Motivar y motivarse 
¿Por qué esas diferencias?

Autor: Alfonso Aguiló Pastrana

Sitio Web: interrogantes.net

 

En cualquier ámbito profesional, es fácil observar cómo hay personas que sobresalen por su constancia y dedicación al trabajo, y esto hace que superen a otros compañeros que poseen una capacidad intelectual bastante más alta. ¿Por qué sucede esto? ¿Por qué unos logran mantener ese esfuerzo durante años y otros no, aunque también lo desean?

Casi todas las personas desearían llegar a una cota profesional más elevada, y la mayoría de ellas tienen sobrado talento personal para lograrlo. ¿Por qué unos consiguen transformar ese deseo en una motivación diaria que les hace vencer las inercias de la vida, y otros, en cambio, no?

¿Por qué unos niños estudian con constancia sin que parezca costarles mucho, y otros, por el contrario, no hay manera de que lo hagan, aunque se les castigue o se les hable con claridad, serenamente, de las consecuencias a las que su pereza les va a llevar?

Parece claro que hablamos de algo que no es cuestión de coeficiente intelectual:

Es fácil observar que
no coinciden las personas
más esforzadas o motivadas
con las de mayor
coeficiente intelectual.

Hay personas inteligentísimas que son muy perezosas, y hay personas de muy pocas luces que muestran una constancia admirable. ¿Por qué?

—Será una cuestión de fuerza de voluntad, supongo.

Sí, pero hace falta una motivación para poner en marcha la voluntad. Como ha señalado Enrique Rojas, desde la indiferencia no se puede cultivar la voluntad. Para ser capaz de superar las dificultades y cansancios propios de la vida, es preciso ver cada meta como algo grande y positivo que podemos y debemos conseguir. Por eso, en las personas motivadas siempre hay:

Parece claro que en las personas motivadas hay toda una serie de sentimientos y factores emocionales que refuerzan su entusiasmo y su tenacidad frente a los contratiempos normales de la vida. Pero sabemos también que los sentimientos no siempre se pueden producir directa y libremente. La alegría o la tristeza no se pueden originar de la misma manera que hacemos un acto de voluntad. Son sentimientos que no podemos gobernar como gobernamos, por ejemplo, los movimientos de los brazos. Podemos influir en la alegría o en la tristeza, pero sólo de modo indirecto, preparándoles el terreno en nuestro interior, estimulando o rechazando las respuestas afectivas que van surgiendo espontáneamente en nuestro corazón.