Domingo XXXII del Tiempo Ordinario, Ciclo A

El aceite de las buenas obras

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:   

Sb 6, 12-16;   Sal 62, 2. 3-4. 5-6. 7-8;   1 Ts 4, 13-18;   Mt 25, 1-13  

Las lecturas de hoy nos sitúan en la dimensión de la Parusía, del día del regreso y encuentro final con el Señor. Hace una descripción de la actitud fundamental de búsqueda que debe regir nuestra vida para que el momento del encuentro con el Señor sea el momento de gozo, alegría y paz que el mismo Señor desea.

En la primera de las lecturas nos invita y nos llama a buscar la sabiduría, es decir, a buscar a Dios en nuestra vida. Pero buscarlo, no quedarnos pasivamente sentados en la vida esperando «no sé qué». Nos llama a buscar la sabiduría y a buscarla incansablemente. A buscar al Señor sin cesar en lo pequeño y en lo grande, en lo cotidiano y en lo extraordinario, en todas y cada una de las situaciones por las que la vida nos depara pasar. Y nos dice claramente en pocas palabras que «El que busca la sabiduría la encontrará». Y cuando el Antiguo Testamento habla de la sabiduría, evidentemente en la lectura desde el Nuevo Testamento, está hablando de Dios, de la «Palabra» -que dirá san Juan- que «estaba con Dios antes de que todo existiera», «por la que fueron hechas todas las cosas», Jesús el Señor, nuestro Dios.

Así pues, la primera llamada de la Palabra de hoy es buscar a Dios sin cesar, donde quiera que El se encuentre. Y se encuentra en la creación, se encuentra en la belleza de las cosas, se encuentra en la armonía de la vida, se encuentra en la quietud y también se encuentra en el bullicio –como comprobó Elías, que esperaba a Dios en la tempestad, pero Dios se manifestó en la brisa. En ambos extremos, en todo momento, en toda circunstancia Dios se nos hace accesible. Solo necesitamos buscarlo, salir a su encuentro.

En la segunda de las lecturas, san Pablo nos dirá que no tengamos problemas por lo que les ocurre a los difuntos. Así, esta enseñanza de la Palabra del Señor, va dirigiendo nuestra mirada hacia el objetivo de nuestra esperanza, que es el encuentro con el Señor.

Si en este mundo, si en esta vida, si en los quehaceres cotidianos o extraordinarios, buscamos a Dios, no hemos de temer «la suerte de los difuntos», no podemos tener miedo ni a la muerte ni a nada. Si hemos buscado al Señor, nos enfrentamos con la vida, nos enfrentamos, nos encontramos con ese mismo Dios que guía nuestra vida, que guía nuestra existencia y que guiará también el último momento acogiéndonos en el Reino, acogiéndonos a su lado. Porque El nos estará aguardando. El mismo Dios al que hemos buscado, el mismo Dios que se nos ha manifestado a lo largo de la vida, en el último día, saldrá a nuestro encuentro. Pero -pasando al Evangelio-, nos preguntamos ¿cómo será ese último día? ¿Qué hemos de preparar, qué hemos de llevar?

Los hombres siempre estamos con dudas y con dificultades respecto al equipaje cuando salimos de viaje, sobre lo que hemos de llevar o lo que hemos de dejar. ¿Qué tengo Señor, que llevar para ese último día, para ese eterno viaje? Y el Señor nos cuenta la parábola de las vírgenes prudentes y de las necias.

A veces hacemos mucho hincapié en las vírgenes necias, pero el Señor hace el mismo hincapié en las prudentes. ¿Qué llevaron las prudentes que no llevaran las otras vírgenes? ¿Dónde está la respuesta para que podamos preparar nuestro equipaje?

San Juan Crisóstomo -cuando comenta este fragmento- marca el acento en el aceite diciendo que el aceite son las limosnas.

Las vírgenes prudentes llevaron el aceite de las limosnas que habían hecho en su vida. Por eso no les faltó. Las vírgenes necias no habían practicado la limosna y, por tanto, no tenían aceite.

Pero si leemos estas palabras de la parábola de Jesús y las unimos con el capítulo 5 de san Mateo: «Para que viendo vuestras buenas obras den gloria a vuestro Padre que está en los cielos». Podremos concluir, en un primer momento, que el aceite son las buenas obras. Entre ellas está -como dice san Juan Crisóstomo- evidentemente la limosna, porque la limosna siempre nos lleva a dar algo que normalmente suele costar dar al hombre. Algo de sí mismo, algo de lo que posee. Y, en este tiempo donde el dinero se ha convertido en un factor importantísimo, cuesta de compartir, supone para muchos una gran renuncia.

Pero no vamos a limitarnos a entender solamente el aspecto de la limosna. Como decíamos, esa es una de las buenas obras que el Señor nos llama para ir adquiriendo el aceite de la vida. Las buenas obras por las cuales «los hombres dan gloria a nuestro Padre del cielo».

No es tampoco una obra buena sin más. Las buenas obras por las cuales los hombres descubren a Dios en los hombres, ese es el aceite de las vírgenes prudentes.

El aceite, las buenas obras que nosotros hemos realizado, que nosotros hemos vivido, de lo que hemos compartido, de lo que nosotros nos hemos ofrecido. Las buenas obras de nuestra renuncia a nosotros mismos, las buenas obras de la humildad en que hemos ido creciendo, las buenas obras de bondad, las obras de caridad, las obras de donación. Todas las obras buenas, todos los momentos en los cuales se ha visto la gloria de Dios en nuestra vida. Ese es nuestro aceite.

Pero ese aceite, no es el que podemos conseguir en el último instante, no es ya la gracia del arrepentimiento -que puede darse en un último instante, evidentemente. El Señor está hablando a los que quieren ser sus discípulos y, por tanto, haciendo una referencia directa al recorrido de la vida. Por eso, las vírgenes prudentes, fueron adquiriéndolo previamente, y en el último momento estaban provistas del aceite de las buenas obras realizadas, vividas.

Nosotros hemos de ir adquiriendo el aceite a lo largo de nuestra vida para que en el último día -esperando la llegada del Señor- nuestra lámpara esté verdaderamente encendida sin interrupción. Y esa lámpara encendida sin interrupción hasta la llegada del esposo, nos hablará también lateralmente de la necesidad de esa buena obra que es la oración constante. Estar orando, conviviendo con Dios constantemente, orando constantemente. Caminando por la vida al lado del Señor constantemente.

El está a nuestro lado, pero nuestra obra buena -valga la expresión- la obra por la cual «los hombres dan gloria a Dios», es que nosotros también estamos a su lado constantemente. La lámpara siempre encendida, la lámpara de las buenas obras.

¿Por qué las vírgenes necias no tuvieron aceite? Porque no adquirieron el aceite a lo largo de su vida. Fueron egoístas, se dejaron llevar por las pasiones, por el orgullo, por la vanidad, por todas las cosas de este mundo. En todo ello fueron invirtiendo lo que podían haber invertido en el aceite de las buenas obras.

El Señor nos da una gran participación en la labor de nuestra salvación. San Agustín decía: «Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti». Porque no te ha anulado ni está dispuesto a anularte, porque el Señor cuenta con nuestra tarea en la labor de nuestra propia salvación y de la salvación del mundo. Porque cuando alguien puede dar gloria a Dios por algo que ha visto en ti, estás contribuyendo a la salvación de los hombres. No solo a la tuya sino también a la de los demás. A la de los que te rodean o a la de los que están lejos -como Teresa del Niño Jesús.

Aprendamos la lección de la parábola que nos da hoy la Palabra del Señor. Busquemos a Dios sin cesar. Pensemos en el objeto de nuestra esperanza, en aquello que esperamos... y acumulemos en nuestra vida, vayamos adquiriendo el aceite de las buenas obras para que cuando llegue el día del Señor estemos preparados y podamos salir rápidamente a su encuentro.