Solemnidad de Todos los Santos 

El nos ha llamado a ser Santos

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Ap 7,2-4. 9-14;  Sal 23, 1-2. 3-4ab. 5-6;  1 Jn 3, 1-3;  Mt 5, 1-12ª  

La fiesta que hoy celebramos nos hace entrar en la comunión con todos aquellos que ya no están físicamente con nosotros y, por tanto, están en la gloria de Dios, en el Reino eterno. Ellos han llegado al final de un viaje y -en el final de ese viaje- han sido recibidos en la casa del Padre con gozo, alegría y paz.

Pero también es para nosotros un día de llamada fuerte a la santidad. Un día en el que se nos recuerda también que el fundamento de nuestro camino, la meta a la que aspiramos, el final de nuestro itinerario, el sentido de nuestro viaje, radica en la búsqueda y en la aspiración para alcanzar la santidad. Santidad que es sencilla y llanamente vivir siguiendo el ejemplo de vida que nos dejó el Señor, viviendo como El vivió, sintiendo como El sintió. Sin esos espiritualismos que normalmente rompen la unidad de nuestro ser, sino con esa sencilla vida humana que ha sido vida del hombre que ha sido salvado por Jesús y que tiene el convencimiento firme, la seguridad plena, de que su vida está -como titulaba Tomás Kempis  el librito suyo- en la imitación de Cristo.

Quizás antaño, hace unos años, todavía podíamos entender que hay una diferencia muy grande entre los que alcanzan la santidad y el resto de los mortales o el resto de los cristianos. Hoy ya no podemos caer en ese error de principio porque la Iglesia lleva mucho tiempo también insistiéndonos específicamente que la santidad es la aspiración del cristiano –de todo cristiano- y no algo propio de unos cuantos especiales, de unos cuantos hombres y mujeres especialmente dotados por el Señor y especialmente fortalecidos por Dios para alcanzar la gloria eterna.

Hoy podemos claramente constatar con claridad que la llamada a la santidad es el común denominador de todos los cristianos, de todos aquellos que confiamos en Jesús porque, simplemente viviendo como Jesús vivió, imitando su ejemplo de vida, todo lo que supone seguir a Jesús, ser discípulo de Cristo, alcanzaremos la meta que El mismo alcanzó. Y todo aquél que entra en la gloria de Dios, todo aquél que se agrega al número del reino de los cielos es porque ha alcanzado la santidad, es decir, la meta a la que fue llamado.

Por eso es menester que hoy glorifiquemos a Dios por todos aquellos que lo han glorificado con su vida, por todos aquellos que han sido y son para nosotros testimonio de que es posible seguir a Jesús, vivir como Jesús vivió, y es posible «tener los mismos sentimientos de Cristo, los mismos sentimientos de Cristo» (Flp 2,5) que no es una utopía inalcanzable o algo que aliena al hombre como algunos pretenden, sino lejos de todo eso, es precisamente la llamada a la santidad, la llamada a la vida, a la felicidad, a la paz, l al amor... Y cuando alguien vive esto de verdad, desde lo más profundo de su ser, es que está en el camino de la santidad. No consiste en hacer nada especial, consiste en ser como Jesús.

Y en estos años la Iglesia nos insiste, y Juan Pablo II ha insistido mucho, de manera sencilla, elevando a la gloria de los altares a muchos, santos y beatos, para que nos demos cuenta -los que seguimos todavía en este mundo - de que la gracia de Dios, el don de Dios, el reino eterno, es una meta alcanzable y es nuestra meta, nuestro final del viaje.

Por eso debemos glorificar a Dios por aquellos que nos han precedido. Debemos glorificar a Dios por el testimonio que ellos nos han dejado. Pero también debemos glorificar a Dios porque El nos ha llamado a ser santos como santo es Dios. Porque El lo hace posible en nosotros, porque aún lo que es imposible para el hombre es posible para Dios.

Lo nuestro será seguir a Jesús, ser discípulo suyo, vivir como discípulo suyo, tener corazón de discípulo e ir eliminando todo aquello que obstaculice nuestro camino, y apartando de nuestra vida todo aquello que suponga una piedra de tropiezo. Ir fortaleciendo nuestro caminar. Ir acercándonos cada vez a los sacramentos con mayor entrega, con mayor disponibilidad y uniendo nuestro corazón en un diálogo intenso y constante con Dios, para que así nada se entrometa en nuestro camino y ningún obstáculo pueda vencernos o impedirnos continuar hacia delante. Santa Teresa decía claramente y con contundencia: «Solo Dios basta». Y es verdad. Y eso lo comprueban y nos lo testimonian también hoy los santos.

En medio, pues, de una cultura en la que se quieren marginar muchas cosas, hoy surge la fiesta que celebramos –como faro que ilumina el camino del navegante- para decirnos: Dios y la vida, Dios y la santidad no pueden quedar al margen de nuestra vida.

Nuestra aspiración a la santidad no es una utopía. Nuestra aspiración a ser santos no es más que la respuesta a una llamada. Y nuestra coherencia en creer y vivir aquello a lo que hemos sido llamados, está a nuestro alcance. Porque Dios nunca nos manda donde su brazo no nos puede sostener. Y el Señor nunca nos hubiera dicho, sed santos, si no pudiéramos serlo. Y cuando faltan nuestras fuerzas comienza la gracia de Dios.

Por ello alegrémonos con Dios, glorifiquemos el Santo Nombre de Dios que hace posible lo imposible y que «de estas piedras -que son nuestros corazones- Dios puede sacar hijos de Abraham»

(Lc 3, 8).