Nuestra Señora del Pilar

Mujer Eucarística

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:   

1Cro 15, 3-4. 15-16; 16, 1-2;  Sal 26, 1. 3. 4. 5;   Lc 11, 27-28  

De manera particular a lo largo de este año sobre la Eucaristía y recientemente en la Asamblea General del Sínodo que se está celebrando en Roma, resuena la figura de María llamándola de manera especial, -como también comenzara  Juan Pablo II a llamarla- «Mujer Eucarística».

En cierta manera es verdad que María es ante todo la mujer eucarística, la mujer que se hizo uno con la Persona de Jesús y supo guardar y conservar en sí misma esa presencia indeleble de Jesús, de tal manera que Ella nos enseña de manera eficaz la unidad que debe haber entre Eucaristía, nuestra vida y nuestra persona.

Hay un icono que refleja de manera peculiar esta realidad de María Eucarística y es el icono de la «Virgen Orante», en pie y las manos alzadas y abiertas con la palma hacia arriba llevando en el centro de su pecho el «clipeum» donde está Jesús bendiciendo.

Ahí se encierra lo que de alguna manera supone la Eucaristía en la vida del cristiano: una alabanza constante a Dios y la mirada fija en El. Y por consiguiente, una alabanza constante a ese Dios que se contempla. A ese Dios que se contempla aunque no solo en la Eucaristía, sí especialmente en la Eucaristía, porque se guarda en el corazón el tiempo que dista -valga la comparación- de un encuentro a otro. La mirada fija en el Señor porque es la manera de perseverar en el camino de Dios y la manera de participar en la gloria del Padre. Solamente aquello que se contempla intensamente, llega a ser -valga la expresión- atisbado con claridad. Solamente desde una contemplación estrecha de Dios, desde una mirada fija siempre en El, podremos conocer de verdad la vida, el amor y la paz. Solamente en esa mirada fija en Dios, seremos capaces de atisbar lo que significa esto y la presencia misma del Reino de Dios en medio de los hombres. Solamente esa mirada fija en Dios, esa contemplación constante del Señor, nos llevará a conocer y vivir el amor de Dios.

Pero esa mirada fija en Dios está acompañada de esa actitud orante de las manos alzadas con las palmas de las manos hacia arriba. Porque no es posible contemplar a Dios sin proclamar sus alabanzas. Si no proclamamos sus alabanzas es que tenemos la mirada puesta en otra parte.

La Madre del Señor nos enseña que la mirada, la contemplación de Dios, lleva necesariamente a proclamar las alabanzas de Dios y a mantenerse unida a El. No es que tengamos que hacer grandes cosas, ni que tengamos que hacer grandes acciones. No depende ni de las acciones ni de las cosas. De la misma manera que el niño en el seno de la madre vive de la vida de la madre, de la misma manera -repito- el que contempla a Dios sin cesar, proclama sin cesar, las alabanzas de Dios.

Es algo que define y muestra a la Madre de Dios especialmente como esa mujer eucarística, porque la Eucaristía es la acción de gracias, la proclamación de las alabanzas divinas por el Sacrificio redentor de Jesús.

Pero también la Madre de Dios se nos muestra como mujer eucarística partiendo de la referencia de este icono de la Virgen Orante. En él contemplamos también la actitud que refleja: la Madre de Dios está de pie porque siempre está a la espera del Esposo que llega. Porque Dios llega al hombre en cada instante y Dios puede llegar al hombre en cada hombre que se acerca. La Madre de Dios siempre está también de pie, como está la Trinidad con los tres bastones en la mano. Y como se observa, particularmente al Hijo (el ángel en el centro), que está como dispuesto a levantarse inmediatamente.

La Madre del Señor como mujer eucarística siempre está en pie dispuesta a la espera, disponible. En Dios encuentra el sufrimiento y el padecimiento de los hombres. Y quien contempla a Dios sin cesar está siempre dispuesto a remediar, a salir, a hacer lo indecible, lo que Dios quiera, para cambiar los sufrimientos y el padecimiento de los hombres en alegría, gozo y paz en el Espíritu Santo.

La posición de pie de la Madre de Dios con una rodilla un poco doblada -se puede observar por el pliegue de la túnica- nos muestra esa misma actitud del Hijo en el seno del Padre cuando estaba -valga la expresión- aguardando el tiempo oportuno en que El fuera enviado al mundo para llevar a cabo la redención de los hombres.

La Madre del Señor lleva el «clipeum» en el centro de su pecho, donde se representa a Jesús bendiciendo. Es el reflejo claro de la actitud fundamental de la Madre de Dios cara a los hombres. Por una parte guardar todo lo que Jesús dijo e hizo en su corazón -como dice san Lucas- y ahí guardarlo para contemplarlo, para descubrirlo, para saborearlo, para paladearlo. Porque gracias a la muerte y resurrección de Jesús, alcanzó la salvación de los hombres. Y eso es importante también para la Madre de Dios. Sus hijos los hombres tienen el camino abierto hacia la salvación por Jesús. Por eso cuando asiste a las Bodas de Cana, dice a los criados: «Haced lo que El os diga». Y Jesús ahí en la Eucaristía y ahí en el icono de la Madre de Dios se nos muestra bendiciendo, cumpliendo en un solo acto, en un solo momento, en un solo lugar -valga la comparación- las especies del pan y del vino, la confianza de toda la historia y de todo el hombre. Todo se hace nuevo en Cristo Jesús, y todo se hace nuevo en la Eucaristía para nosotros. Y Jesús aparece en el icono bendiciendo porque precisamente El viene a salvar lo que estaba perdido, viene a buscar a los enfermos. Y de la misma manera que reunido con los niños los bendecía, de la misma manera, Jesús, aparece bendiciéndonos que es la mayor y más clara manera de invitarnos a participar en su reino.

La Eucaristía y la Madre de Dios se hacen vida para nosotros. Se hace centro y culmen, fuente de toda nuestra vida. Ya en ella se nos muestra con claridad el alcance de la Eucaristía en la vida de Cristo. No solamente la Eucaristía compartida en la celebración eucarística, sino la Eucaristía contemplada, y sobre todo la Eucaristía conducida en el corazón a lo largo de nuestra vida.

En estos día los Obispos, en el sínodo, se preguntan muchas veces sobre el por qué de la desconexión entre vida y Eucaristía, o, lo que es lo mismo, por qué la participación de la Eucaristía no produce los frutos que está llamada a producir. Con ello nos invitan a nosotros, no a «rizar el rizo» de los cuestionamientos sino a aprender, a dejarnos empapar de tal manera del Cristo que se nos da en la Eucaristía, del Dios que se nos ofrece como comida y bebida, que esa Eucaristía y ese Dios impregnen cada uno de los instantes de nuestro caminar diario. Solamente así se integra la única vida que el  cristiano puede vivir, la de hombre redimido y salvado por Cristo. Se constata hoy en la Iglesia, como en otros momentos de su historia, la falta de participación del Sacramento de la penitencia y de la Eucaristía, y constatan también los Obispos la separación entre la fe y la vida. Nos proponen el testimonio de los santos. Nos proponen el testimonio de los que nos han precedido, de una manera especial la Madre de Dios.

Entremos en la contemplación. Ella nos enseñará, nos conducirá a vivir, a entender, a dimensionar lo definitivo, lo importante, lo esencial que la Eucaristía es para nuestra vida cotidiana.

Contemplemos a la Madre de Dios y supliquémosle que Ella nos conduzca al encuentro con el Señor en la Eucaristía y en cada instante de nuestra vida. Que nos enseñe a llevarlo en el pecho, en el corazón. Que nos enseñe a contemplarlo día y noche. Que nos enseñe a proclamar, día y noche, sus alabanzas. Que nos enseñe a estar siempre disponibles. Con una pierna ya dispuesta para comenzar el camino -como se ponen con una pierna dispuesta los corredores para emprender su carrera-.

Supliquémosle a la Madre de Dios hoy -en la fiesta que celebramos- para que nos enseñe a ser hombres y mujeres que viviendo la presencia de Dios, contemplando a Dios, podamos reconocernos en la Eucaristía. Y el Señor pueda reconocerse en nosotros también a través de la Eucaristía.