acababa de ser arrasada por una bomba atómica.

    Su reacción, nada más saberlo, fue de profundísima culpabilidad. Sus investigaciones sobre la fisión del uranio habían acabado por servir para una terrible masacre.

    Poco después, intentó abrirse las venas con los alambres de espino que cercaban el campo. Una vez que sus compañeros lograron disuadirle, el viejo profesor les hizo, desolado, la siguiente confesión: "Acabo de advertir que mi vida carece de sentido. He investigado por puro deseo de revelar la verdad de las cosas, y todo aquel saber científico acaba de convertirse en poder aniquilador."

    La experiencia personal de Otto Hahn fue, en realidad, la experiencia amarga de toda una época. Una sobrecogedora impresión de fracaso —señala López Quintás— invadió los espíritus de todos cuantos habían luchado año tras año, con tenacidad impresionante, por llevar el conocimiento científico de la realidad a la máxima altura posible, convencidos de hacer con ello un gran bien a la humanidad.

    Habían trabajado afanosamente con la profunda convicción de que el aumento del saber teórico y el incremento de la felicidad humana estaban inequívocamente vinculados.

    Confiaban en que fomentar el saber científico tomaría siempre un valor positivo, que significaría automáticamente conseguir cotas más elevadas de felicidad y de dignidad. Pensaron que se trataba de un bien incuestionable y que, por tanto, se traduciría ineludiblemente en bienestar y plenitud para el hombre.

    Pero esta ilusión multisecular, que ya había hecho quiebra en las trincheras de Verdún, se vino estrepitosamente abajo con los horrores de la Segunda Guerra Mundial.

    El terrible poder destructor de las armas nucleares, los intensísimos bombardeos sobre población civil, el exterminio sistemático y profundamente cruel de toda una raza, y un saldo de cincuenta millones de muertos pusieron trágicamente de manifiesto que el saber teórico puede traducirse en un saber técnico, y éste a su vez en un amplio poder sobre la realidad, pero, por desgracia, ese dominio no conduce automáticamente a una mayor felicidad de los hombres si resulta que quienes lo ostentan carecen de una conciencia ética adecuada a su responsabilidad.

    Después de siglos de febril incremento del saber científico, la idea de que el progreso humano es siempre continuo y no puede haber retroceso, se había revelado como irritantemente falsa.

    Aquel ideal de dominio científico, y todo el humanismo ligado al mito del eterno progreso, saltaron en pedazos al entrar en colisión con la terca realidad de la historia. Era patente que el futuro no debería caracterizarse por esa ingenua credulidad en el progreso como principio motor de una civilización, sino que resultaba necesario cimentar sobre valores más elevados y valiosos.

    A su vez, el psiquiatra austríaco Victor Frankl, tras su experiencia personal en los campos de concentración alemanes, llegó a la conclusión de que no fueron los ministerios nazis de Berlín los verdaderos responsables de aquellas atrocidades, sino la filosofía nihilista del siglo XIX: si el hombre es un simple producto de una naturaleza cambiante, un simple mono evolucionado, entonces, si al mono se le puede enjaular en un zoológico, al hombre se le podrá encarcelar en un campo de exterminio; si el hombre es un simple animal, aunque extraordinariamente adiestrado, y hacemos jabones con grasa animal, ¿por qué no hacerlos con grasa humana?

    Husserl, aleccionado por el hundimiento del mito del eterno progreso con motivo de la conmoción bélica mundial —en la que vio, entre otras cosas, aquella racionalización perfecta de la matanza en masa de millones de inocentes—, se percató claramente de que la ciencia, por razón de su método, no puede ser una instancia rectora de la vida humana.

    "El mundo de las objetividad científica —escribió— es un mundo cerrado e inhóspito. La forma en que el hombre moderno se dejó, en la segunda mitad del siglo XIX, determinar totalmente por las ciencias positivas y cegar por la prosperity a ellas debida, significó dejar de lado las cuestiones decisivas para una humanidad auténtica. Ciencias que sólo contemplan puros hechos, hacen hombres que sólo ven puros hechos."

    Buscar el conocimiento científico objetivo de las cosas es lícito y fecundo. Pero considerar ese modo de conocer como el modélico, como el único riguroso, constituye una parcialidad inaceptable, por cuanto empobrece enormemente las posibilidades de conocer que tiene el hombre.

    La Ilustración perseguía el ideal renacentista de entregar al hombre a sí mismo, de hacerlo libre permitiéndole vivir bajo el imperio de la sola razón. La esperanza de que el hombre alcanzaría la felicidad para siempre en un mundo dominado y sin secretos, por medio de una ciencia que lo sabría y lo podría todo, resultó ser un sueño que nunca lograba alcanzarse, y que el horror gigantesco de dos guerras mundiales convirtieron en algo peor que una pesadilla. El dominio de la realidad se escapaba del estrecho molde del pensamiento racionalista, que por sí sólo resultaba claramente insuficiente.

    El peligro no provenía de la ciencia en sí, sino del espíritu cientifista. De esa mentalidad que llevaba a considerar que sólo puede conocerse aquello que es medible, asible, controlable, verificable por cualquiera, y a despreciar los aspectos de la realidad que se resisten a tal género de control y cálculo.

    Y esa pretensión indómita de su dominio sin límites dejaba al hombre en una situación de desamparo. Pronto se vio que la ciencia, que había llenado con su prestigio el Siglo de las Luces, no podía colmar ella sola por completo la vida del hombre. No era su misión.

La ciencia no habla de valores,
de sentido, de metas ni de fines.
y de todo eso necesita
el ser humano para ser feliz.

    El optimismo ilustrado había previsto horizontes paradisíacos. Pero la utopía científica mostraba como nunca su impotencia.

    No hay duda en que el progreso científico ha sido grande, y que ese desarrollo es algo bueno, o que, al menos, no tiene por qué ser malo. Pero hoy día ya pocos creen que todo eso sea la panacea, que pueda hacer algo más que trasladar la inquietud de unos temas a otros. El dominio de las cosas es muy elevado, pero es necesario un humanismo válido que dé sentido a todo ese avance científico. Porque, de lo contrario, puede embriagarse con sus propios éxitos y crecer en direcciones aberrantes para la dignidad del hombre.

    La técnica permite poner a punto medios de comunicación muy poderosos, rápidos, atractivos, sugerentes..., pero estos medios pueden ser un arma de primer orden para manipular las mentes, troquelar las voluntades, modelar los sentimientos. El incremento colosal del poderío nuclear tenía muchas interesantes aplicaciones..., pero permitía que una persona de poca talla en cuanto a categoría de espíritu pudiera apretar suavemente un botón y convertir una ciudad en un montón de escombros.

    La ciencia necesita de unos límites a su pretensión de soberanía. Toda gran conquista —explica López Quintás— supone una inevitable ambivalencia: supone un avance en un aspecto y un retroceso en otro, quizá no menos valioso. El aumento de poder no corre siempre paralelo al aumento del poder del hombre sobre tal poder. La ciencia no puede abandonarse a su propia dinámica, sino que debe ser regulada por una instancia externa que la oriente y dé sentido.