Las niñas en el altar

Autor: Alberto Muller

 



“ Dejad a los niños que vengan a mi…pues de ellos es el reino de los cielos…” palabras inolvidables de Jesús recogidas por el evangelista Marcos.
Con todo el enorme respeto que nos merece el Vaticano por su lealtad carismática y por su compromiso amoroso de siglos con la doctrina salvífica de Jesucristo, debemos decir que carecen de todo sentido apostólico y humano las recomendaciones regulatorias de la Comisión para la Doctrina de la Fe que:
Prohibiría a las niñas subir al altar…
Prohibiría aplaudir a los cristianos más emotivos…
Prohibiría entonar música contemporánea o popular a los que gustan expresar sus sentimientos de fidelidad a Dios por medio del canto…
Que perdonen estos santos teólogos de la regulaciones-prohibitivas, pero sus recomendaciones <a muchos cristianos que he tenido la oportunidad de entrevistar en mi función de periodista>, les parecen excesivas - extemporáneas – arcaicas – y en el peor de los casos, violatorias del espíritu de apertura y libertad que reinó en el Concilio Vaticano II y se extendió, desde entonces, por todos los rincones de luz del universo cristiano.
San Pablo, ese apóstol inimitable de la cristiandad, insistía con pasión “que el Espíritu de Dios habita en nosotros…y por eso cada uno de nosotros éramos templos de Dios”.
Y esto es importante para entender que el templo más importante de Dios, como Creador, está en el corazón mismo de cada ser humano. Quiere esto decir que antes de la construcción física de la primera iglesia, ya cada persona humana era un templo íntimo y sagrado del espíritu de Dios.
Dentro de este marco íntimo, en donde reina con espontaneidad libre ese espíritu sagrado, los niños definitivamente son el templo más puro, más esperanzador, más místico, más enternecedor.
Cualquier limitación a que un niño se acerque al altar, ya sea de un sexo u otro, implica no entender que el espíritu de Dios ya está presente en ese cuerpo místico misterioso e inocente que Dios comparte en gozo infinito con ese niño. 
Más bien esos teológos respetables de la Comisión para la Doctrina de la Fe deberían pensar no como limitar el acercamiento de las niñas al altar, sino como encontrar la fórmula de atraerlas a que se acerquen a esa mesa sagrada de la consagración con más vehemencia y masividad.
Ese es el verdadero reto que nos legara Jesús.
El mismo San Pablo afirmaba “que Cristo nos liberó para que fuésemos libres”. Y esa libertad implica ser libres para amar…para bailar…para aplaudir…para rezar…para compartir el gozo de Dios, con virtud, pero sin restricciones discriminativas.
Por otra parte Jacques Maritain, el gran humanista y filósofo cristiano del siglo XX, define el arte como lo que produce gozo dentro de un marco de excelencia y perfección.
Y completaba su advertencia diciendo que “el moralista debe juzgar el arte en cuanto concierne a la moralidad, y no tiene el derecho de juzgarlo como obra de arte”.
Si un grupo de cristianos sienten a Dios más cerca por medio del canto durante su estancia en el templo, ningún moralista tiene el derecho de juzgar si le gusta o no ese canto, no importa que sea gregoriano o que sea una guaracha a lo Celia Cruz, pues el mismo <uno u otro> están sirviendo de vínculo artístico y amoroso para exaltar a Dios.
Lo mismo puede aplicarse al aplauso <vocablo que viene del latín “applausus”> y que es una expresión de cariño que nace con la propia naturaleza humana desde la antiguedad.
Todo lo que produzca gozo, cercanía a Dios y expresiones de cariño sano, más que regularlas, exige la obligación de estimularlas.
A estos reguladores-teólogos temerosos de la fe abierta y expresiva, hay que recordarles nuevamente la frase provocadora y de referencia salvífica maravillosa de Jesucristo: 
“ Dejad a los niños que vengan a mi…pues de ellos es el reino de los cielos”