Domingo XIV de Tiempo Ordinario, Ciclo A

Dos palabras deben estar siempre en tus labios: perdón y gracias

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Za 9, 9-10; Sal 144,1-2. 8-9.10-11.13cd-14; Rm 8, 9.11-13; Mt 11, 25-30;

«Gracias Padre, porque has revelado estas cosas a los sencillos».
San Pablo nos recordará que por todas las cosas hemos de dar gracias a Dios. Y comienza Jesús el evangelio de hoy recordándonos también la necesidad de dar gracias a Dios por todo cuanto ocurre en nuestra vida.
También a sabiduría popular dice: «Es de bien nacidos ser agradecidos». 
San Pablo añade en otro lugar que Dios saca bueno de todas las cosas que nos ocurren, que «todo es para el bien de aquellos que aman a Dios». Y el bien del amor se mezcla una vez más y se transforma en esa acción de gracias que debe ocupar toda nuestra vida. Acción de gracias por la certeza del amor de Dios y acción de gracias por cada instante que en el caminar de nuestra vida Dios interviene de una u otra manera, lo veamos o no. 

Acción de gracias a Dios porque El está presente, aunque nuestra mente esté en oscuridad o nuestro corazón esté frío. Pero por todas las cosas y por esa presencia suya hemos de dar siempre gracias a Dios. 
No podemos comerciar con la acción de gracias como comercia un mercader. Pero sí podemos ser agradecidos porque en ello va nuestra vida. Eso es lo que nos identifica más plenamente, nos une, nos vincula más plenamente a ese Dios que es amor y que en la gratuidad se nos regala para que nosotros podamos unirnos a El. «Amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, uniéndote a El», decía Moisés al pueblo de Israel.
La acción de gracias nos une a Dios, y abre nuestro corazón al amor haciéndonos entender mejor las cosas de Dios. Por eso repetimos de nuevo: «Dos palabras deben estar siempre en tus labios. Perdón y gracias». Perdón, porque más allá de nuestras buenas intenciones, erramos muchas veces. De la misma manera que el bien también muchas veces se nos escapa de las manos. 
Pero junto al perdón que es el que todo lo sana y hace efectiva, día tras día la Redención en nosotros, abriéndonos la puerta de la salvación día tras día... la acción de gracias nos une a Dios y de esa manera cruzamos el umbral de esa puerta para vivir como santos y amados, para vivir como salvados en Cristo, para poder alcanzar la gracia de la salvación.
Jesús nos insiste en esa acción de gracias al Padre cuando dice: «Gracias porque has revelado esas cosas a los sencillos». Y es porque nuestro corazón y nuestra mente, solamente en la sencillez, en la simplicidad, podrán entender el mensaje de la Palabra, del amor, y solamente así podrán entender cómo Dios es tan misericordioso que se apiada del pobre y del indigente -como dice el Salmo- . 
Apiadándose por tanto de mí y de cada uno de nosotros. Solamente desde la sencillez, desde la simplicidad, puede entenderse de alguna manera ese lenguaje de amor que Dios dirige al hombre y con el que Dios se entiende con el hombre. 
Y también solamente desde la sencillez y desde la eternidad, así como desde la simplicidad, se puede entender todo lo que supone ese amor de Dios en el fiel cumplimiento de su voluntad, y cómo el hombre en ese deseo de amar a Dios entiende la necesidad de esa obediencia a Dios, que marque toda su vida. 
Obediencia a Dios que tiene que ser también una obediencia a los hombres, porque, - parafraseando el texto de san Juan- «nadie puede amar a Dios a quien no ve, si no ama al hermano a quien ve». Sería, pues, difícil que pueda obedecer a Dios, si no obedece al hermano a quien ve.
San Basilio instruía a sus monjes diciéndoles que los hermanos nos hacen capaces de poder cumplir el Evangelio. Si no tuviéramos hermanos no podríamos vivir el Evangelio. Porque todas las cosas -dice Jesús- todo lo que el Señor nos enseña vivir y todo lo que nos ofrece para vivir, siempre pasa a través de los hermanos. A través de ellos me viene el enlace de Dios. A través de ellos llega también mi amor a Dios. El hermano es un camino de ida y vuelta. Nadie puede vivir aislado de los hermanos con el subterfugio de que así se afirma más en Dios -salvo que sea llamado por el Señor a la vida eremítica-. Pero en la celda del ermitaño toda la Iglesia se hace presente, «miríadas y miríadas» -dice san Simeón el Nuevo Teólogo-, por lo que él tampoco vive sin los hermanos.

Y Jesús añadirá: «Venid a Mí los que estáis cansados y agobiados». Porque la convivencia con el mundo. Ese estar «en el mundo sin ser del mundo» a veces nos cuesta, nos domina, y a veces nos cansa. Llegados a este punto, con facilidad el hombre tiende a huir –desgraciadamente- de aquello que le supone un esfuerzo. Y es evidente que la convivencia con los hombres siempre supone un esfuerzo: vencerse a sí mismo. 
Aunque en ocasiones le echamos la carga al otro por cualquier causa nacida de la propia convivencia, hemos de reconocer humildemente que –verdaderamente- soy yo mismo quien, a causa de mi flaqueza y mi debilidad, se cansan y se agobian. Y, por otra parte, mi propio deseo de no hacer el esfuerzo de vencerme aumenta en mí ese cansancio o ese agobio que la vida genera por sí sola cuando yo no la vivo adecuadamente. 
Por eso el Señor consciente de nuestras necesidades no nos dice que nos apartemos de los hermanos, sino que nos apartemos del mundo, que cambiemos nuestro corazón: «Venid, que Yo os aliviaré». 

Yendo un poco más allá, cuando rezamos el Padrenuestro decimos: «Y no nos dejes caer en la tentación». No decimos que nos quite la tentación. El Señor no nos enseñó a huir de nuestras flaquezas, a huir de nuestros momentos de superación. No nos enseñó a huir de los momentos de dificultad, sino a vencerla. 
Y esto mismo nos lo repite de mil modos y maneras, como cuando dice: «El reino de los cielos es de los que se hacen violencia a sí mismos», de los que se esfuerzan por superar su flaqueza. 
Pero el Señor sabe que somos débiles y que nos cansamos, por eso añade «Venid a Mí los que estáis cansados y agobiados». Cansados y agobiados ¿por qué? ¿Porque aún nos queda trecho que subir? Porque mientras vivamos tendremos que ir venciéndonos a nosotros mismos y venciendo las dificultades que nos salgan al camino. Estamos en el mundo, no somos de él; pero mientras estemos en él tendremos dificultades, tendremos deficiencias. 
Por eso el Señor nos insiste: «Venid a Mí los que estáis cansados y agobiados que Yo os aliviaré». No dice que nos quitará las dificultades de en medio para que no nos cansemos; ni tampoco que nos subirá a una montaña en una celda solitaria, sin que podamos ver a nadie, porque ahí estaremos tranquilos. No. Dice: “Yo os aliviaré”. Es decir: Yo estaré con vosotros y os daré fuerzas para el camino. «Mi yugo es suave y mi carga ligera». 
Hay una carga, pero que se distancia completamente lo que lo que la sociedad nos propone: no hay por qué esforzarse, ni por que superarse. Todo se tiene que dar hecho. De esa manera al hombre solamente le queda vegetar. 
Jesús dice: «Mi yugo es suave y mi carga ligera» Porque es el yugo del amor y la carga de amar. Y mientras amas, el corazón se conduele con aquel que padece, que llora, que sufre. Y eso también es una «carga». Una carga que hay que sobrellevar, porque es -como dice Pablo- «lo que falta a los padecimientos de Cristo». Y en esa carga, en esa cruz en la que estaba clavado el Señor, El terminó sus días diciendo: «Padre, perdónales». 
Perdón para con nosotros mismos; pero perdón también para con los demás, porque si no aprendes a perdonar a los demás, no alcanzarás perdonarte a ti mismo, y a la inversa, si no te perdonas a ti mismo no sabrás perdonar a los demás. Y si no perdonas, te quedarás en las puertas, serás infeliz y tu vida perdería ese horizonte abierto que te ayuda a vivir. Por eso dice el Señor: «Venid a Mi, que Yo os aliviaré». No nos quitará la tentación -como pedimos en el Padrenuestro- sino, nos dará fuerzas para vencerla. Estará a tu lado para que no caigas en tentación.