Educación en la fe 
Viejos tópicos. ¿Que pruebe un poco de todo?

Autor: Alfonso Aguiló Pastrana

Sitio Web: interrogantes.net

 

  

—Oye, a veces pienso si no sería mejor no entrometerse tanto en estas cosas y dejarle un poco más suelto, no forzarle, contar más con él. Lo piensa mucha gente; mi cuñado, por ejemplo, ha preferido incluso que sea el mismo muchacho quien vaya viendo, y que elija si quiere o no religión, y cuál, cuando sea mayor.

En lo de no ser pesados ni pasarse de impositivos, estoy totalmente de acuerdo. Pero en lo de esperar a que sea mayor para elegir religión, no. Es un tópico muy manido y, además, un contrasentido.

—¿Contrasentido, por qué?

Has traído a tu hijo al mundo sin contar con él. Sin contar con él decidiste el idioma que hablaría, la alimentación que iba a recibir, las reglas de comportamiento que tenía que respetar en casa, el tipo de educación..., en fin, todo. Decidiste, por ejemplo, en qué colegio estudiaría, y le has hecho durante años ir a clase, quisiera él o no.

Y estás en tu derecho de hacerlo, no es que te lo reproche. Más bien, incluso es tu deber. Lo que no tendría sentido, después de todo esto, es venir con esa historia de que, en lo relativo a la religión, que se eduque él solo, y cuando tenga dieciocho años, "porque es cosa suya".

—Bien, de acuerdo. Además, yo no soy de esos padres planificadores y posesivos, pero tampoco les puedo obligar por la fuerza a rezar y a ir a Misa...

No me has entendido. Lo planteo de otra manera. Tú tienes una forma de entender la vida que te llevará a hacer un proyecto sobre la educación de tu hijo que englobe todos los aspectos, también la religión que tú sigues y que debes querer transmitirle si de verdad tienes fe (porque si no crees que tu fe es la verdadera, entonces no tienes fe).

Si educas a tu hijo comunicándole esa creencia, por ello no le privas de su libertad. Es más, le privarías de libertad si le abandonaras y le dejaras a merced de las circunstancias sin educación religiosa ninguna.

—¿Por qué?

Por ejemplo, sin consultar tu hijo, le enseñas a caminar, quiera o no quiera. ¿Por qué? Porque aprender a caminar es algo bueno, mejor que su contrario, independientemente de que más tarde quiera ejercitar o no esa habilidad, camine de una manera o de otra, vaya a un sitio o a otro, más rápido o más lento. En cambio, si no le enseñaras a caminar, su futuro estaría condicionado por ese handicap. Y a partir de determinada edad, llegaría incluso a ser una función difícilmente recuperable, y siempre más costosa y difícil que si hubiera aprendido a caminar a su debido tiempo.

Para educar en la libertad hay que optar por el aprendizaje. Porque si se opta por no enseñar a caminar, pensando que es la opción que deja mayor margen de libertad, se opta en la práctica –bajo la bandera de la libertad– por la más lamentable pérdida de libertad. Y con la religión sucede algo muy parecido.

Por eso te digo que es mejor no entrar en disquisiciones sobre lo que es obligatorio o voluntario. El chico de esta edad asume con total naturalidad toda una serie de cosas –creencias, oraciones, devociones, normas morales–, sobre las que no se plantea problema ninguno. No los plantees tú.

—¿Pero no decías antes que había que hacerle pensar? Te estás contradiciendo.

Lo decía e insisto en ello.

Conviene hacerle pensar,
pero eso es compatible
con no darle facilidades
para tomar decisiones cómodas.

Sería una ingenuidad dar facilidades al chico para abandonar su fe. Tan equivocado es intentar inculcar la religión a base de severidad, como echarla a perder por llevarle tontamente por el camino de la facilonería.

A los doce años, la fe del niño suele ser viva y sincera, y cuando se aleja de ella es casi siempre por simple comodidad. Hay que hacerle pensar, sí, pero concediéndole capacidad de decisión a medida que vayamos viendo que crece su responsabilidad.

No se puede tratar a todos de la misma manera. Si el chico no tiene aún resortes para resolver algo con sensatez, sería un perjuicio para él provocar esa elección.

Si la imposición sistemática es poco eficaz, la indiferencia o el abandono es casi peor. Unos padres sensatos harán todo lo que esté en su mano para que su hijo aprenda a administrar bien su libertad, sin que se deje esclavizar por su propia debilidad. Y a esta edad, las principales esclavitudes serán probablemente la pereza y el egoísmo.

Te pongo otro ejemplo. Su éxito académico –quizá ya lo has comprobado– dependerá mucho de que consigas hacerle pensar que ser buen estudiante es una gran cosa, descubra el atractivo del saber, y vaya adquiriendo afición por los libros. Hacerle razonar sobre eso es compatible con que sepa que a clase debe ir todos los días. Y no le preguntas cada mañana si le apetece ir al colegio o no, ni discutes sobre si es obligatorio o voluntario.

Por eso, igual que un día será ya él quien se plantee qué estudiará y qué rumbo dará a su vida, porque tendrá ya una madurez suficiente para hacerlo, también un día abandonará o continuará su práctica religiosa, pero a los diez o doce años es un error plantear disquisiciones de ese tipo.

No es difícil inculcar en el chico una recia y sincera vida espiritual que le lleve a desear libremente ser un buen cristiano y cumplir con todas sus exigencias. Si le educas bien ahora y logras que nazcan en él ideas y sentimientos adecuados, dará luego un rumbo acertado a su vida. Ese es tu papel de padre y educador.

El problema con la libertad viene cuando no se han logrado hacer nacer esos deseos, o cuando algún agente externo (un mal profesor, unas malas lecturas, una mala amistad...) está erosionando sus convicciones religiosas. Y el chico es aún demasiado joven para decidir abandonar la práctica de su fe, igual que lo sería para abandonar los estudios. Los padres deben intervenir a tiempo, y sostener su fe –como se pone un soporte a un árbol tierno que se tuerce–, porque a esta edad es aún perfectamente recuperable.

—Pero es bueno que el chico sepa que hay más cosas en la vida y no se críe demasiado resguardado, como en un invernadero..., ¿no?

Sí, pero no olvides que probablemente tu hijo tiene ya numerosas facilidades para el mal, gracias al poco recomendable ambiente que se ve obligado a respirar con frecuencia en la calle, en el colegio o a través de algunos medios de comunicación.

No caigamos en el extremo de
obsesionarnos con que sepa que
existe lo bueno y lo malo
y que luego él decida,
porque el experimento
puede salir muy mal.

No nos obsesionemos con que salgan de él todas las buenas iniciativas. Vamos a darle alguna facilidad para el bien, sin forzar en exceso, pero sin ser ingenuos.

Si el chico fuera mayor, el planteamiento sería distinto. En cualquier caso, la habilidad de los padres encontrará una solución que no demuestre desconfianza, y al mismo tiempo no suponga –como decíamos– facilitar ingenuamente al chico abandonar la práctica religiosa. A hacer el bien también se aprende, y, por tanto, hay que enseñarlo.

—Eso no es nada fácil.

Evidentemente. Lograr ese equilibrio constituye, como tantos otros aspectos de la educación, un auténtico arte que los padres deben aprender. Como decía Ruyter, un arte es simplemente hacer bien algo difícil.