Domingo de Ramos, Ciclo B

Necesitamos oídos de discípulos

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Is 50, 4-7; Sal 21, 8-9.17-18a.19-20. 23-24; Flp 2, 6-11; Mc 15, 1-39  

La Iglesia abre el Libro de la Vida y nos recuerda, nos relata el prodigio del amor de Dios sucedido en estos días hace ya dos mil años.

En muchas ocasiones, como antaño, sería bueno que el abuelo se sentara en la chimenea rodeado de los nietos y reviviera con ellos tantos momentos vividos en su infancia o en su juventud. El abuelo les cuenta sus odiseas, sus epopeyas y todos los acontecimientos que han marcado de alguna manera el hito de su vida, la construcción de la familia.

La Iglesia un poco como la madre que reúne a sus hijos, también se sienta junto a sus hijos, y los reúne para recordarles y revivir con ellos los momentos especiales, vividos por la Humanidad tal día como hoy, hace ya dos mil años.

Deberíamos -como Isaías- suplicar al Señor que nos dé oídos de discípulo para entender, acoger y para escuchar con actitud renovada el relato de los hechos de la Salvación. Porque, en ocasiones, escuchamos la Palabra como un relato de tiempos pasados, pero la Palabra no revive en nosotros el acontecimiento, porque nosotros no ponemos oído de discípulo para escuchar, para escuchar y para acoger. Por esta razón la Iglesia hoy nos propone esta lectura del momento cumbre de nuestra historia de Salvación; porque necesitamos palabras, y necesitamos oídos de discípulo para acoger, para escuchar y acoger y, consecuentemente, para hacer vida.

Al inicio de la Bendición de los Ramos escuchábamos el relato de la entrada de Jesús en Jerusalén, que es la puerta que  abre la Semana Grande de nuestra fe. Solamente quisiera anotar dos o tres pequeñas reflexiones, que nos ofrece el texto.

El Señor envía a los discípulos a Jerusalén. El objetivo: desatar el pollino.

Nuestra historia personal no es muy diferente. También el Señor nos ha enviado a unos discípulos que, de una u otra manera, han llegado a nuestra vida para desatar «el pollino», es decir, para desatar nuestras esclavitudes, nuestras servidumbres, para desatar nuestro corazón de todas las ataduras que hemos ido acumulando por nuestra desobediencia a Dios, por nuestra ignorancia de Dios, por nuestra separación de Dios.

En un momento determinado de nuestra vida, el Señor manda a los discípulos para liberar nuestro corazón, ante todo, de todo lo que es malo y que de alguna manera ha influido decisivamente en nuestra historia. Como la ciudad santa de Jerusalén y como aquél -iba a decir pobre, pero mejor diríamos- privilegiado pollino que estaba en Jerusalén. También a nosotros el Señor, nos ha desatado por la mano de los discípulos y nos ha atraído hacia El.

Aquel pollino, dejó de ser un asno atado, esclavizado, alguien enajenado y que simplemente vivía, pasando a ser el borrico del Señor, el portador de Jesús. También así a nosotros el Señor  nos mandó un día a los discípulos para desatarnos de nuestras esclavitudes, para que pudiéramos así ser los portadores de Dios, los portadores de Jesús, aquellos que llevan a Jesús a esa Jerusalén del mundo con el fin de que conozcan a Jesús, y que conozcan el amor de Dios.

Es difícil no sentirse privilegiado aunque  el evangelio nos compare con un pollino, pero benditos lomos que tuvieron el privilegio de portar al Señor aunque fuera a la muerte. Pero los lomos del pollino llevaron al Señor de la misma manera que nuestro corazón ha sido llamado, ha sido desatado para que podamos llevar al Señor al mundo; para que el Señor pueda llegar al corazón de nuestro mundo, de nuestro tiempo y liberar al hombre haciendo presente de una forma plena la salvación de los hombres, en esa gran manifestación pública que fue la muerte de Jesús en la cruz. Porque desde la cruz, Jesús gritaba al mundo el amor de Dios; gritaba al mundo - a los hombres- que Dios nos amaba hasta ese extremo.

Y los hombres de Jerusalén, al igual que los de nuestro mundo, llegaron a conocer esa proclamación y esa manifestación plena del amor de Dios gracias a un pollino, el pollino que portó a Jesús hasta Jerusalén.

Es verdad, Jesús podía haber llegado a Jerusalén de mil formas y maneras, evidentemente. Pero Jesús decidió hacerlo sobre un pollino a semejanza del rey David.

Y así Jesús ha decidido hacerlo sobre unos nuevos -digamos-pollinos que somos nosotros, a quienes ha elegido para ser los portadores de Dios. Porque si bien Dios puede hacerlo por sí solo, El quiere contar con nosotros en el anuncio y en la realización de la salvación de los hombres de nuestro tiempo.

Pero Jesús -como del pollino-  requiere de nosotros varias cosas. Requiere la humildad. Requiere que comprendamos que no es por nuestras obras, que no es por nuestra fuerza, que es su diestra y su brazo el que nos da la victoria -como canta el Pueblo de Israel en el Éxodo a orillas del Mar Rojo.

Nos propone la humildad del pollino, la sencillez y la humildad, caminos de vida, caminos de amor. Porque solamente la humildad y la sencillez logran hacer transparente a los hombres el amor de Dios. San Pablo nos lo remata diciendo que «Jesús se sometió incluso a la muerte y  muerte de cruz».

Y en segundo lugar el Señor resalta la obediencia del pollino que acepta ser conducido de nuevo a Jerusalén, de donde había venido, para ser portador del anuncio de la salvación.

El pollino hace lo que se le manda: se deja desatar y conducir hasta Jesús y, posteriormente, se deja conducir por Jesús y los discípulos

de nuevo a Jerusalén, al corazón de los hombres. Al lugar donde viven y donde todos los hombres acuden.

En este sentido el Señor nos propone una obediencia como la del pollino, obediencia a la Palabra de Dios, obediencia a Dios mismo, a hacer lo que el Señor dice. Como Jesús  que será «obediente hasta la muerte y muerte de cruz».

Se trata de un camino; pero también como el medio ordinario en el que el Señor –hoy- actualiza esa proclamación del amor de Dios que fue su muerte en la cruz.

Y para que ninguno pensemos que el tema entraña una gran dificultad, un gran e imposible sacrificio, una gran e imposible renuncia a lo más preciado, nos propone la sencillez y simplicidad de un pollino. Como diciéndonos: si un pollino lo hace, todos lo podemos hacer. En tiempos de Balaam (Num 22, 22), Dios se manifestó a través de la burra y manifestó su voluntad a través de aquel otro pollino. Si aquí es un pollino el que lleva a Jesús de nuevo al corazón del mundo -que es Jerusalén- para proclamar la maravilla, la grandeza del amor de Dios, el derroche del amor de Dios por los hombres, nosotros también lo podemos hacer.

Es verdad que somos tercos muchas veces; es verdad que somos muchas veces cabezas huecas, testarudos... Es verdad que muchas veces somos egoístas, cómodos. Es verdad que muchas veces somos duros de corazón; pero también es verdad que por encima y más allá de nuestra propia realidad, podemos hacer lo mismo que hizo aquel pollino: dejar que el Señor, que los discípulos del Señor desaten las cadenas que oprimen nuestros corazones y que lo hagan en el Nombre del Señor, porque han sido los enviados de Dios. No deciden ellos ir a Jerusalén. Es Jesús quien los envía. Por eso tienen la autoridad de Jesús. Porque van en el Nombre del Señor. Por eso nosotros también podemos dejar que aquél que viene en el Nombre del Señor, desate nuestras esclavitudes, desate nuestras ataduras, sane nuestras heridas... porque viene en el Nombre del Señor para que podamos de esa manera ir hasta Dios, dejar que el Señor venga a nuestro corazón y portarlo, llevarlo al corazón del mundo, para que allí de nuevo sea proclamada la gloria de Dios que -como dirá María- «se ha acordado de los pequeños, de los humildes, de los abatidos».

Que este fragmento de la vida de Jesús que hemos proclamado -como dice el Profeta- teniendo «oído de discípulo»-, nos haga capaces de entrar en esta Semana Grande de nuestra fe con capacidad para escuchar y para acoger la proclamación del misterio de amor de Dios. Y que este amor de Dios se haga presente, eficazmente en nuestras vidas.