Retiro de Pentecostés (1) (14-mayo-2005)

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

«El último día de la fiesta, el más solemne, Jesús puesto en pie, gritó: El que tenga sed que venga a Mí y beba. El que crea en mí, como dice la Escritura: de su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en El» (Jn 7, 37-39).

Nunca el Señor pone menos condiciones y nunca el hombre ha podido recibir una oferta tan ventajosa. 
A lo largo y lo ancho de la tierra los hombres hacen las mil y una ofestas, sólo Jesús ha ofrecido y ofrece gratuitamente.
«El que tenga sed y quiera beber que venga a Mí y que beba». 
A veces a los ojos de los hombres se nos presentan muchas situaciones que, fácilmente, calibramos como renuncias. El Señor, sin embargo, solamente dice: «El que tenga sed, que venga y beba».
Lo que ocurre, en verdad, es que para poder llegar donde está Jesús necesitamos soltar las piedras pesadas que llevamos sobre nuestras espaldas. Esas -a veces- piedras pesadas que ahogan u oprimen nuestros pulmones impidiéndonos respirar hondo. Esas piedras pesadas que nos impiden correr y nos impiden volar. 
En muchas ocasiones, pensando en la obra de Dios en nuestras vidas, en la vida y desarrollo propio del hombre, recuerdo un catedrático de antropología que nos explicaba cómo se había dado la evolución del hombre, y nos explicaba cómo muchos de los movimientos y de las articulaciones del cuerpo humano, habían surgido en tan distintos momentos de la evolución de la humanidad, a tenor de las distintas necesidades que tenía el hombre. Y así, explicaba cómo los movimientos de los brazos y la aparición en el brazo del codo, por ejemplo, apareció en el hombre cuando tuvo que buscar resolver ciertas necesidades, como por ejemplo, cuando tuvo necesidad de acceder a los frutos de los árboles tuvo que levantar los brazos y, poco a poco, los fue articulando. Era un ejemplo que ponía muy simple para explicarlo.
En cualquier caso, necesitamos aprender. Y cuando nosotros nos ponemos a vivir, el cuerpo, el espíritu se desarrolla y lo que parecía imposible se hace posible.
Jesús dice: “ven, ven, ven y bebe”. Isaías añadirá: «El que tenga sed que venga y beba pan y leche de balde», de balde. Cuando Jesús hace la misma llamada de atención, no hace falta recordarlo, ya se da por supuesto que es de balde. Está en un momento concreto de su de vida pública en el que ya hay mucha doctrina enseñada, que casi todo está explicado. 
El se da cuenta de que los hombres tienen «sed», El se da cuenta de los hombres tienen «necesidad de beber». Y El se da cuenta de que todo lo que ha predicado no ha caído en saco roto y que muchos de los que oyen, aunque no entienden, comienzan a experimentar la necesidad de algo diferente en su vida. Al igual que ellos, también nosotros necesitamos algo diferente en nuestras vidas, algo diferente hoy, para nuestra vida de hoy. 
Nuestra vida cambia, evoluciona. Nuestras necesidades no son las mismas y el Señor nos las descubre y, como ve que tenemos sed, nos dice: Tenéis sed «el que tenga sed que venga y beba», después añade «de su seno correrán ríos de agua viva». Lo decía referido al Espíritu que iba a mandar sobre sus discípulos, porque el Espíritu del Señor es el que lleva a cabo su obra, el que termina la obra de Dios en nosotros, llevándola a cabo hasta el final. Lo que nosotros necesitamos Dios nos lo da por su Espíritu. La modificación que necesitamos en nuestra estructura, el Señor nos la concede por el Espíritu. De cómo el Espíritu opera o actúa, lo podemos constatar no sólo en los Hechos de los Apóstoles, o en las profecías del Antiguo Testamento, sino también lo encontramos con una claridad meridiana en la Anunciación. María buscaba al Señor, tenía «sed de Dios, del Dios vivo» (Sal 42, 3), y el Señor salió a su encuentro. El mundo también tiene sed –al igual que cada hombre- pero todavía no se han dado cuenta de que el remedio es beber. 
Se dan cuenta de que algo les pasa, pero no saben qué les pasa. Hay muchos hombres que buscan algo y no saben qué buscan. Pero buscan a Dios, aunque no sean conscientes de lo que buscan, no sepan lo que buscan. No lo saben porque no conocen, y no saben de la oportunidad. Pasaba ya en tiempos de Jesús y pasa en nosotros hoy. Ya Jesús decía: «el que tenga sed que venga y que beba». Y derramó su Espíritu en la Madre de Dios. Para que el mundo pudiera beber. Para que los hombres pudieran saciar su sed. Y ahí, Dios comenzó, dio inicio a esa larga cadena que lleva a calmar nuestra propia sed, veintiún siglos después.
Ahí comenzó la obra del Espíritu, porque el mundo tenía sed y no sabía cómo saciarla. Tenían la ley de Moisés, pero no habían descubierto que la Ley les daba la vida, saciaba su sed, y la habían convertido en unos ritos y en unas leyes sin espíritu. 
El Espíritu fue el que puso –primero- y devolvió –después- el alma al mundo. En el inicio de su trayectoria el Espíritu fecundó el seno de María para que pudiera nacer el Salvador. Después, tras su resurrección, Jesús envió su Espíritu que «os llevará a la edad completa» y terminará lo que yo he comenzado, y os enseñará lo que yo no he tenido tiempo todavía de enseñar. Pero primero necesitamos saber que tenemos sed. Necesitamos darnos cuenta que esa sed que tenemos, solo Dios la puede saciar. Y que cuando Jesús dice: «que venga y que beba», necesitamos reconocer que nos lo está diciendo a nosotros, a cada uno de nosotros. Y que es verdad que esa sed cuesta mucho de sobrellevar muchas veces. Nos hace falta darnos cuenta que eso que nos ocurre es que tenemos sed y que eso que nos ocurre se salva yendo a beber: «que venga y beba».
El Señor primero nos dice: «que venga». Es decir, que salga de sus enredos, de sus historias, de sus flaquezas, que no esté en lo que está, que salga, que venga, que se desplace de donde él está a donde yo estoy.
Bueno, evidentemente el primer paso es que se de cuenta que tiene sed. Muchas veces necesitamos descubrir que no nos sentimos bien, que nuestra vida es más hermosa de lo que estoy viviendo. Que la oportunidad de vivir es más grande de lo que estoy viviendo, que puedo aspirar a más. Para ello, el segundo paso es reconocer que tengo sed y que nadie ni nada de mi entorno me lo puede saciar; pero debo aceptar que tiene que haber alguien que me la puede saciar. Tercero que ese alguien puede ser Jesús, ¿por qué no? El dice que es El. Y ¿por qué no puede ser El? Si El lo ha dicho y El dice la verdad. Cuarto: voy a buscarlo.
Y resulta que, al llegar a ese momento, te das cuenta que quieres y no puedes. Algo así como lo que le pasó a María Egipciaca: Quería entrar en la iglesia de El Santo Sepulcro y algo le impedía cruzar el umbral de la puerta, pero no sabía qué era. Quería entrar y todo el mundo entraba menos ella. Y entonces, recordad, miró el icono de la Madre de Dios que estaba frente a ella -dentro de El Santo Sepulcro- y le dijo: «haré lo que tú digas. Si es verdad que esa cruz es de Jesús y El es el Hijo de Dios, haré lo que Tú digas pero déjame entrar». María también había dicho en las Bodas de Caná: «Haced lo que el os diga». 
María Egipciaca no conocía la Biblia ni a Jesús, pero en ese instante entró en la iglesia.
A veces queremos hacer el camino pero, sin embargo, las piedras nos bloquean. Pero no sabemos qué es lo que nos bloquea. Tenemos el llamamiento a ser santos y felices, a vivir como hijo de Dios realmente; pero no puedes hacerlo. Lo intentas y fallas o ni tan siquiera comienzas. Das un tirón y las piedras ¡te pesan tanto! Y miras hacia atrás, y no ves nada. Pero hay algo que no te deja avanzar, que te lleva siempre al mismo sitio. Y es que no hay que mirar hacia atrás; porque detrás no hay nada. Donde suelen estar las piedras es en nuestro propio corazón. Nuestro carácter, es una de las piedras más pesadas que tenemos. Nuestra forma de expresar, de ser. Las mayores piedras son nuestras, no las hemos recibido de nadie. Pero pertenecen a esa parte de la estatua que todavía no está tallada, pues el escultor –en nuestro ejemplo- comienza la estatua por arriba y va descubriendo la belleza de la estatua a medida que la va tallando, a medida que va bajando. Si el escultor se quedara con la belleza alcanzada en el rostro, ya no seguiría tallando. 
En nosotros hay mucho por tallar todavía. Si contemplas La Piedad de Miguel Angel y ves la cara de la Virgen y dices: ¡es maravillosa! pero si no la hubiera terminado, La Piedad no estaría donde está. Hay que seguir tallando, hay que seguir esculpiendo nuestras piedras, nuestro carácter, nuestro temperamento, nuestra manera de pensar, nuestra manera de actuar, nuestras, a veces, tiranías y despotismos, nuestras exigencias y reivindicaciones. Todo eso que configura el hombre interior. Hemos de eliminar esos deseos que nos esclavizan y que nos impiden alcanzar las verdaderas aspiraciones y el fin verdadero de nuestra vida. Quizá pueda ser un pañuelo, un reloj... lo más triste del caso –quizás- es que ninguna cosa merece tanta atención. Pero sin embargo... 
Tengo que darme cuenta de que a mi estatua aún le falta mucho por tallar, y eso es lo que me dificulta el camino, eso es lo que no me deja hacer eso que dice Jesús: «que venga».
Y cuando te dicen: ¡sé santo!, ¡mejor santo que bueno! La primera respuesta que te surge es: «lo intentaré». Evidentemente o no puede hacer más que intentarlo, pero cada intento es un fracaso. Porque ¡hay tanto por tallar! Por eso muchos mueren en el intento y se mueren intentándolo una y otra vez, pero no pueden porque no están edificando las cosas bien. Hacen todo el esfuerzo de empujar para adelante, para ir donde Jesús está. Pero el esfuerzo tiene estar dirigido a tallar la piedra (nuestro ser interior). Cuando eso haces, podrás llevar a cabo esta palabra de Jesús: «que venga». Entonces sabrás existencialmente -valga la expresión- que lo que necesitas es el Espíritu de Dios, y que es el Espíritu de Dios quien te lo puede satisfacer.
Por eso san Serafín de Sarov decía: «El objetivo de la vida cristiana es estar lleno del Espíritu Santo». No te asegura ninguna vida fácil, ni ninguno de los conceptos que para nuestro tiempo son importantes. Pero sin embargo sí te asegura que no tendrás más sed. Eso solamente El te lo asegura: que nunca más tendrás sed. «Quien venga a mí beberá, verá correr ríos de agua viva». «Es necesario nacer de nuevo -le dirá a Nicodemo- nacer del espíritu»: «Venid y bebed». Y parafraseando el texto de Isaías: «Pan y leche de balde». 
Nosotros todo lo mercantilizamos pero el Señor no, nos lo ofrece «de balde». Porque lo que tú necesitas, por mucho que trabajes no lo vas a alcanzar. Tú puedes esculpir lo que falta de tu estatua, pero lo que tú buscas lo tiene Dios para ti. Aplícate a lo tuyo -diríamos- para que tu trabajo no sea en balde, para que tu cansancio no sea en balde (cfr. Sal 127). Pero lo que tú necesitas lo encontrarás en Jesús. El es el único que te ha prometido: beber de balde, saciar tu necesidad. 
Y si piensas que no eres bueno, que eres malo, al llegar a beber, te darás cuenta de que a pesar de ello, Dios también sacia tu sed. Porque Dios sacia tu sed de todas maneras. De balde. Es menester que vayas, que vengas -por utilizar el verbo que utiliza Jesús- que vengas ¡y bebas!
Es decir, es también una elección por parte nuestra. Dios no nos anula. El Señor nos ofrece la vida para que nosotros la vivamos. El sacia nuestra necesidad para que vivamos llenos del Espíritu Santo. Que alcancemos el objetivo de la vida cristiana: el Espíritu Santo, para que vivamos llenos del Espíritu Santo, y cuidemos, y vigilemos y amemos.
Digámosle al Señor que abra los ojos de nuestro corazón para darnos cuenta así, fuertemente, imponentemente de que El puede saciar nuestra sed. Que El puede cambiar nuestra realidad. Darnos cuenta de que El quiere cambiar nuestra realidad.