El enigma de la muerte

¿No es Dios infinitamente misericordioso?

Autor: Alfonso Aguiló Pastrana

Sitios Web: interrogantes.net

 

—¿Y cómo puede Dios, siendo infinitamente misericordioso, castigar con tanto rigor a los pecadores, condenándoles a las terribles penas del infierno?

    Dios es infinitamente misericordioso, es cierto. Pero también es infinitamente justo. Y la justicia exige que las almas sean juzgadas de acuerdo con la forma en que han elegido seguir esta vida.

    Cuando alguien se condena —parece una simpleza decirlo, pero conviene recordarlo— es siempre por culpa suya: se condena porque se empeña, ocultándose detrás de múltiples excusas y justificaciones, en no tomar esa mano que Dios le tiende.

    —De todas formas, he escuchado tantos relatos curiosos de las penas del infierno que me parecen casi ridículos... ¿No es una explicación un poco infantil todo eso?

    Por fortuna, el dogma católico no tiene por qué coincidir siempre con las ocurrencias de cada orador, y quizá hayas tenido mala suerte con los que tú has escuchado. Lo que la Iglesia Católica afirma es que las almas de los que mueren en estado de pecado mortal sufrirán un castigo que no tendrá fin. Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa la autoexclusión voluntaria y definitiva del premio del Cielo.

    La consecuencia es clara: puesto que no sabemos ni el día ni la hora en que habremos de rendir cuentas, todo eso es un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación a su destino eterno.

    —Pero un castigo de duración eterna, podría no ser justo...

    Me parece que no debemos preocuparnos por eso, pues Dios siempre es y será justo. Dios no predestina a nadie a ir al infierno. No descarga sobre un hombre ese golpe fatal sin haberle puesto a la vista la vida y la muerte, sin haberle dejado la elección, sin haberle ofrecido la mano para apartarse del borde del precipicio.

    Si el hombre se esfuerza, con esfuerzo serio y eficaz, por alcanzar su salvación eterna, no ha de tener miedo a la muerte, porque Dios no está esperando un descuido para cazarle en un renuncio.

    —¿Y qué explicación das al hecho de que haya tantos que, siendo creyentes, la amenaza del infierno no les hace cambiar de vida?

    Pienso que se trata de un antiguo problema. Es algo parecido a lo que sucede a un estudiante que no termina de ponerse a estudiar porque piensa que todavía le queda mucho tiempo —imagínatelo en el calor de principios de junio— hasta que llegue el día del examen, allá a finales de mes, y se deja arrastrar por la pereza, aunque sabe bien que cada vez le costará más enderezar la situación (con la diferencia de que en el caso de la muerte se trata de un examen cuya fecha suele ser una sorpresa y además no tiene convocatoria de septiembre).

    O como el médico que conoce perfectamente las consecuencias de sus "excesos", pero todo su saber, si no cuenta con la debida fuerza de voluntad, es débil frente al instinto y no le hace abandonarlos.

    A lo largo de los siglos, ha habido muchos hombres que han llegado a sacrificar la hacienda, el honor, la salud, incluso la vida, por la satisfacción de un momento. ¿Por qué?

Quizá porque el placer
halaga el presente
y en cambio los males
están distantes,
y el hombre se hace la ilusión
de que ya logrará luego
de algún modo evitarlos.

    Y a lo mejor lo hace sin siquiera perder sus antiguas convicciones. Sólo las pone un poco a un lado.

    Quizá sea por todo esto por lo que algunos se ponen nerviosos al oír hablar de la muerte: igual que al estudiante de nuestro ejemplo cuando oye hablar de los exámenes, o el médico de las consecuencias de sus "excesos", pues en ambos casos su castigo se acerca inexorablemente.