¿Qué hay de verdad en tantas leyendas negras de la Iglesia? 
¿Cómo Dios permite tantos errores?

Autor: Alfonso Aguiló Pastrana

Sitios Web: interrogantes.net

 

En los años siguientes a la Primera Guerra Mundial –cuenta José Orlandis–, un joven llamado Gétaz, que ocupaba un alto cargo dentro del socialismo suizo, recibió de su partido el encargo de elaborar un dossier con vistas a una campaña que se pretendía lanzar contra la Iglesia católica.

    Gétaz puso manos a la obra, con la seriedad propia de un político helvético: recogió multitud de testimonios, estudió la doctrina católica y la historia del cristianismo desde sus primeros siglos, y en poco tiempo logró reunir una amplísima documentación.

    El resultado que se siguió de todo aquello, sin embargo, no pudo ser más sorprendente. Paso a paso, el joven político llegó al convencimiento de que la Iglesia católica no podía ser invención de hombres.

    Dos mil años de negaciones, sacudidas, cismas, conflictos internos, herejías, errores y transgresiones del Evangelio, habían dejado a la Iglesia, si no intacta, sí al menos en pie.

    Las propias deficiencias humanas que en ella se advertían a lo largo de veinte siglos –mezcladas siempre con ejemplos insignes de heroísmo y de santidad– fueron para él un claro argumento a favor de su divinidad. Si esa iglesia no fuera divina –vino a concluir en buena lógica– habría tenido que desaparecer mil veces de la faz de la tierra.

    El desenlace de todo aquel episodio no pudo ser más distinto de lo que se había previsto: Gétaz se convirtió al catolicismo, se hizo fraile dominico, y en su cátedra del Angelicum, en Roma, enseñó durante muchos años, precisamente, el tratado acerca de la Iglesia. Sus clases tenían el interés de ser, en buena medida, como un relato autobiográfico: como el eco del itinerario de su propia conversión.

—De todas formas, la reacción de muchos otros ante las miserias de los miembros de la Iglesia es bien distinta. Me pregunto si no habría sido mejor, ya que Dios es todopoderoso, que al menos los ministros de su Iglesia hubieran estado exentos de tantos vicios...

    Comprenderás que si Jesucristo, como dices, hubiera tenido que valerse sólo de ministros total y permanentemente buenos, se habría visto obligado a estar realizando continuamente milagritos, y no parece que eso sea lo mejor. De entrada, porque tendría que estar interviniendo cada vez que una de esas personas fuera a cometer cualquier error o imperfección, y eso les privaría de la debida libertad.

    Por otra parte, aunque es cierto que a lo largo de los siglos los hombres que han compuesto la Iglesia no han estado exentos de deficiencias humanas, hay que decir que la Iglesia católica es una institución de reconocido prestigio moral en todo el mundo.

    Y aunque es verdad que ese prestigio se ve a veces empañado por las debilidades de algunos de sus miembros, habría que contar –por si alguno quisiera hacer cálculos de porcentajes estadísticos de actuaciones desafortunadas– con que hay que dividir entre casi mil millones de católicos, y casi un millón doscientos mil sacerdotes y religiosos (y eso, contando sólo los actualmente vivos).

    Para ser justos, habría que mirar un poco más a esa ingente multitud de católicos que a lo largo de veinte siglos se ha esforzado diariamente por vivir cabalmente su fe y ayudar a los demás. Y habría que fijarse en todos esos curas de pueblo que permanecen en lugares de los que ha huido casi todo el mundo. Y ver también el sacrificio de tantísimos religiosos y religiosas que han dejado todo para ir a servir a los desheredados de la fortuna, tanto en lejanas tierras de misión como en esos otros lugares, olvidados de todos, pero dramáticamente cercanos, y cuyo esfuerzo quizá sólo es observado por Dios.