Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Los invitados al Banquete

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:   

Is 25, 6-10a;   Sal 22, 1-6;   Flp 4, 12-14. 19 20;  Mt 22, 1-14  

El Señor llamó a los invitados al banquete de bodas.

A veces ubicamos el entendimiento y la comprensión de este pasaje del Evangelio, solamente referido al Reino de los cielos. Pero hay una referencia, más directa para nosotros hoy, que nos dejará Jesús antes de partir hacia la casa del Padre.

El banquete a que estamos invitados, el banquete en el que se establece el Reino de los cielos sobre la tierra es la Eucaristía.

El Señor llama, en la parábola, llama, en dos ocasiones a los invitados. A los hombres nos llama también en varias ocasiones, en muchas ocasiones.

Sea una o dos, en la parábola, no es especialmente significativo de un número, sino de ese deseo de Dios de que todos los hombres participen en el banquete del Reino de los cielos y en el preludio de ese banquete que es la Eucaristía.

Por tercera vez invita pero ya no a los mismos convidados. Porque estos no quisieron ir: Unos simplemente se justificaron, otros dieron razones vanas y otros agredieron a los enviados.

Con ello el Señor nos explica y nos advierte también de las múltiples maneras y formas que nosotros mismos podemos responder al llamamiento de Dios, mostrándonos que ninguna de ellas corresponde propiamente al verdadero discípulo del Señor.

No podemos obligarnos al banquete del Reino de los cielos. No podemos participar del banquete del Reino de los cielos como si fuera un encuentro más. No podemos participar del banquete del Reino de los cielos porque hay que ir a Misa el domingo.

Las distintas razones y los distintos rechazos de los invitados al banquete, evocan también las diferentes actitudes con que podemos enfrentar la celebración de la Eucaristía. El Señor no manifiesta que ninguna de ellas corresponde al deseo del corazón de Dios ni a la disposición adecuada para quien ha sido invitado. La actitud que nos propone es la de los invitados que se encuentran en los cruces de camino: Ellos están dispuestos, disponibles y abiertos.

En ningún momento habla el Señor del traje de boda que pudieran llevar los llamados de entre los caminos. Solamente hace mención de aquél que no lo llevó. Porque el traje que debe cubrir nuestra vida es la actitud de nuestro corazón: Actitud abierta al don de Dios a su acción, a la escucha de Dios y a recibir aquello que gratuitamente se nos ofrece y se nos da.  

El Señor nos ofrece en este pasaje y en el contexto eclesial que estamos viviendo -ya finalizando el Año de la Eucaristía- nos ofrece una recepción sencilla y una invitación nueva a participar de la Eucaristía con un espíritu nuevo. Con un corazón nuevo. No con las viejas actitudes, sean o no sean positivas, buenas o malas, sino simplemente porque son viejas. Porque son las anteriores a esta llamada del Señor.

Una llamada del Señor a vivir la Eucaristía como don de Dios que se entrega, como don de Dios que se reparte, como don de Dios que se comparte. Sobre todo teniendo en cuenta que es Dios mismo quien se reparte, quien se comparte y es el hombre el que celebra ese don y ese reparto y ese compartir de Dios.

Hemos sido llamados a celebrar ese don de Dios. Hemos sido llamados a participar de El. ¡Vengamos pues, día tras día, con un corazón bien dispuesto, para que la Eucaristía produzca en nosotros los frutos que está llamada a producir! Para que la Eucaristía ilumine nuestra vida y nuestro camino. Para que la Eucaristía -como mano de alfarero con la arcilla- dé forma a nuestro corazón y a nuestro interior. Para que la Eucaristía como don de Dios venido de lo Alto, como sacrificio redentor de Jesús, purifique también nuestros pecados, purifique nuestro corazón. En una palabra, para que la Eucaristía sea hoy eficaz en nuestras vidas como nosotros mismos necesitamos que lo sea. Como Dios quiere que lo sea. Como el mundo necesita que lo sea. Dios se nos da. El Señor se nos da. Se nos ofrece. Se nos regala.

La Eucaristía sea cada día ese encuentro personal con el Señor. En las especies del pan y del vino se nos hace visible y tangible para que nunca nos sintamos solos y experimentemos en lo profundo de nosotros ese amor de Dios que transforma la vida. Para que nuestro corazón aprenda así a descansar en Dios -parafraseando el Salmo- «como un niño en brazos de su madre».

La Eucaristía es el sacramento de la Vida. ¡Gocémonos de la vida

y dispongámonos a que el sacramento de la Vida engendre vida en nosotros y una Vida cada día nueva!