La Santísima Trinidad, Ciclo A (22-mayo-2005)

Miremos a Dios

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Éx 34, 4b-6. 8-9; Dn 3, 52 - 56; 2Co 13, 11-13; Jn 3, 16-18;

Cuando en la mañana contemplaba el icono de la Trinidad, pensaba en que es hermoso ver el equilibrio de la vida que produce el amor. Y pensaba en cómo el Padre amó al mundo, lo creó, lo acompañó. Después, «tanto amó Dios al mundo» que le entregó a Jesús. Después, tanto siguió amando al mundo que le dio el Espíritu Santo.
Siempre el amor de Dios nos enseña que el amor conduce siempre a dar. Dios hizo el mundo y lo revistió de cosas para que el hombre fuera feliz. San Pablo nos dirá: «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen a conocer la verdad».
En muchas ocasiones se nos olvida lo que supone el amor de Dios por el hombre. Recuerdo el pasaje de El Cantar de los Cantares cuando la amada está un poco desorientada y les dice al Amado: «Oh amado de mi alma, dime dónde llevas a apacentar tu rebaño para que yo no ande como vagabunda tras del rebaño de otros compañeros».
Porque, cuando el hombre conoce el amor de Dios, no encuentra nunca un amor semejante. Nunca. El amor del hombre no es comparable. El amor de un hombre a una mujer no se parece ni en la sombra siquiera. El amor de un padre hacia su hijo no es ni siquiera un reflejo.
Se nos escapa, se nos escapa eso de amar y dar. Alguien ama y da una moneda; ama y da un mueble, una cosa, ama y da su tiempo, ama y da su preocupación. 
En Dios es distinto. Dios ama y da a su Hijo. Y su Hijo ama y muere en una cruz. Y el Hijo ama y da el Espíritu Santo.
La unidad, ser «un solo corazón, una sola alma», que se dice de los primeros cristianos nos muestra que ellos tuvieron un atisbo de lo que era el amor de Dios. Posteriormente –quizás- nuestras miradas se empañan, nuestros corazones se lastiman y perdemos muchas veces la referencia. 
Jesús nos lo matizaba en términos quizás también más próximos a nosotros: «Con los que ríen, reíd, con lo que lloran, llorad». Pero no se trata del llanto de las plañideras que había en Israel cuando alguien se moría, y por oficio iban a llorar la «desgracia» de esa familia.
El Señor dice: «Con los que ríen, reíd». Es decir, cuando alguien es feliz, sed felices vosotros. Cuando alguien no ríe, ¿es que acaso podéis reir vosotros? ¿Podéis estar dichosos? ¿Podéis estar eufóricos cuando veis que alguien pasa hambre, sed, necesidad, un sufrimiento, un padecimiento de la índole que sea?
Por eso la fiesta de la Trinidad quiere remontarnos a nuestros orígenes, al seno de Dios, al corazón de Dios, para hacernos descubrir que los demás, que el mundo a pesar de todo, que las cosas, son buenas porque tienen un reflejo de Dios. Y que cuando alguien llora porque otro llora, es que hay corazón. Cuando alguien está herido y otro lo cura, como Tobías que salía por las noches a curar a los enfermos, a los heridos. Y como -en tiempo de san Pacomio- que salían los cristianos a cuidar a los heridos de la guerra... es que hay corazón, que ahí está Dios. 
Cuando alguien ama, se da cuenta que no tiene nada que defender. Quizás tiene mucho que padecer, pero nada que perder. Y aprende que Dios te enseña, precisamente, a eso, porque el Señor no tenía nada que defender cuando dio a Jesús. Sin embargo, tenía que ganarnos a los hombres que estábamos desorientados, estábamos desquiciados, habíamos perdido el norte.
Cuando alguien ama, nunca tiene nada que perder, porque al hermano, lo tenga próximo o lejano, lo guarda en su corazón. El hermano por el hermano padece, sufre, padece en cualquier lugar de la tierra. Por ese seguirá dando la vida.
Porque cuando amas no tienes nada que perder, tienes mucho por ganar y aunque sea alguien que se cruza en tu vida un instante, pero el Señor te ha dejado ver su mirada, te ha dejado descansar tus ojos en sus ojos y su nombre ha quedado grabado en tu corazón, pues quizás muchas veces te pasa como a Jesús en Jerusalén –en la pequeña iglesia del «Dominus flevit»-, que te quedas frente a Jerusalén llorando porque ves a Jerusalén padeciendo y ves lo que va a padecer.
De la misma forma, tú sigues llorando en silencio. No tienes nada que perder. ¡Qué vas a perder! Nadie te puede quitar lo que tú tienes. Nadie te lo va a arrebatar nunca. Y lo que tú tienes lo guardarás en tu corazón siempre. Porque no es algo que tú has trabajado. Es algo que Dios te ha regalado. Algo que Dios te ha dado para aquellos que ha puesto a tu lado. 
De la misma manera que Jesús que contemplando a Jerusalén lloró, uno se imagina al Padre, -si pudiera, si fuera hombre-, antes de la venida de Jesús también hubiera llorado. Como pienso que, aún hoy también, Jesús debe llorar muchas veces viendo nuestro mundo, viendo nuestra historia. Y pienso que para llorar menos por nosotros mandó su Espíritu Santo para que, sin verlo, y quizás por eso, porque no lo vemos, pueda ir trabajando más por nosotros. Pero entiendo que Dios, el Señor, hoy, como hizo entonces –hablando en lo humano- debe seguir llorando por esta Jerusalén, por este mundo nuestro que anda confundido, ha perdido de vista el amor de Dios, aunque en el fondo no quiera ir correteando tras de otros compañeros. La amada de El Cantar de los Cantares no quería: «Dime dónde está tu rebaño para que yo no vaya como vagabunda tras del rebaño de otros compañeros», ella buscaba la verdad del amor, buscaba al amado de su alma; pero era consciente, se daba cuenta de que iba como vagabunda porque el amor no calaba sus huesos, porque la luz no iluminaba sus ojos, porque el corazón no refulgía en su interior.
Muchas veces, es fácil saber por donde va el otro, -no hace falta ser nadie especial- cuando miras a los ojos de alguien y sus ojos brillan, es que hay vida. Si miras a los ojos de alguien y sus ojos no brillan, es que hay una sombra, hay una nube en medio que los ciega. Algunas veces algunas personas se ponen como unas gafas para que los demás que vean sus ojos. También eso ocurre, porque esconden algo, esconden no sé qué. Porque en realidad ante la mirada de Dios no tenemos nada que esconder. ¿Qué tenemos que perder? ¿El amor? Ese no lo perderemos. El amor de Dios no lo perderemos nunca. Es posible que lo bloqueemos, pero nada más, porque Dios nos ama sin remedio. Yo diría que si Dios hay una cosa que no pueda hacer, es dejar de amarnos. Porque Dios no se contradice a Sí mismo. No puede negarse a sí mismo. Por eso no puede dejar de amarnos. 
Y El es el Dios todopoderoso que hizo todas las cosas para el hombre, que dio al hombre el gran don de la libertad. Y gracias a ese don de la libertad, yo puedo amar siempre, a quien sea, aunque sea a aquel que me hace más daño, aunque sea a aquel a quien yo veo hacer más daño, hasta a mi enemigo, aquel que me ofende, me injuria, me calumnia... Esa es la libertad. 
Y la libertad del hombre también le da al hombre todo menos una sola cosa: el hombre libre no puede dejar de amar. Porque es como Dios. No puede dejar de amar. Y aquel a quien ama lo ama hasta la muerte. Podrá enfadarse. Podrá guardar una distancia, pero nunca dejará de amarlo. Porque tampoco depende de uno mismo. Yo no amo a quien quiero. Yo no puedo amar a quien quiero y no amar al que no quiero. Yo amo al que amo.
Yo no sé si a vosotros os ha pasado alguna vez, a mí me ha pasado muchas veces. -Y pienso que somos todos lo mismo, estamos hechos de la misma carne y del mismo espíritu-. Dar un abrazo a alguien a quien quieres y sentir casi como un crujido en el corazón y oír un crac dentro de ti, como si algo se partiera para el otro, como si algo en ti se partiera para dárselo al otro. Puede que el otro no se dé ni cuenta pero yo tampoco puedo impedirlo. No es un amor meramente humano. No tiene ninguna contrapartida. Ninguna.
Y así es el amor de Dios: no tiene ninguna contrapartida. Las únicas que en ocasiones tiene, son nuestros desplantes, nuestras confusiones, nuestros enredos, nuestros olvidos. 
Miremos hoy al Señor. Miremos al Señor de frente, cara a cara, sin miedo a que El nos mire a los ojos. No le apartemos la mirada.
Generalmente cuando en nuestro «Haber y Debe», hay números rojos, escondemos la mirada a aquellos a quienes amamos y a aquellos que nos aman para que no descubran nuestro interior. Y así cuando lo ves un día que no tienes nada, que estás normal, llegas y le das un abrazo hasta allá. Sin embargo, cuando llegas un día que no quieres que te miren los ojos pasas y dices: hola. Y te vas hacia tu cuarto, porque no quieres que descubran tu desamor, algo en ti que no está funcionando, algo en ti que no está amando,
cuando no amas te sientes en falta, sientes que algo no va bien. Y sientes que algo no va bien no porque el otro no haga nada mal sino porque yo me doy cuenta que no voy bien, que yo no estoy amando. Y entonces te vuelves irritable, te pones un poco tenso. Todo eso, no obstante, son consecuencias sin importancia.
Lo importante es el otro: que no ama, que ha dejado entrar el desamor. El enfado, es cosa de chiquillos. A veces los chiquillos tienen hasta ochenta y cuatro años; pero son cosas de chiquillos. Las rabietas, también son cosas de chiquillos, aunque tengan setenta y tantos años. 
Pero cuando algo en nuestra vida no está funcionando o puede no funcionar, miremos los ojos de Dios, dejémonos mirar a los ojos, que El nos mire a los ojos. Nos daremos cuenta de que ha descendido nuestro amor por Dios y por las cosas y por los demás. 

Si miramos los ojos del Señor y nos dejamos mirar por el Señor, veremos esas lucecillas que son las más difíciles de conseguir muchas veces. Descubrir que has descendido del amor, te duele. Toda tu vida se resiente, pero no te das cuenta si alguien no te mira a los ojos, si el Señor no te mira a los ojos. 
Y puedes andar -como la amada de El Cantar de los Cantares-, tras del rebaño de otros compañeros como una vagabunda sin darte cuenta, y sin mirar a los ojos que te dan la vida, que te dan la luz, que te permiten descubrirte, reflejarte, mirarte en ellos. Porque cuando uno mira a Dios a los ojos se ve distinto, porque se descubre en los ojos de Dios, se ve en la pupila de los ojos de Dios y se ve distinto, se ve, yo diría que se ve como ese niño que todos llevamos dentro, allá en el fondo, aunque –quizás- también veas las ropas que llevas. Y te das cuenta que las ropas a veces no son las apropiadas. Unos llevarán ropa muy ancha, demasiado ancha; otros, quizás, ropa muy ajustada; otros, quizás, llevarán harapos... Pero cuando te miras en los ojos de Dios siempre ves al niño que llevas dentro, siempre ves todo lo bueno que hay en nosotros, todo aquello que es reflejo de Dios, que es parte de esa mirada de Dios, que nunca aparta de nosotros, nunca, nunca. Aunque nosotros no nos demos cuenta. Pero El nunca aparta su mirada de nosotros. Y eso sólo lo descubres cuando miras a Dios, cuando atiendes a la mirada de Dios... Solo entonces descubres lo que hay en el fondo de ti y que Dios ha puesto en ti y que siempre se refleja y siempre lo encuentras donde Dios te mira. 
Podrás hacer cincuenta viajes alrededor del mundo y no encontrarlo. Podrás buscarlo entre las tribus de los indígenas africanos o de los indios americanos o de los países asiáticos y no lo encontrarás. Pero encuentra la mirada de Jesús y ahí te descubrirás y descubrirás todo lo bueno que hay en ti.
Miremos hoy a la Trinidad, miremos a Dios para que El nos muestre, para que su mirada nos muestre dónde apacienta sus rebaños, para no andar vagabundos nunca, en ningún tiempo, en ningún momento, tras del rebaño de otros compañeros que nos puedan engañar o nos puedan ofrecer tantas cosas. No tenemos nada que perder. Miremos a Dios. Encontraremos la paz, viviremos en paz, se revitalizará el amor en nosotros.