Fiesta del Bautismo del Señor, Ciclo B

Jesús comenzó enseñándonos la humildad

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Is 42,1-4.6-7; Sal 28,1a y 2.3ac-4.3b y 9b-10; Hch 10,34-38;  Mc 1, 7-11

La segunda de las lecturas termina diciéndonos: «Porque Dios estaba en él».

 Y en el Evangelio comenzamos viendo a Jesús inclinar la cabeza ante Juan -como hemos dicho ya en otra ocasión-, Dios, el Justo, el Bueno, el que todo lo puede, inclina la cabeza ante de un hombre.

Entiendo que de alguna manera la Palabra del Señor en este día nos recuerda que la humildad es el camino para que Dios esté en nosotros. Pero la humildad vivida al estilo de Jesús. Pues, en ocasiones, la humildad que de alguna manera tratamos de asumir, es más una situación más vinculada al tiempo presente, a la forma de ser, de vivir del hombre contemporáneo que calla y otorga o calla simplemente, pero en su corazón se da una defensa de sí mismo. Su corazón no está abierto.

Jesús es el Santo, el Bueno, el Justo. Pero, a pesar de todo ello, se inclina ante un hombre sin más razón que hacer lo que el Padre le ha mandado. No entra en juego quién es más o menos importante; ni tampoco quién tiene más o menos razón. No entra en juego si es justo o no es justo, ni si es verdad o no. No entra en juego absolutamente nada. Simplemente Jesús inclina su cabeza ante Juan porque eso es lo que corresponde. Y lo hace con todo el convencimiento -diríamos- porque nace de su propio corazón. No se pone a calibrar quién es El y quién es Juan, ni la validez de un gesto exterior o de un gesto interior. Simplemente El, todo un Dios, se inclina ante solo un hombre, porque sí. Está la garantía -valga la expresión- de que Dios vive con nosotros y está con nosotros. Ese es el camino. Los demás caminos que podemos encontrar o que podemos recoger en lo dicho a lo largo de la Escritura, siempre pasan por éste y, éste, pasa por el bautismo de Juan.

Este es el comienzo de la predicación y la enseñanza de Jesús: la humildad, someternos a los demás como al Señor, reconocer en ellos –y no en su conducta- la presencia del Señor.

San Agustín, hablando de los monjes, afirma que el monje debe de obedecer siempre, en cualquier caso, porque eso es lo que Dios quiere que haga: que obedezca. El cristiano debe comenzar su itinerario siguiendo a Jesús por la vía de la humildad, porque también eso es lo que Dios quiere que haga. Sin duda, otros caminos serán más fáciles, pero no tan eficaces y seguros, podríamos decir. La humildad es el quebrantamiento ante Dios. Consiste en asumir que yo soy hombre y hago lo que Jesús me ha enseñado a hacer, porque entonces tengo la seguridad de que alcanzaré el cumplimiento de la promesa de Jesús.

Por ello consideraré a los demás –con palabras de san Pablo- como superiores a mí mismo en el conocimiento y el amor de Dios. Me consideraré siervo y servidor de los demás, no dueño y señor ni superior de nadie; seré humilde ante mi hermano y estaré sometido a mi hermano aunque él haga cosas mal, aunque se equivoque o –mejor- yo considere que se equivoca, porque lo importante no es que se equivoque, lo importante es que yo haga lo que Jesús me ha enseñado a hacer. Porque entonces Dios estará en mí.

Nos pierde nuestro afán de protagonismo, nuestro afán de independencia, nuestro deseo de destacar y dominar. Así llegó el hombre al primer pecado y, desgraciadamente, así llegamos también nosotros al nuestro. Y eso es lo nos dificulta tremendamente el seguimiento de Jesús, seguirle de verdad. Por eso el Señor y la Iglesia en este primer domingo después de la Epifanía nos ofrece el comienzo de la predicación de Jesús, que comienza en el silencio. No es El quien dice nada, El no abre la boca.

Nuestra predicación también debería comenzar con el silencio.

¿Por qué Jesús no abre la boca? Jesús no dice nada porque es el Padre el que va a hablar: «Este es mi hijo amado, mi predilecto, escuchadle».

¡Nosotros hablamos tantas veces! ¡Hablamos tanto! Y cuando no hablamos por fuera a veces hablamos por dentro. Hablamos tanto que no le dejamos lugar a Dios. Por eso comenzamos mal nuestro tiempo. Y cada día que reanudamos el mismo comienzo, volvemos a comenzar mal y a equivocarnos.

El comienzo del seguimiento de Jesús arranca en el silencio, como Jesús. En el silencio y en inclinar la cabeza ante todos. Tenga o no razón, porque no es cuestión de razones, es cuestión de hacer lo que el Señor nos ha enseñado haciéndolo él mismo para que no nos cupiera ninguna duda.

No entra en juego si tú tienes razón o si tú tienes la verdad o si tú estás convencido. Comienza practicando el silencio e inclinando la cabeza ante todos, así, Dios podrá hablar, y harás lo que Jesús te enseña. Si esa fuera la actitud ordinaria tan siquiera solo de los cristianos, el enemigo perdería la mitad de su influencia en el mundo, porque la mitad de su influencia son las discusiones,  las palabras demás, y las razones que tenemos cada uno y que nos conducen a agredir a mi hermano de alguna forma, o a ser agredidos por él, en cualquier caso: una agresión verbal.

El Señor nos dice: ¿Quieres que Dios esté en ti? Pues haz lo que Jesús te ha enseñado,  y, en concreto hoy, el día del Bautismo de Jesús, haz lo que El te enseña: Guarda silencio (interior y exterior). Para que Dios hable y para que tú puedas escuchar realmente y darte cuenta de que eres su hijo, guarda silencio. Tus excesivas palabras impiden intervenir a Dios en la conversación y tú no oyes «de sus labios» que eres su hijo. Y eso te conduce a sentirte tantas veces desdichado. Pero no es porque Dios no «hable» contigo, es porque tú hablas demasiado. Estás siendo demasiado protagonista de la historia y tienes que comenzar, hoy, haciendo lo que  te enseña Jesús.