Domingo XXVI del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Vivir abiertos a los demás

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Ez 18, 25-28;  Sal 24, 4bc-5. 6-7. 8-9;   Flp 2, 1-11;   Mt 21, 28-32  

La lectura de la carta a los Filipenses desmonta, normalmente, muchos de los esquemas que utilizamos ordinariamente en la vida y que utiliza también nuestro tiempo.

«Él, sin tener a gala ser Dios, se hizo uno de nosotros siendo obediente hasta la muerte y muerte de cruz».

Jesús se anonadó a Sí mismo para hacerse uno con los hombres en la tierra.

Es -diríamos- la renuncia que de alguna manera se hace necesaria para poder vivir hoy en nuestro tiempo y en todos los tiempos. Renunciar a lo que creemos que es lo más definitivo e importante, renunciar a lo que nos creemos que somos, renunciar a aquello que nos sitúa siempre detrás de unas líneas defensivas llevándonos a vivir defendiéndonos de la vida, del mundo, de los hombres y casi, casi, hasta de Dios. Estamos tan seguros en lo que estamos, que difícilmente nadie puede llegar a decirnos algo diferente.

Jesús rompió su individualidad -valga la expresión- rompió su Ser -diríamos- no le preocupó renunciar a lo que tenía, para hacerse uno de nosotros, con tal de conducirnos a todos a la casa del Padre.

A nosotros nos pasan cosas distintas. A los hombres de nuestro tiempo nos cuesta más renunciar a lo propio. Nos cuesta más pensar que quizás no tengamos razón, porque aunque la tengamos, lo verdaderamente humano es romper nuestra individualidad para abrirnos y ofrecernos a los que nos rodean. Mucho más -si hablamos en cristiano- la conducta de Jesús, el hacer de Jesús se convierte en nuestro hacer, simplemente porque así lo hacía, así vivió y así lo hizo Jesús. Para nosotros renunciar a nosotros mismos a favor de los que nos rodean, debería ser ordinario, debería ser ya casi natural. Y eso hasta el punto de no estar pendientes de nosotros mismos, ni de nuestros deseos, opiniones, pareceres, criterios y planteamientos. En lugar de buscar nuestra propia satisfacción, nuestra vida debe estar enfocada hacia vivir buscando cómo hacer que los demás tengan una vida más dichosa y feliz.

Jesús no tuvo problema en renunciar a ser Dios -decía san Pablo-. Nosotros tenemos a veces muchos problemas en renunciar a lo que pensamos, a lo que nosotros somos y nos apetece, a lo que nosotros deseamos.

El se anonadó a Sí mismo, se hizo pequeño. Y nosotros, difícilmente, en este tiempo nuestro, difícilmente el hombre se hace pequeño. Todos se creen demasiado grandes. Todos se creen demasiado importantes. O todos nos creemos demasiado importantes. Tenemos claro que el Señor nos ama pero -valga la expresión- muchas veces endiosamos ese parecer y casi nos sentimos mejor por saberlo que por serlo, que por el amor mismo de Dios que es derramado sobre nuestros corazones día tras día.

Jesús renunció a ese Ser. Jesús renunció a ser como Dios y se anonadó. Nosotros -siguiendo los parámetros de Jesús- también necesitamos inclinar nuestra cabeza, anonadarnos ante Dios y ante los hombres. Porque está claro que Jesús no solo se anonadó ante Dios. No solo se hizo pequeño ante Dios. Se hizo pequeño también ante los hombres. Inclinó la cabeza ante san Juan, en el Bautismo en el Jordán. Y en la cruz, al final, inclinó definitivamente la cabeza.

Y nosotros generalmente, el hombre de nuestro tiempo, vive o vivimos demasiado convencidos, demasiados satisfechos de nosotros mismos, de nuestros logros, de nuestros alcances, de nuestras actitudes. Y a veces también demasiado seguros del vacío de uno mismo, de que no sirve para nada, de que no es capaz de nada. Hasta el punto de -en cierta manera- vivir a expensas de los demás.

Y «Jesús se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz». También esa actitud está también bastante distante de los hombres de nuestro tiempo. Normalmente el hombre contemporáneo no es demasiado obediente. Cuando se manda algo en alguna coyuntura, lo primero se discute, lo segundo se pregunta por qué, y lo tercero normalmente se dice: no lo hago.

Como dice el evangelio, en algunos casos uno se arrepiente y al final lo hace. Y en otros casos uno dice que lo hace pero no obedece.

Y eso nos ocurre a todo nivel. Nos ocurre también con la Palabra del Señor, evidentemente. La conocemos pero no la vivimos. Sabemos lo que hemos de hacer pero con la cosa de que somos débiles y frágiles hacemos como muchas veces hacen los niños: cuando están empeñados en hacer una cosa determinada, si los miran no la hacen, y si no los miran y -esperan a que no los miren- para hacerla. También a nosotros nos pasa un poco lo mismo. Queremos hacer lo que queremos y no somos fáciles en dar nuestro brazo a torcer. Buscamos mil razones. Cuando la razón no es más que una: Hacer lo que Dios dice. Porque eso es lo bueno, lo mejor, lo que me es dado. Y sobre todo nos es difícil, al hombre de nuestro tiempo, ser obediente hasta la cruz. Ser obediente hasta dar la vida. Uno la da -también lo dice el evangelio- por alguien a quien quiere. Pero ¿dar la vida por alguien a quien quizás no se conoce, o dar la vida por alguien de quien quizás tienes una mala opinión, o dar la vida por alguien que quizás me ha hecho daño antes? Por eso no hay nadie que dé la vida -dice el evangelio-. Y nosotros estamos también dentro de ese mundo nuestro del que esta característica brota.

Y nos damos cuenta pues cómo san Pablo nos pone de nuevo de modelo a Jesús, no solo para que lo reconozcamos como al Hijo de Dios Salvador de los hombres, sino para que nos demos cuenta de que nuestro camino es seguir las huellas de Cristo, desde lo más pequeño hasta lo más grande. Desde lo menos a lo más importante. Por eso la Palabra concluirá con el evangelio de los dos hijos: el que dice que no y al final lo hace y el que dice que sí y al final no lo hace. Porque en esos dos ejemplos se va a plantear la vida del hombre de nuestro tiempo.

Somos difíciles para aceptar una indicación. Somos difíciles para aceptar algo que no esté dentro de nuestros propios y personales cánones. Somos difíciles para que alguien nos lleve la contraria. Y frente a esas situaciones el Señor nos plantea dos casos. En primer lugar el caso del hijo que, a pesar de todo, en el fondo de su corazón quiere ser razonable, y, aunque dice de momento, ¡No!, después va y lo hace. Porque tiene un corazón limpio, un corazón bien dispuesto (como dice san Pedro) y, cuando conoce sus propias debilidades, las acepta y se dispone a hacer lo que se le dice, sabiendo que así va a caminar mejor, va a ser más feliz y va a hacer más felices a los demás.

El segundo hijo es el que vive para sí mismo. No tiene ningún problema. Dice que sí porque no le importa decir ni sí ni no. El va a la suya, no hace caso de nadie. Dice lo necesario para que le dejen en paz y hace lo que quiere. También ese muchas veces es el proceder de muchos hombres: Ir a la suya sin tener en cuenta a Dios y sin tener en cuenta a los hombres. Ir a la suya buscando lo que cree que es su propio beneficio -aunque normalmente no suele serlo. Pero vive encumbrado, endiosado, encerrado en sí mismo. Vive para sí mismo, y ¡qué difícil le resulta vivir con los demás cuando él no es el centro de la vida de los demás! Por eso el Señor concluye y nos llama a vivir abiertos a los demás, a vivir abiertos a Dios. A tener claro quién es Dios en nuestra vida y a vivir abiertos a Dios porque ahí está nuestra vida, y en ello encontraremos la dicha, el gozo, la paz y sobre todo, aprenderemos a compartirla, a repartirla entre los que nos rodean. Porque si algún campesino, algún labrador tiene un par de hectáreas de tierra y la siembra de un solo producto y lo guarda para él, normalmente, apenas habrá comenzado a consumir una parte de la producción, la otra se le habrá estropeado.

Quien tiene dos anegadas de manzanos y recoge las manzanas y las guarda para sí, al final ve cómo se van pudriendo todas las manzanas porque él solo no puede asumir el consumo de esas manzanas. Así ocurre con la vida. Cuando uno acapara la vida para sí mismo, la vida se destruye. Cuando uno acapara la vida para compartirla, para repartirla entre los que le rodean, la vida se multiplica. Porque ya no solo es la mía la que perdura, es la de los demás.

Y con este final, el Señor nos muestra que estamos hechos para vivir juntos, para vivir con los demás, para compartir la vida y para hacer de nosotros también un regalo, un don de Dios para todos.