Domingo XVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo A 

El hermano me hace posible el Amor de Dios

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Is 55,1-3; Sal 144, 8-9.15-16.17-18; Rm 85 35.37-39; Mt 14, 13-21

Cuando ya hemos escuchado muchas veces ciertos fragmentos del Evangelio y de las Escrituras, con facilidad nuestra mente se dirige en una dirección o a veces en ninguna, porque ya nos resulta tan familiar el texto que nos quedamos un tanto en la superficie del mismo. Está claro que, al margen de cualquier otra consideración, el hecho de la multiplicación de los panes y de los peces es importante. El Señor dio de comer, es decir, el Señor dio la vida y lo expresó dando el alimento para el cuerpo.
Los evangelistas nos recuerdan y nos reflejan aquí dos aspectos que siempre van unidos: Dios da la vida al hombre entero. Dios cuida del hombre entero. Dios provee al hombre entero. Y Dios le provee incluso a expensas de hacer algo extraordinario. No le importa a Dios hacer algo extraordinario. Y así el Señor mientras instruye con la Palabra y da vida interior al hombre, alimenta el cuerpo para que ese hombre pueda vivir de manera cotidiana, ordinaria, esa Palabra de Dios, dándose cuenta que se manifiesta también en las cosas más pequeñas de cada día.
Pero tiene también otra significación: Con este gesto de multiplicar los panes y los peces, el Señor -por decirlo de una manera sencilla- ratifica la validez y la autoridad de su palabra con los signos que realiza. 
Normalmente en cualquier coyuntura, cualquier maestro o cualquiera que sabe hablar y que tiene ideas brillantes o doctrinas importantes, llamaría la atención de sus oyentes con unas palabras elocuentes, veraces y atractivas. Pero, dada la dispersión con la que vive el hombre, con facilidad las palabras son como el viento, pasan rápidamente. Jesús, sin embargo, conociendo nuestra debilidad, quiso dejarnos signos eficaces de su palabra y de la llegada del Reino de Dios: los milagros que fue realizando uno por uno son esos signos eficaces de que el Reino de Dios está entre nosotros: «Id y decidle a Juan: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los pobres son evangelizados». Así respondía Jesús a los que le habían preguntado «¿eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?».
La multiplicación de los panes y de los peces se sitúa en este mismo marco. El Señor muestra con la multiplicación de los panes y de los peces, que el Reino de Dios está entre nosotros y ha llegado ya a nuestra vida. 
San Pablo nos dejará clara la presencia del Reino de Amor y Paz entre nosotros, más allá de nuestra decisión. Está ahí, yo podré o no aceptarlo, pero: «¿Quién nos separará del amor de Dios? el dolor, la aflicción, la duda, la incertidumbre, la desnudez, el hambre?». 
Se hace difícil pensar que aquel que ha conocido el amor de Dios, y la llegada del Reino a su vida, pueda separarse de Dios yendo «tras el rebaño de otros compañeros» (Ct 1, 7), aunque desgraciadamente aún tengamos que experimentarlo en ocasiones. No será una separación radical pero sí esas faltas de amor con que salpicamos desgraciadamente nuestra vida. Actos de desamor para con Dios: falta de atención, falta de estar pendiente de El y despistarnos con muchas cosas, entretenernos con muchas cosas y no crecer, no madurar, tener miedo a responsabilidades o a emprender tareas y no asumirlas, tener poca disponibilidad para con Dios, poca actitud de servicio para con los demás, no ser gratuito sino ser un poco mercader que compra y vende actitudes por gestos. Es difícil de pensar, pero nos ocurre. Hemos comprobado el amor de Dios y la presencia del Reino de Dios. Todos nosotros tenemos evidencias, unas u otras de como Dios ha irrumpido en nuestra vida y como Dios se ha manifestado en nosotros, y como hemos conocido que Dios nos ama. 
A la pregunta de Pablo, de que nadie nos podrá separar del amor de Dios, podemos responder de manera muy simple según su propio testimonio: es evidente que Jesús (Dios) nos va a amar de todas maneras. Ahora bien, ¿cómo controlar yo esas actitudes de desamor para con Dios o para con los demás, que a fin de cuentas son lo mismo? Porque cuando yo muestro un acto de desamor para con un hermano, es para con Dios con quien lo muestro, aunque en la vida práctica pretendamos justificarnos y separar a Dios del hermano. San Juan decía: «Nadie puede amar a Dios a quien no ve, si no ama al hermano a quien ve». Un acto de desamor para con mi hermano es un acto de desamor para con Dios. Dios no se va a separar, no nos va a separar de su amor, del amor de Cristo. Pero nosotros si le ponemos una barrera. 
No podemos amar a Dios sin amar al hermano. No podemos amar al hermano sin amar a Dios. No podemos separar al hermano de Dios, de la misma forma que no puedo yo separar mi cuerpo de mi alma, de mi espíritu, de mi corazón. De la misma manera que Jesús unió -en la multiplicación de los panes y de los peces- la palabra de vida, el alimento que da la vida y el alimento del cuerpo, al decir a sus discípulos: «Dadles vosotros de comer». 
No podemos separar a Dios del hermano. Y gracias a Dios el hermano es el que me enseña y me hace capaz de amar a Dios. Porque también es verdad que yo suelo tropezar con mi hermano y no suelo tropezar con Dios. Normalmente. Y no es que no tropiece con Dios, es que como no lo toco con las manos y no me discute mis opiniones, -que yo sepa, porque no lo oigo-, entonces no tengo problemas, dificultades de convivencia, pero con mi hermano que me discute mis opiniones, que me indica lo que puede no estar bien, que corrige mis actitudes, o… con él si que tengo dificultades. Pero ahí es donde mi hermano me enseña y me ayuda a amar a Dios y me lleva a descubrir que el amor de Dios debe de ser el centro de mi vida. El Señor me ha dado signos, milagros, para demostrarme que su palabra es veraz. Aunque yo no entienda a mi hermano, pero la Palabra de Dios es veraz –se cumple- en esa relación entre mi hermano y yo. Y es entonces y sólo entonces, cuando, a pesar de las diferencias, mi hermano y yo nos convertimos en riquezas para compartir y con las que juntos enriquecer el don de Dios.
Todo consiste evidentemente en confiar en el Señor y en creer firmemente que la Palabra del Señor es verdad, y que necesitamos a los hermanos porque -como decía san Basilio y hemos recordado en algunas ocasiones- «los hermanos son los que me hacen posible vivir el evangelio». Si yo no tuviera hermanos no podría vivir el evangelio ni las Santas Escrituras. Porque si las Santas Escrituras dicen: «Hijo, obedece a tus padres». Si yo no tuviera padres no podría obedecerles. Si dice: «Padres, no exasperéis a vuestros hijos». Si no tuviera hijos, no podría dejar de exasperarlos. «Amarás a tu amigo y a tu enemigo». Si yo no tuviera hombres o mujeres a mi lado, no podría amarlos. Releyendo de forma sencilla toda la Alianza Antigua y Nueva, veríamos cuán esenciales son los hermanos para nuestra salvación, y cuánto hemos de agradecer a Dios tener hermanos.
Hermanos de corazón, no sólo de sangre. A veces de sangre no se tienen o no se convive con ellos. Pero hermanos en la fe o personas con las que convives, esos sí los tengo siempre a mano.
Hemos de agradecer a Dios el don del hermano, de su inteligencia y de su necedad, de su brillantez y de su flaqueza, porque todo contribuye a mi salvación. Y lo mío, mis virtudes y mis defectos también están contribuyendo contribuye a la suya y a la de los demás.
Pero eso lo sabemos cierto porque Jesús nos lo ha demostrado con signos y prodigios, al igual que toda la palabra de Jesús, porque nos lo ha demostrado con la multiplicación de los panes, con la resurrección del hijo de la viuda de Naín, de la hija de Jairo, con la curación del leproso, del siervo del centurión, de la mujer hemorroisa y de tantos otros signos y prodigios con los que Jesús nos regaló en el tiempo que estuvo físicamente presente entre nosotros.
Por eso es justo que demos gracias a Dios que nos brinda y nos recuerda que «nadie nos puede separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro». Que si El no se va a separar de nosotros, tampoco a nosotros nadie nos puede separar de El, porque cualquier persona y situación tiene que contribuir a nuestra mayor cercanía de Dios y a afirmarnos más fuertemente a El. Y más fácil nos será unirnos a Dios, cuanto más fuertemente nos afirmemos al hermano, más allá de sus virtudes y más allá de sus defectos, porque «el hermano me hace posible el amor a Dios».