Retiro de Pentecostés (13-mayo-2005)

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

«Desde el momento en que se entrega, María se convirtió en Madre de los hombres» (Juan Pablo II).
Es algo que debemos tener como referente de nuestra vida, porque con facilidad -en nuestro tiempo- hay una desconexión entre la vida y la realidad a la que aspiramos.
Para nosotros ese misterio de la Maternidad nos une en una relación peculiar con Jesús.
La Iglesia reconoce en María la Medianera Universal de todas las Gracias, la reconoce como Corredentora, con una participación en los padecimientos de Cristo en la cruz. 
En todo momento María aparece en esa función de Madre que trata de reconciliar a los hijos. No solamente a los hijos entre sí (los hombres), sino a éstos con el Hijo Unigénito de Dios. Por esta seguridad, pues, nuestra debilidad y nuestra flaqueza nos debe conducir a descubrir en la Madre de Dios, precisamente, esa labor de intercesión que nace y se desarrolla -como dice el Santo Padre- fundamentalmente en la oración. La Madre de Dios llama sobre todo a una vida de oración, de comunión con Dios, de convivencia con Dios, de intimidad con Dios.
En las apariciones que la Madre de Dios ha tenido en Medjugorje, una de las cosas que decía es que los hombres han olvidado que «por la oración Dios puede cambiar hasta las leyes normales de la Naturaleza».
Por eso ahí es donde está la clave de esa Madre que trata de reconciliar a los hijos entre sí y a los hombres con el Hijo Único de Dios. Por ello Ella ha recibido esa misión de estar ahí donde está 
-diríamos- para llevarnos, para conducirnos a Dios, para conducirnos al Hijo. Tal como ocurrió en las Bodas de Caná, cuando María, habiéndose percatado del desastre social que podía ocurrir por haber faltado vino en la Boda, se dirige a los mayordomos para que vayan a Jesús. De esa manera también la Madre de Dios llega a nosotros para que vayamos al Hijo. Y viene a nosotros para decirnos lo mismo que a los mayordomos: «Haced lo que El os diga». Es, pues, Madre de los hombres.

El hombre es confiado y entregado a María. Ya a los pies de la cruz, cuando Jesús dice a María: «Madre, ahí tienes a tu hijo», Dios pone al hombre bajo el cuidado de la Madre. Y ¿quién mejor que Aquella a la que El mismo había elegido como Madre de su Hijo?
Con ello, una vez más, los hombres son elevados a la categoría de Jesús, semejantes en todo a Dios como semejante era Jesús en todo al hombre (menos en el pecado).
Por ello, los diferentes lugares donde la Madre de Dios se manifiesta y que reconocemos como Santuario, reproducen –de alguna manera- la cima del Calvario donde el hombre es entregado de nuevo a su Madre, y –también de nuevo- escucha las palabras de la Madre de Dios diciéndole: «Haced lo que El os diga» y, de esa manera, nos conduce a Jesús. 

Pero, en cierta manera todo lugar es un santuario porque en él el Espíritu Santo está siempre presente, transformándolo todo como en la creación ( Gn 1,1). Por ello, Santuario es, también, el hombre porque Dios vive en el corazón de cada hombre. Cada hogar es, pues, también un santuario, porque es el lugar donde la Madre del Señor llega al corazón del hombre. Dice el Papa Juan Pablo II que –en esos santuarios- el hombre se siente confiado y entregado a María, le abre su corazón y le habla de todo recibiéndola en su casa, es decir, en todos sus problemas, por difíciles que sean.

La verdad es que nos cuesta relativamente poco compartir unos con otros nuestras vicisitudes cotidianas. Sin embargo -en muchas ocasiones-, somos difíciles para compartir cotidianamente con Dios, o con la Madre de Dios nuestras pequeñas cosas de cada día, por que –nos decimos- no vamos a molestar a Dios con esas tonterías, cuando tiene tantas cosas importantes que atender. Y cuando en ocasiones llegamos a compartirlas son siempre ya situaciones más o menos dramáticas. Nosotros «pensamos como hombres -¡definitivamente!- no como Dios»


El discípulo la llevó a su casa. La expresión utilizada por el evangelista tiene una significación absolutamente real: Juan llevó a su casa a la Madre de Jesús. Es pues, ya mismo, el hecho de llevarla a su casa, lo que debe mover nuestra reflexión y nuestras actitudes. No podemos vivir al margen, o como si la Madre de Jesús no existiera. La invitación de Jesús desde la cruz es toda una llamada a que la Madre del Señor –digamos- «se haga cargo de las necesidades vitales de nuestra propia vida».
Pensamos que, cuando Juan se llevó a María a su casa, le confió todo cuanto había en ella y, sobre todo, el cuidado de todo, incluido él mismo, Pues bien, sabiendo que Dios estaba en su casa, le confió el cuidado de su casa a la Madre de Dios, para poder, de esta manera, establecer una relación más personal, más íntima, más cordial, más amorosa con la Madre de Dios, a la que nos invita a poner en sus manos nuestra casa y a confiar en Ella. 
Porque, como dice la Escritura referido a Judit –figura de María- «Jamás tu confianza faltará en el corazón de los hombres que recordarán el poder de Dios eternamente». Así, podemos entender tanto ‘Jamás los hombres olvidarán la confianza que Tú has tenido en Dios’, como ‘jamás los hombres olvidarán esa confianza que Tú –Madre- les das, para poner su vida en las manos del Señor, para confiar eternamente en el poder de Dios’. 
Siempre hablamos de confianza, siempre hablamos de amor, siempre hablamos de cuidado, y es curioso que toda la relación de la Madre de Dios con la Iglesia naciente de entonces y con la Iglesia presente hoy, ha girado en los mismos términos. 

«A la luz del misterio de la maternidad espiritual de María, tratemos de comprender el extraordinario mensaje [dado por la Madre de Dios en Fátima] que comenzó a resonar en el mundo: “Convertíos y creed el Evangelio”» 

Las palabras de la Madre son siempre las mismas: «Convertíos, renovad vuestras actitudes, cambiad vuestra forma de pensar, cambiad vuestra manera de ver la vida. Vedla no como hombre, sino vedla desde Dios, desde el amor, con los ojos que Dios las ve. Muy distinto es la realidad, de lo que vemos. Y la realidad, la verdad, la verdad la encontramos en Dios. Y es esa Verdad la que hemos de aplicar a nuestra historia, no la verdad que vemos. La verdad que hay en la vida de alguien que duerme, no se ve con los ojos. Solamente Dios me la puede hacer descubrir. Por eso el misterio de la maternidad espiritual de la Madre. Ese: «Creed en Dios, creed el Evangelio, convertíos y creed el Evangelio», es como la luz que va a iluminar siempre nuestra vida, que debe de iluminar siempre nuestra vida. 
Cuando vas a un gran salón, a una gran sala, ves en las paredes las luces de emergencia que te permiten moverte aún en la oscuridad. Y en ese sentido el testimonio de María y las palabras de María en esos distintos momentos en que hace una llamada a la atención del hombre, son como esas luces de emergencia que la Madre enciende para que, aún en la oscuridad del mundo, podamos seguir los caminos de Jesús. No se va a hacer la luz, no, el mundo está en oscuridad. La Madre cuida, de esas pequeñas luces para mostrarnos el camino en medio de esa oscuridad en la que el hombre vive.
Es la maternidad de María que se hace presente en ese cuidado, en ese advertir e indicar, y sobre todo en ese silencio. 
Es curioso la Iglesia ha reconocido dos intervenciones especiales de la Madre de Dios en menos de cien años: Fátima y Lourdes. Pero son dos pequeñas luces que llaman la atención del hombre, justo en aquello en lo que el hombre ha perdido su estrella polar. El hombre necesitaba de nuevo ese toque de atención: «Convertíos, orad, haced penitencia, ayunad», como en Fátima. Todas estas palabras de la Madre del Señor son -y vuelvo a repetir la comparación- son esas advertencias que la madre le hace al hijo o a la hija porque va a salir de casa, va a irse con los amigos de acampada, o con las amigas y la madre llama la atención sobre el equipaje del hijo para que no le falte nada. Y desde esa actitud -diríamos- la presencia y la persona de la Madre de Dios está actuando en nuestra vida y en especial en este tiempo en que quiere también recordarnos aquel bagaje, aquellas cosas que necesitamos llevar en el equipaje para el camino de la vida.

A mí me encantaría que muchas madres aprendieran a ser madres contemplando a la Madre de Dios, porque lo más valioso de una madre es el silencio, que esté calladita, que deje hacer a Dios. Y que hable a Dios de los hijos. Durante todo ese periodo la Madre del Señor ha estado como estuvo en los años en los que acompañó a Jesús en este mundo, en su vida con los hombres, en silencio. 
Ahora bien, una madre interviene cuando es el momento oportuno y para decir justo lo que hay que decir. ¡Cuántas madres hablan mucho más de la cuenta y pierden toda autoridad con sus hijos porque ya, la canción ya les suena a los hijos! 
La Madre del Señor nos enseña a no perder el tiempo 
-digamos- . Lo importante es hablar a Dios de los hombres. Y la Madre del Señor vela, como veló por los novios en las Bodas de Cana. Vela como veló por san Juan cuando la acogió en su casa. Vela como veló por los discípulos, en silencio, en el Cenáculo, en el aposento alto, el día de Pentecostés. «Allí estaba también con ellos, María, la Madre de Jesús». Pero no dice nada. 
Hoy hablamos mucho, demasiado. Todos tenemos mucho que enseñar. Todos sabemos todo. La Madre del Señor nos llama al silencio interiorizante, nos llama a la oración. María está en silencio, no solo porque está callada. Está en silencio porque está -diríamos- intercediendo ante Dios en favor de los hombres. Y cuando nosotros hablamos no intercedemos ante Dios por los hombres, ni por nosotros mismos que somos los que más lo necesitamos.
Es el misterio de la Maternidad de la Madre de Dios, esa maternidad espiritual, se entiende que es la fuente del amor cuando uno descubre el silencio de María, la capacidad de silencio que tenía la Madre de Dios. Para poder hablar a Dios de los hombres constantemente. Para, con su presencia, estar intercediendo siempre en favor nuestro. Y solamente cuando interviene, interviene para decirnos algo muy importante. 

Juan Pablo II, en la homilía pronunciada en Fátima el 13 de mayo del 82, se lamentaba de que muchos cristianos también se han apartado del mensaje, de las palabras que la Madre de Dios dijo en Fátima en el año 17. Después de todos estos años, no podemos sino afirmarlo de nuevo, quizás, porque estamos ocupados en muchas cosas. Tenemos mucho que decir, mucho que hablar, mucho que hacer. Y la Madre del Señor nos propone un cambio fundamental de actitud frente a Dios y a la vida.
Muy importante tiene que ser la advertencia, el recordatorio, el recuerdo que nos hace para haberse manifestado dos veces en menos de cien años. Dos ocasiones cuya sobrenaturalidad ha sido reconocida por la Iglesia. Muy serio tiene que ser lo que ha dicho para que una Madre, intervenga, llame la atención de los hombres. Porque no es que la Madre de Dios haya aparecido en Fátima y haya hablado. La cuestión es: la Madre de Dios ha buscado llamar la atención de los hombres para decirles, -tanto en Fátima como en Lourdes- para decirles que deben rezar, que deben de orar más, que deben pedir perdón por sus pecados, que deben cambiar las actitudes de vida (aunque todo esté muy bien para nosotros), pero parece que no está tan bien, que podemos mejorar, que aún no somos santos, que si nos muriéramos no nos pasaría lo que a Juan Pablo II, que a los cuarenta y dos días la Iglesia abre su proceso de beatificación. A ninguno de nosotros nos pasaría eso. ¿Por qué? Pues porque aún hay muchas cosas que debemos de cambiar. Hay muchas actitudes que debemos de ajustar. Hay mucha paciencia que debemos de tener. Hay mucha prudencia que hemos de tener. Y así podríamos decir muchas cosas en las que necesitamos necesitamos crecer.

Analizas las apariciones de Menjugorje y vuelven a decir lo mismo. «Reconciliaos con Dios, convertíos». Es lo mismo. «Orad, orad, orad». «Haced penitencia». Nosotros escuchamos haced penitencia y nos suena a la expresión penitente medieval. Haced penitencia no es porque tengamos que convertirnos en flagelantes como en la Edad Media cuando iban de un pueblo a otro o de una ciudad a otra flagelándose por las calles para pedir perdón por sus muchos pecados. No. Haced penitencia quiere decir cambiad de actitud. Enderezad nuestros hábitos. Enderezar nuestros hábitos, como si fueran árboles, y ponerles una guía fuerte para que no corramos el riesgo de que el viento tumbe nuestro árbol (nuestra vida) o lo parta. Porque somos frágiles, somos vulnerables. Y el árbol, cuando hace viento, tiene muchos riesgos. Pero, como nosotros somos vulnerables, la Madre nos advierte: Cuidado, no creas que eres maravilloso. No creas que ya has llegado al final. Aún te queda por andar. Persevera. Pule tus actitudes. Pule tu vida interior, tus costumbres, tus pensamientos, tus deseos. Y -como dice Jesús en la parábola de la viña- corta lo que pueda estar seco para que rebroten con más fuerza. Eso es hacer penitencia.
El ayuno no es una práctica de mortificación para fastidiarme. El ayuno es un medio del que puedo disponer y dispongo porque quiero prepararme para la carrera, para el entrenamiento de la vida eterna. Quiero llegar a ese dominio de mí para que no dejarme llevar por las pasiones y para no perder la paz cuando algo no es como a mí me gustaría o como pienso que debería de ser. 
Todo esto es enderezar el árbol, asegurarlo para que ningún viento lo tumbe, para que no corra riesgo de romperse ninguna rama. Si nosotros cuando nacemos, quizás nos hubieran puesto esa guía que condujera recto nuestro árbol –nuestra vida-, a lo mejor hoy no necesitaríamos tantos apoyos. Pero hoy necesitamos una guía fuert, porque así, aunque el viento sea fuerte, el árbol no se tumbará. 
Eso es lo que dice la Madre de Dios en Fátima, en Lourdes, en Menjugorje y en todos los lugares: «Haced penitencia, haced ayunos», afirmar el árbol, mira a ver si tienes algo que limpiar, porque a veces la experiencia nos enseña mucho. Si nosotros ponemos bien la guía para que el árbol crezca recto y no se desvíe, si vamos recortando las ramas bajas del árbol, el árbol crecerá muy alto, y si nosotros lo atamos bien a una guía fuerte... el árbol envejecerá fuerte. Por eso la Madre del Señor en sus intervenciones, vuelve a hacernos las mismas indicaciones, porque todavía queda mucho por hacer.
Es una llamada a la oración, a la conversión, y a la consideración de mis situaciones y actitudes. Lo bueno y lo malo. Lo bueno para profundizarlo, lo malo para eliminarlo. Y que entonces lo bueno crezca más, hasta que lo malo desaparezca.

«Creed el Evangelio», dice también el texto de Marcos, mientras que el texto citado de Judit hablaba de la confianza.
A fin de cuentas, ¿no es una urgencia nuestra, también, afirmar, reafirmar nuestra fe, nuestra confianza y nuestro abandono en las manos de Dios? A veces ¿no buscamos muchas, demasiadas seguridades? Seguridades de cualquier tipo. A veces son cosas que no son ni malas ni buenas pero que nos esclavizan y que no acabamos de creer que necesitamos liberarnos de ellas. Y nos aferramos a ellas, y buscamos seguridades en las cosas y casi siempre seguridades materiales. Y llegamos a convencernos de que la seguridad es necesaria en el mundo en el que vivimos.
Y la Madre del Señor nos recuerda: «Creed en el Evangelio». Creed que es verdad lo que Dios os dice. Creed que es cierto, que es la Verdad, que no es una opinión. Que lo que dice el Evangelio no es una opinión, como puede ser la opinión de una persona. La verdad es la verdad. La Verdad es Dios. Y lo que está diciéndonos además es que tengamos una actitud de creer, una actitud de confianza. 
No olvidemos que -como decía san Juan Crisóstomo respecto a san Pablo- san Pablo no escribió para los monjes. El evangelio no está escrito para monjes sino para cristianos.
Nos falta fe. Esa fe viva y confiada que nos permita vivir libres, que nos permita recuperar la libertad. Fe en todos los ámbitos de nuestra vida. Fe en la salud como en la enfermedad, en las alegrías como en las penas, en las alegrías y en las tristezas, en la abundancia y en la escasez. Fe en todos los momentos.
Tú ten fe, cree en el Evangelio, ten una actitud de confianza, para no tener que interpretar o reinterpretar cada vez que las condiciones nefastas de la vida del hombre, los hechos problemáticos, las situaciones difíciles aparezcan en tu vida. Cambia tu actitud para no tener que reinterpretar cada vez. Y para eso necesitamos criterio, ascesis, entrenamiento, ayuno, lo mismo. Necesitamos reconducir nuestra vida por el camino del crecimiento espiritual. Simplemente una reflexión del por qué todo esto.