Domingo XVII de Tiempo Ordinario, Ciclo A

Un corazón dócil

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

1R 3, 5. 7-12; Sal 118, 57 y 72. 76-77. 127-128. 129-130; Rm 8, 28-30; Mt 13, 44-52

«El tesoro escondido», «la perla preciosa», «el baúl donde se guarda lo viejo y lo nuevo»... En cualquier caso algo por lo que realmente vale la pena dar la vida. Y no solamente vale la pena dar la vida, sino por supuesto, vale la pena dejar todo lo que uno lleva entre manos. Dejar nuestras seguridades, dejar nuestros proyectos, dejar todo, todo, con tal de ganar la vida.
«Un corazón dócil» -decía Salomón- un corazón dócil para ganar la vida, «para escuchar y gobernar». Nosotros no somos reyes de Israel pero cada uno, en cierta manera, es el rey de su propia vida. Y también cada uno de nosotros se nos plantea muchas veces el mismo planteamiento de Dios: «¿Qué quieres?» Y hacemos también a Dios el mismo planteamiento que hacía Salomón. 
Pero Salomón hoy nos enseña y nos recuerda que lo más importante es decirle al Señor que nos dé un corazón dócil. Un corazón dócil para dar la vida, sin miedo, sin temor, con seguridad. Un corazón dócil para darnos cuenta y descubrir que el Reino vale más que toda nuestra vida, que: «un día en tus atrios vale más que mil fuera de ellos» -dice uno de los Salmos.
Para ello, Salomón le pide al Señor un corazón dócil. No le pide seguridades, ni riquezas... sino un corazón dócil, porque el corazón dócil es el que nos llevará al Reino de Dios, nos llevará a entender que el Reino de Dios es un tesoro, que la vida cristiana es un tesoro, que ser cristiano de verdad es un tesoro. Nos llevará a entender que lo demás, realmente, no vale la pena. Y nos llevará a entender que no podemos, ni debemos, ni tenemos que andar mezclando unas cosas con otras, viendo a ver cómo nos salimos, de alguna manera, con la nuestra. 
Porque muchas veces, con todo el buen corazón del mundo, nos queremos «salir con la nuestra» porque no descubrimos qué es lo que Dios nos está planteando. No acabamos de entenderlo, porque estamos muy centrados en nosotros mismos, muy cerrados en nuestra vida.
San Agustín decía que “«a ciudad terrena se alcanza cuando uno vive encerrado en sí mismo, y la ciudad celeste se alcanza cuando uno vive olvidado de sí», centrado en Dios hasta el olvido de sí mismo. 
Salomón lo tenía claro, lo entendió. Y el Señor nos insiste hoy con la parábola del tesoro y de la perla escondida. Sí nosotros necesitamos vivir pendientes de Dios hasta el olvido de nosotros mismos. Pero un olvido real, auténtico, sin temor, sin incertidumbres, sin dudas. Sabiendo que la vida del cristiano -humanamente hablando- es la vida más voluble, más variable que existe, la más insegura . Porque vives en las manos del Señor, vives olvidado en sus manos y no más. No puedes andar garantizándote ni el presente ni el futuro. Porque si tu corazón se va hacia otros objetivos, tu corazón te va a traicionar.
Por eso el Señor nos dice: No pongáis rivales en vuestra vida. No tengáis nada que rivalice con vosotros mismos y con Dios; porque sólo Dios es Aquel por quien vale la pena dar la vida. Y cuando se da la vida por los demás es porque Dios vive en ellos y vale la pena darla también por los demás porque son de la familia de Dios y son hombres. Son hombres necesitados, como también nosotros somos hombres necesitados, pero que hemos tenido el privilegio y la fortuna de poder escuchar y atender la Palabra del Señor. La Palabra que conduce contra toda esperanza -como dice san Pablo de Abraham-, en la medida en que nosotros supliquemos del Señor un corazón dócil. Un corazón dócil que no ande disperso con muchos intereses. Un corazón dócil que dé la vida por aquello que ansía alcanzar y sobre todo por Aquél que lo ha amado primero. Un corazón dócil que -como decía Salomón- sepa escuchar a Dios y sepa gobernar la propia existencia según lo escuchado de Dios. 
La Palabra del Señor nos conduce a no dejarnos enredar -como dice Pablo- «por vanas filosofías que lo que buscan es confundir» (Col 2). Y buscar en el centro de la Palabra de Dios y en el centro de los Sacramentos y en el corazón de la Iglesia, buscar la Palabra de Dios. La fe. Ese escuchar a Dios a tiempo y a destiempo para saber lo que tengo que hacer, -como dice el Salmo- 4«como está escrito en tu libro para hacer tu voluntad».
Pero «Yo que a duras penas entiendo lo que pasa a mi alrededor ¿cómo podría conocer tu voluntad si Tú no me dieras tu Espíritu Santo?» (Sb 9)
El Señor -digamos- ya no sabe cómo llamar nuestra atención para que movamos el centro de nuestra vida. Porque si el péndulo está en el centro, no se moverá, estará exacto. Necesitamos poner nuestra vida en su centro para que no seamos «llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce engañosamente al error» (Ef 4, 14). La Palabra del Señor es sencilla, un corazón dócil para amarle y vivir con El. Escucharle y hacer lo que dice el Señor. Sin más. Así se reduce la ley y los profetas. Así se reduce la Palabra del Señor. 
Pero lo que no se puede hacer son mezclas. Por eso el Señor nos habla del «tesoro por el cual, el mercader va, vende todo lo que tiene para quedarse solo con el tesoro». Porque está claro que todo lo demás no le sirve. Y cuando uno ve el tesoro descubre que todo lo demás no le sirve. Que los planteamientos humanos no le sirven. Que las consolaciones humanas no consuelan. Que las afirmaciones meramente materiales no afirman nada. Deja todo lo que tiene para quedarse solo con el tesoro. Porque en el tesoro tiene la vida.
Y por eso Salomón, para poder hacer eso, pedía al Señor un corazón dócil, para escuchar y gobernar.
Pues bien, pidámosle también nosotros hoy al Señor un corazón dócil para poder escuchar y gobernar nuestra vida a la luz de este evangelio que nos invita y reafirma una vez más, con toda la autoridad de Dios, que vale la pena dejarlo todo a cambio de tener sólo el tesoro que Dios nos ofrece.
Solamente entonces entenderemos la vida nueva de la que habla la Escritura. Ese «nuevo cielo y esa nueva tierra» de que habla el Apocalipsis (21, 1). 
Solamente entonces entenderemos lo que significa tener un corazón de carne y el espíritu nuevo (Ez 36, 26 ss). Solamente entonces entenderemos lo que significa «vivir en Cristo». Solamente entenderemos entonces que Dios merece, vale la pena ser creído. Y solamente entonces -como Pablo- podremos decir con veracidad y con todo el corazón: «Yo sé muy bien de quien me he fiado».
Pidámosle pues, digámosle al Señor que nos dé un corazón dócil para escuchar y gobernar.