Domingo III de Cuaresma, Ciclo B

El Señor conoce nuestro interior

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Éxodo 20,1-17;  Sal 18,8. 9.10.11; 1Corintios l- 22-25; Juan 2, 13-25  

Cuando escuchamos este fragmento del Evangelio nuestra atención se dirige fácilmente hacia «la expulsión de los vendedores». Estamos acostumbrados a quedarnos con lo acaecido, el hecho, los acontecimientos que se desarrollan en el Templo de Jerusalén. Nos llama la atención el hecho mismo de la expulsión de los vendedores con sus ganados...

Si embargo, hoy la Palabra del Señor nos detiene justo en el final del pasaje que acabamos de escuchar: «los conocía a todos [...], pues él conocía lo que hay en el hombre» (2, 24-25). El Señor sabe lo que hay en cada uno de nuestro interior.

El conocimiento de Dios, la certeza, y el creer firmemente que la Palabra de Jesús es verdad, que Dios sabe lo que hay en cada uno de nuestros corazones, debería ser para nosotros motivo de consuelo. Sin embargo, en muchas ocasiones, resulta ser motivo de vergüenza cuando en nuestro pensamiento y en nuestros corazones se acomodan «vecinos incómodos, incorrectos o inadecuados o abiertamente malos».

Pero lo que debería cautivar nuestro corazón, al tiempo que experimentar un profundo dolor –diríamos- al contemplar cómo el Señor –que conoce nuestro interior- es capaz de tener misericordia de nosotros con todo lo que se acomoda en nuestro corazón, donde se mezcla y convive lo bueno o lo malo con una gran facilidad.

Hoy, la Palabra del Señor, nos llama a reflexionar: de la misma manera que el Señor hace limpieza y echa del templo a los vendedores, nos exhorta también a nosotros, por esa presencia del Señor en nuestra vida y por el amor que esa presencia supone, nos exhorta también a hacer limpieza de nuestro corazón, porque nuestro corazón también ha sido elegido como casa de oración, como lugar donde Dios vive en nosotros.

Pero evidentemente si nosotros no nos sensibilizamos con el amor que supone que Dios conozca, conozca perfectamente nuestro interior, si nosotros no nos sensibilizamos con la misericordia de Dios que tiene para con nosotros, que perdona nuestros pecados y conoce hasta lo malo que hay en nuestro corazón... es difícil que nuestra actitud sea la misma que la de Jesús.

Porque, con facilidad, nuestro corazón se convierte en esa cueva de ladrones que dice Jesús a los mercaderes y a las gentes, porque también en nuestro corazón con frecuencia negociamos muchas cosas: las negociamos con nosotros mismos, con el Señor o con los demás. Las negociamos siempre «en beneficio personal»,  aunque lejos de ser beneficioso para nosotros, normalmente nos hace bastante daño porque ocupa el lugar que le corresponde al Señor.

Nosotros somos una casa de oración, el lugar que Dios se ha escogido para vivir y él conoce los entresijos de «este lugar» que somos cada uno de nosotros.

Si mirándonos en nuestro interior no nos condolemos de nuestras miserias, es que no estamos verdaderamente conscientes del amor y de la misericordia del Señor que supone que El -conociendo nuestro corazón- permanezca con nosotros. Y eso si es en verdad un dolor para Dios -hablando en lo humano-; porque El derrama su misericordia sobre nuestras infidelidades, El perdona nuestros pecados, El nos ama por encima de nuestros pecados y a nosotros ¡no nos duele ver con que facilidad cometemos la torpeza de pecar!

El Evangelio de hoy sí nos llama a limpiar nuestro corazón; pero también nos llama a darnos cuenta de lo que es nuestro corazón, y cómo el Señor ama y conoce nuestro corazón.

A veces parece que tratáramos de tapar el sol con la mano, y ocultar nuestras flaquezas u ocultar nuestros pecados, no solamente ante nosotros mismos sino también ante Dios. En ocasiones, justificamos tanto nuestros errores y pecados que creemos que ya no es tal pecado porque –afirmamos- «no tiene importancia». Y no se trata ya de que tenga o no importancia, se trata de que ha ocupado una parte de nosotros que corresponde al Señor. Le hemos robado un espacio al Señor en nuestro corazón. Deberíamos –en verdad- llorar tal pérdida, condolernos por haber sido tan torpes y haber dejado que el malvado ocupe un lugar en nuestro interior, quitándole el espacio a Dios.

La Palabra de Dios, hoy, es, pues, una llamada al cambio de actitud, a descubrir cuán grande es el amor de Dios que -conociéndonos tan bien- nos sigue amando y nos sigue perdonando. Y es una llamada a cambiar de actitud dirigiendo nuestros pasos hacia lo que podríamos llamar «el lugar del perdón», nunca hacia el de la justificación. Buscando a Dios cada vez que vayamos a justificarnos algo malo por pequeño que eso sea.

Nuestra opción por el amor - nuestra opción por Dios- es lo más valioso que tenemos en la vida. No podemos ceder ni un ápice, un espacio -ni tiempo ni lugar- a la maldad, aunque la tendamos a justificar pensando que ¡es tan pequeña! ¡No tiene importancia! ¡Si es una mentirijilla piadosa! como dicen algunas personas. La maldad que es ese fugaz mal pensamiento acogido, detenido aunque después dejado pasar. La maldad que es un juicio por pequeño y fugaz que sea. La maldad que es dejar espacio a una reacción inconveniente, inapropiada, inadecuada o directamente.

Pienso que a veces nuestro mayor pecado no es ya pecar sino no tener conciencia de que estamos cerrando las puertas al Señor, de que estamos traicionando su amor. Si nos diéramos verdadera cuenta de ello, nuestro corazón, por una parte, clamaría agradecido y, por otra, lloraría de dolor.

Este tercer domingo de cuaresma el Señor quiere que nos demos cuenta, que sepamos medir, que aprendamos a descubrir el gran amor y misericordia que Dios tiene con nosotros, aún cuando nosotros hacemos lo mismo que los comerciantes, y que El conoce lo que hay en nuestro corazón y sigue amándonos y teniendo misericordia de nosotros, y -como Padre misericordioso- está a la espera de que nosotros nos acerquemos a El a pedirle perdón, reconociendo nuestras culpas, sabiendo que «hemos pecado contra el cielo y contra Dios», como dice el hijo pródigo a su padre al regresar a la casa paterna. El Señor nos concede así, vivir, tomar conciencia en la vida, y apurar el cáliz de la vida, y apurarlo en el día a día, apurarlo en el día a día de la fidelidad.

Como decía el Señor a Moisés: «Sin separaros ni a derecha ni a izquierda». Porque es muy simple, en muchas ocasiones, somos tan necios, que cuando vamos por el camino y hay una florecilla un metro más allá del camino, salimos de éste para coger la florecilla. Una belleza pasajera, que se marchita, nos aparta de una Belleza que permanece eternamente.

Es tiempo de atender nuestras pequeñas cosas, porque si bien un grano es pequeño, cuando hay muchos granos juntos se llena el granero. Y el grano puede ser bueno y debemos conservarlo. O el grano puede ser malo y debemos echarlo fuera de nosotros, con la misma energía, con la misma fuerza con que Jesús echa a los mercaderes y ganados.

Sin embargo, cuando pecamos, a lo sumo lo reconocemos y nos quedamos de momento apenados, pero nada más que apenados. Porque no hemos descubierto el amor de Dios. No nos damos cuenta de que supone esa traición. No nos quedemos, pues, simplemente apenados, sino abramos los ojos de nuestro corazón de manera que descubramos lo que Dios quiere para nosotros: que descubramos el amor de Dios y agarrémonos a El con tal energía que podamos rechazar el mal con la misma fuerza, autoridad, vigor y coraje con la que lo hizo Jesús en el templo. No podemos quedarnos plantados –digamos- con la cabeza inclinada en un rincón porque hemos hecho el mal, o hemos tenido un mal sentimiento o un mal pensamiento o una mala acción o una mala omisión.

Si de verdad descubriéramos y reconociéramos el amor de Dios cuando hacemos el mal –de la forma que sea- nos llevaría de verdad a llorar por haber traicionado Amor tan grande, por infligir una pena, un dolor -hablando en lo humano- a quién todo lo ha hecho por mí.

El dolor de nuestro pecado es siempre proporcional al reconocimiento de la grandeza del amor de Dios. Por ello la Palabra de Jesús es toda una llamada para profundizar en el conocimiento del amor de Dios, para suplicarle que El derrame su amor sobre nosotros, de manera que yo sea capaz de dejarme impregnar de ese amor. Hasta que me duela. Porque, cuanto más me duele la falta, la trasgresión, soy más consciente del amor de Dios de lo que él supone y significa. Y entonces es cuando de verdad seremos dichosos y cuando de verdad viviremos alegres y felices, porque el amor de Dios y su misericordia ocuparán nuestra casa.

Con esta llamada a la contemplación del amor de Dios y de la experiencia del amor de Dios, Jesús termina el fragmento evangélico de hoy diciendo que Dios «los conocía a todos [...], pues él conocía lo que hay en el hombre» (2, 24-25).