Origen del cristianismo

¿Son auténticos los evangelios que conocemos?

Autor: Alfonso Aguiló Pastrana

Sitio Web: interrogantes.net

  

—¿Pero cómo sabemos que los evangelios merecen credibilidad sobre lo que hizo Jesucristo, y lo que dijo? ¿No tendrán razón más bien esos detractores que antes has citado?

    Los testimonios de esos detractores, aunque por su carácter desinteresado son muy valiosos para probar la existencia histórica de Jesucristo, no merecen mucha credibilidad en sus ataques al fundador de la fe cristiana, frente al ingente caudal de testimonios positivos que nos han llegado por otras vías y la indudable regeneración que su influjo supuso en el Imperio Romano.

    Un libro histórico —como son los evangelios— merece credibilidad cuando reúne tres condiciones básicas: ser auténtico, verídico e íntegro. Es decir, cuando el libro fue escrito en la época y por el autor que se le atribuye (autenticidad), el autor del libro conoció los sucesos que refiere y no quiere engañar a sus lectores (veracidad), y, por último, ha llegado hasta nosotros sin alteración sustancial (integridad).

    Y los evangelios parecen auténticos, en primer lugar, porque sólo un autor contemporáneo de Jesucristo o discípulo inmediato suyo pudo escribirlos: si se tiene en cuenta que en el año 70 Jerusalén fue destruida y la nación judía desterrada en masa, difícilmente un escritor posterior, con los medios que entonces tenían, habría podido describir bien los lugares; o simular los hebraísmos que figuran en el griego vulgar en que está redactado casi todo el Nuevo Testamento; o inventarse las descripciones que aparecen, tan ricas en detalles históricos, topográficos y culturales, que han sido confirmadas por los sucesivos hallazgos arqueológicos y los estudios sobre otros autores de aquel tiempo. Los hechos más notorios de la vida de Jesús son perfectamente comprobables mediante otras fuentes independientes de conocimiento histórico.

    Respecto a la integridad de los evangelios, nos encontramos ante una situación privilegiada, pues desde los primeros tiempos los cristianos hicieron numerosas copias en griego y en latín, para el culto litúrgico y la lectura y meditación de las escrituras.

    Gracias a ello, los testimonios documentales del Nuevo Testamento son abundantísimos: en la actualidad se conocen más de 6.000 manuscritos griegos; hay además unos 40.000 manuscritos de traducciones antiquísimas a diversas lenguas (latín, copto, armenio, etc.), que dan fe del texto griego que tuvieron a la vista los traductores; nos han llegado 1.500 leccionarios de Misas que contienen la mayor parte del texto de los evangelios distribuido en lecciones a lo largo de todo el año; y a todo ello hay que añadir las frecuentísimas citas del evangelio de escritores antiguos, que son como fragmentos de otros manuscritos anteriores perdidos para nosotros.

    Toda esta variedad y extensión de testimonios de los evangelios constituye una prueba históricamente incontrovertible. Si lo comparáramos, por ejemplo, con lo que conocemos de las grandes obras clásicas, veríamos que los manuscritos más antiguos que se conservan de esas obras son mucho más distantes de la época de su autor. Por ejemplo: Virgilio (siglo V, unos 500 años después de su redacción original), Horacio (siglo VIII, más de 900 después), Platón (siglo IX, unos 1400), Julio César (siglo X, casi 1100), y Homero (siglo XI, del orden de 1900 después).

    Sin embargo, hay papiros de los evangelios datados en fechas muy cercanas a su redacción original (hay que decir que hoy día, gracias a los avances de los estudios filológicos, se pueden datar con gran precisión): el Códice Alejandrino, unos 300 años después; el Códice Vaticano y el Sinaítico, unos 200; el papiro Chester Beatty, entre 125 y 150; el Bodmer, aproximadamente 100; y el papiro Rylands, finalmente, dista tan sólo 25 o 30 años.

    —Pero aunque los manuscritos sean muchos y muy antiguos, siempre los copistas pudieron hacer interpolaciones o deformar algunos pasajes. Supongo que no se puede asegurar que haya una certeza total sobre el texto que conocemos.

    Ten en cuenta que, habiendo tantísimas copias y de procedencia tan diversa (son decenas de miles, en varios idiomas y encontradas en lugares y fechas muy distantes), es facilísimo desenmascarar al copista que hace alguna alteración del texto, porque difiere de las demás copias que llegan por otras vías. Han aparecido, de hecho, un reducido número de falsificaciones o copias apócrifas; pero siempre se han detectado con facilidad, gracias a la prodigiosa coincidencia del resto de las versiones.

    Así se ha venido comprobando a lo largo del propio proceso histórico de descubrimiento de los diversos manuscritos: por ejemplo, en el siglo XVI se hicieron numerosas ediciones impresas basadas en profundos estudios críticos sobre copias manuscritas, algunas de las cuales se remontaban hasta el siglo VIII, que era lo más antiguo que conocían entonces; posteriormente se encontraron códices de los siglos IV y V, y concordaban sustancialmente con aquellos textos impresos; más adelante, desde el siglo XIX hasta nuestros días, se han ido encontrando cerca de cien nuevos papiros escritos entre los siglos II y IV, la mayoría procedentes de Egipto, que han resultado coincidir también de forma realmente sorprendente con las copias que se tenían.

    Teniendo en cuenta la diversísima procedencia de cada uno de esos documentos —repito que son decenas de millares—, cabe deducir que la prodigiosa coincidencia de todas las versiones que nos han llegado es un testimonio aplastante de la veneración y fidelidad con que se han conservado los evangelios a lo largo de los siglos, así como de su autenticidad e integridad indiscutibles.

El nuevo testamento es,
sin comparación con cualquier
otra obra literaria de la antigüedad,
el libro mejor y más abundantemente documentado.