"Un sólo corazón y una sola alma"
La comunidad de Pentecostés

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Cuando aquellos discípulos experimentaron la ausencia del Maestro, el miedo golpeó todo su cuerpo. Fue necesario que el miedo los reuniera. Miedo a lo que podía suceder. Miedo a la mala condición en que estaba Jerusalén. Miedo a que les pudiera ocurrir a ellos lo mismo que a Jesús. Pero, una vez más, san Pablo tiene razón: «Todo es para bien de aquellos que aman a Dios». Y, así, el Señor se sirvió del miedo mismo de los discípulos para poder reunirlos en un solo lugar. Y de la misma manera –como afirma la Escritura- que «donde hay temor no hay amor», así también «donde hay amor tampoco hay temor».

De pronto, una brisa se hizo sentir en el aposento alto donde se encontraban los discípulos. Y el Espíritu del Señor inundó el lugar cambiando lo blanco en negro, transformando lo oscuro en luminoso. Y de un puñado de hombres llenos de miedo sacó hombres nuevos, con un corazón nuevo, con un espíritu nuevo -como dice el profeta Ezequiel-. Un corazón nuevo y un espíritu nuevo que les llevó a tomar conciencia de quién era Jesús y sobre todo les llevó a tomar conciencia de que la palabra de Jesús se cumplía también en aquella enseñanza de la vid y los sarmientos: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. Si los sarmientos no están unidos a la vid no pueden llevar fruto. Pero si los sarmientos están unidos a la vid se les poda para que den más fruto». 

Y así los discípulos (y las santas mujeres que junto a María, la Madre de Jesús, estaban con ellos) entendieron que a partir de ese día, algo sustancial en sus vidas tenía que cambiar. Ya no eran hombres y mujeres independientes. Ya no eran hombres y mujeres que pudieran vivir sin los demás. Ya no podía vivir cada uno en su casa y esconderse juntos o ir a la vez para esperar -Dios sabe qué cosa que pudiera suceder-.
En esa mañana y en los momentos siguientes los discípulos entendieron que era necesario romper su independencia y lo entendieron desde la vida. Lo entendieron porque el amor que ellos experimentaron en sus corazones les desmontó todo el «tingladillo» que se había montado cada uno. Unos iban con Jesús porque habían quedado maravillados por sus obras. Otros le seguían porque pensaban que Jesús era el nuevo rey David. Y otros simplemente iban con El, pues a ciencia cierta no sabían por qué, pero iban con El. Tanto lo sabían poco que la madre de dos de ellos le dijo: «sienta uno a tu derecha y otro a tu izquierda» a Juan a la derecha y a Santiago a la izquierda. Lo cual demostraba que no sabían muy bien todavía de qué iba la predicación de Jesús. Pero entendieron que tenían que romper su independencia, que eran «un solo corazón y una sola alma», que no podían sino respirar al mismo tiempo, que no podían sino beber y ser nutridos por la misma sangre, que no podían sino introducir en su cuerpo el mismo aire, la misma vida. Y entendieron que no podían vivir los unos sin los otros. 

Tan claro lo entendieron que hasta los judíos se daban cuenta. Y hasta los venidos de Media y de los extremos del confín de la tierra conocido entonces, comenzaban a observar que había algo diferente en este grupo de hombres y mujeres que hasta ayer no estaban en la ciudad porque estaban escondidos.

Entonces ellos empezaron a respirar con el mismo aire. Comenzaron a sentir la misma sangre en sus venas, la sangre derramada por Jesús en la cruz. Comenzaron a sentir el mismo viento, el que esa misma mañana había soplado y les había abierto los ojos, les había abierto el corazón y entendieron lo incomprensible: ni tú eres tú, ni yo soy yo, que somos el mismo.

San Pablo diría después: «Porque si vivimos, vivimos para el Señor y si morimos, morimos para el Señor, porque en la vida y en la muerte somos del Señor». Y ellos entendieron que eran de Dios. Ya no era solamente el pueblo elegido, eran de Dios, y el mismo Dios los había hecho una sola cosa. 

Por eso dirá Hecho de los Apóstoles (2, 42-47) «Acudían asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles, a la Comunión, a la fracción del pan y a las oraciones». No era un rito, no era una obligación, no era un seminario de fin de semana, ni era una misa dominical. Era el latido de sus vidas. Era más que la comida que comían cada día. Era el aliento que les daba la fuerza. Y sí, el temor se apoderaba de todos pues los Apóstoles realizaban muchos prodigios -añade- Y sigue: «Todos los creyentes vivían unidos, tenían todo en común». 
Nosotros cuando hablamos de estar unidos lo hacemos a veces tan espiritualmente que la unidad resplandece por su ausencia. Estamos muy unidos en la oración pero cada uno tiene su pensamiento, su sentimiento, su independencia.

Y añade Lucas: «Tenían todo en común». Nosotros cuando pensamos todo en común, pensamos en el dinero, la bolsa común para obras comunes, pero no pensamos la vida en común. Ellos pensaron la vida en común, ellos se dieron cuenta de que era la misma vida, era el mismo corazón, era la misma fe, la misma esperanza, nadie decía suya ninguna cosa porque nadie tenía nada. Y no está hablando ya solo de los bienes materiales, habla sobre todo de las actitudes, de la disponibilidad, de la entrega.

Y sigue diciendo: «Vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno». Y entre nosotros, en nuestro tiempo cuando alguien toca el tema económico parece que llega el fin del mundo. Porque damos más importancia a muchas cosas que a tener «un solo corazón y una sola alma». Cuando un muchacho y una muchacha se casan, primero se conocen, después se quieren, y al final se casan. Los que estáis casados sabéis que el camino de rosas no existe. Comienzan los primeros tiempos muy bonitos, muy románticos. Pero vienen los segundos donde están todas las diferencias que hay que pulir. Y como cuando se conduce una carreta, el carretero tira de las riendas y jala de un lado, o de otro, o de los dos, o suelta los dos, para que el ritmo de los caballos funcione adecuadamente, también en el matrimonio hay que conducir la vida por el camino y de la forma conveniente, con el fin de superar y vencer todas las diferencias y conseguir que las dos vidas se engranen en una sola.

El matrimonio, la familia se construye en un dar la vida a favor del otro. Pero no porque sus opiniones sean mejores que las mías, no porque esté en lo cierto o esté equivocado, no en la certeza, no es lo que está en lo cierto lo que crea un amor, o crea familia. Es que yo doy lo que quiero al otro porque quiero darlo, no porque me la pida. Lo dice Jesús: «Yo doy la vida porque quiero». Los primeros cristianos daban la vida porque querían y como consecuencia, las cosas menos importantes eran el vestido, el traje, el chalet, la casita de campo... Eso no tenía importancia. Por eso la conclusión decía: «Daban sus bienes y lo repartían todo entre todos según la necesidad de cada uno». 

Ahora bien, ¿quién dispone la necesidad de cada uno? El Señor. ¿Por qué? porque yo me imagino que, -dicho coloquialmente- habría bofetadas en la primera comunidad, porque nadie querría nada. Tan ciertos estaban de que los otros eran su propio corazón y su propia vida y tanto habían aprendido de Jesús que dar la vida que es lo único que importa... que nadie querría nada. Y que los apóstoles tendrían que ir diciendo: no, esto guárdatelo, esto quédatelo tú. 

La excepción confirma la regla. Ananías y Sátira dirían esto va de broma. ¿Vamos a ser un solo corazón y una sola alma? Y eso como no compromete a nada. Vamos a tener un mismo espíritu, porque como eso no compromete a nada, pero vamos a guardarnos la parcela urbanizable que tenemos ahí en tal ciudad, porque si esto va mal, siempre tendremos una salida. Esa es la excepción que confirma la regla.

Los Apóstoles seguían diciendo: «Acudían al templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu». 
Yo pienso muchas veces que no nos damos cuenta del valor que tiene un riñón hasta que nos tienen que quitar uno. Y lo tenemos todos los días trabajando al ciento por ciento. Somos como los discípulos, estamos tan entretenidos en el miedo de tantas cosas en las preocupaciones por tantas cosas, en tantas historias bonitas o nefastas que nos montamos en nuestro tiempo que no nos dejan descubrir la verdad del gozo que es tener un mismo espíritu con mi hermano y darle la vida a mi hermano. Sobre todo darla cuando no tiene razón, cuando yo creo que no tiene razón. Y no lo experimentamos.

En los primeros cristianos, el Espíritu del Señor hizo tal obra que ellos se dejaron hacer a pesar de sus miedos, que se daban la razón unos a otros aunque no tuvieran razón. Se daban la vida uno a otro, pero no porque tuvieran razón, sino porque habían descubierto la necesidad de dar la vida. Porque habían descubierto que quien da la vida, la gana -como decía Jesús también-. 

Y Lucas sigue diciendo: «Partían el pan por las casas». Es decir: compartían y no había ningún problema. Nadie llamaba suyo nada, sino que lo que es tuyo es mío. Y no espero que tú vengas a pedírmelo, es que yo voy a dártelo a ti. Porque si tú vienes a pedírmelo quiere decir que estoy esperando que tú me lo pidas para tener yo un gesto de generosidad y eso es un poco como hacer el «fantasmilla»… Si yo tengo que ofrecer mi vida a quien me la pida, Dios me la pidió el día que nací. No necesita volver a decírmelo todos los días. Eso lo descubrieron los Apóstoles. Por eso llamaban la atención en su mundo y en su tiempo. Porque en ellos de verdad el Espíritu hizo una obra nueva y ellos la dejaron hacer. Y Lucas termina este fragmento manifestando las dos conclusiones –diríamos- lógicas a todo lo que antecede: «Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo». «Y el Señor agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar». 

Yo os remito a leer ese fragmento de los Hechos de los Apóstoles. Pero leedlo desde el otro lado, no desde el que estáis. Leedlo desde el lado de Dios. Escuchad lo que ahí está escrito, dejad que el Señor os ilumine lo que ha manifestado en ese fragmento, porque esa es la clave de nuestra vida cristiana. No podemos vivir solos. No podemos seguir siendo independientes. Independientes son los que no creen en Dios. Los que creen en Dios dependen de Dios y dependen de su hermano. 

Dependen. Porque mi hermano para mí es tan importante como Dios. Porque en mi relación con mi hermano estoy dejando visible mi relación con Dios. Y esa es la obra del Espíritu y esa es la obra de Pentecostés. No solo cambiar el corazón para una conversión personal. No. El Espíritu encendió una vela en una habitación oscura. 

¿Me permitís apagar las luces? ¿Podéis apagar las luces por favor?
Es algo tonto, bien simple, porque a veces las palabras se nos quedan como palabras, las escuchamos como palabras.
Bien. Así de oscuro estaba el mundo en tiempo de los discípulos y, así, estaban ellos el día de pentecostés. Solamente vemos lo que nos permite el destello que entra por la puerta del pasillo. 
¿Qué es? ¿Cuál es la obra del Espíritu?¿Qué hizo, encender la vela? No. La obra del Espíritu es encender la vela y a partir de ahí se dieron cuenta de que estaban todos y todos juntos. Hasta hace un momento eran independientes. A partir de ese momento se dieron cuenta de que estaban todos juntos. Cuando salieron de su propia oscuridad. La oscuridad que había en sus corazones. El Espíritu Santo no ha venido simplemente a dar luz. A dar luz para demostrarnos, para iluminar que no estamos solos. Para iluminar que estamos juntos. Para poder mirarnos a los ojos y decirnos: Es que tú y yo somos lo mismo. ¿Por qué? Porque al mirarnos los dos a los ojos, yo descubro en ti el rostro del Señor. Y entonces descubro que somos uno. Y entonces yo voy como Jesús. Y así fueron los discípulos como Jesús. Con todo lo que tenían, fueron al otro y le dijeron: 
-Toma. ----
-Pero no tengo fe. 
Y ellos decían: 
-Pero puedes tenerla: Toma. 
Y le ofrecieron el agua que tenían. 
-Pero si después tú no vas a poder beber. 
-¡Qué importa que yo no pueda beber! Lo que importa es que tú bebas.
Los primeros cristianos no teorizaron sobre la fe ni la amoldaron al mundo sino que dejaron que el Espíritu iluminara su interior desde ahí. Simplemente.

Si ahora, antes de encender la vela, hubiéramos mantenido la oscuridad y hubiéramos tenido que salir de este lugar, normalmente hubieramos tropezado en algún sitio. Algunos más porque están en segunda fila. Sin embargo todos somos creyentes y todos cristianos, pero tropezaríamos de todas maneras en todas partes a causa de la oscuridad reinante. Y esto ocurre porque si el Señor no ilumina nuestra vida para truncar nuestra independencia y enseñarnos a vivir para mi hermano como para Dios, nuestra vida sigue a oscuras. Hay un destello de luz, pero está a oscuras.

Es igual que en el amanecer. Cuando en la ciudad amanece, por aquella parte entran reflejos o rayos del sol, mientras que por esta otra parte todavía no han entrado. Y nos pasaría a nosotros lo mismo: Entra el sol pero el sol no ha llegado del todo. No habría llegado el Espíritu del todo. No se habría podido realizar en mí la obra de Dios del todo, porque yo sigo siendo independiente. Aún sigo queriendo hacer mis cosas buenas. No hablamos de las malas. No, no. Hablamos de las buenas. Aún sigo queriendo hacer mis cosas buenas. Aún sigo queriendo tener mis buenas intenciones. Y mis buenas intenciones me pueden conducir a muchas partes malas. 
Los muchachos que corren, van por la carretera a doscientos por hora, van con prisa, tienen buena intención: llegar a tiempo a la discoteca y divertirse. Eso en sí no es malo. Pero no tienen la luz completa y entonces se estrellan y pierden la vida.

Los Apóstoles recibieron la luz del Espíritu y se dejaron amasar por el Espíritu como el panadero amasa la harina. La harina son muchos granos, pero el panadero hace una sola masa. San Ignacio de Antioquia, -uno de los primeros mártires del cristianismo- era obispo de Antioquia y lo llevaron preso a Roma para llevarlo al circo. Y entonces sus fieles rezaban por él para que el Señor lo salvara. Y él decía: «No, por favor, no recéis para que el Señor me libre del martirio, dejadme ser como la harina, molido por los dientes de los leones, para que así pueda ser unido al pan de Cristo». 

Dar la vida. Esa fue la gran lección que el Señor enseñó y que el Espíritu trajo el día de Pentecostés. Seguir el ejemplo de Jesús dando la vida, descubrir que no hay nada más importante en este mundo nuestro, ni en esta vida nuestra ni en la futura que dar la vida. Que solo la ternura, que solo el amor nos va a salvar. No es un amor teórico, platónico, idealista. Es un amor que tiene carne y hueso. Es un amor que tiene un nombre concreto: Juana, Isabel, Jose, Rosa, Agustín, etc. No es un amor teoría. 

No puedo afirmar que amo a todo el mundo. Yo amo a Juana, a vosotros, a cada uno de vosotros. Tampoco a todos juntos porque no soy capaz. Solo Dios puede amar a todo el mundo, porque es Dios. Nosotros sólo somos capaces de amar a personas concretas, con nombre y apellidos. Y yo diría que ese amor es más puro, evidentemente, cuando más tengo que concretar mi amor a mi hermano. Como decía antes: aunque yo piense que mi hermano está equivocado. Pero yo le doy la vida de todas maneras. Si es que Jesús dio la vida por mí que también estaba equivocado. Y ahora que soy cristiano y vivo independiente, también estoy equivocado y el Señor da la vida por mí cada día. Y cada día derrama su Espíritu, para enseñarme y que pueda descubrir que los demás son uno conmigo.

Doroteo de Gaza, uno de los Santos Padres dice que: «Debemos vivir juntos como los radios de un mismo círculo» y pone el ejemplo siguiente: el amor fraterno, la comunidad cristiana es como un círculo. Cuanto más cerca estamos de Dios, más cerca estamos del hermano. Y cuanto más lejos estamos de Dios, más separados estamos del hermano. Luego el punto no es que mi hermano tenga razón, ni es que mi hermano sea bueno. El punto no es que mi hermano tenga una afinidad más importante conmigo en gustos, aficiones, etc. El punto no es que mi hermano tenga una opinión y yo otra, o tengamos la misma. No. El punto es Dios. Lo que me une a mi hermano es Dios. Lo que me une a él es el amor.

Los primeros cristianos esto lo entendieron desde el primer día. Nosotros somos un poco más duros de corazón y tenemos más que perder. Y no sé qué tenemos que perder, quizás la honrilla de tener la razón cuando mi hermano no la tiene... Pero, cuanto más cerca estoy de Dios, más cerca estoy de mi hermano. Y si me parece estar cerca de Dios y no estoy cerca de mi hermano -lo dice san Juan- es mentira. Porque «nadie puede amar a Dios a quien no ve si no ama a su hermano a quien ve». Y el amor a mi hermano no es un amor teórico, sino que me lleva a darle la vida en cada momento.

Entonces ocurre precisamente lo que ocurrió en tiempos de la primera comunidad cristiana: que todo el mundo se dio cuenta de que esa gente era diferente, porque se amaban porque daban la vida el uno por el otro. Lo demás eran puras consecuencias que se dan cuando se da la vida. Porque cuando tengo un mismo corazón con mi hermano, no tengo miedo de perder nada ni de que me quiten nada, antes bien, lo ofrezco todo -sin que me lo pida- porque lo importante es Dios que me une a mi hermano. No por sus cualidades. Lo que me une a mi hermano es el Señor. 

Hace tiempo contaban un chiste en el que se concluía que se prefiere los amigos a los hermanos, porque a los amigos los elige uno, mientras que a los hermanos no los elige. Definitivamente eso es una amistad, pero no es amor al modo de Jesús que nos invita a amar a los enemigos, ¡cuánto más a los hermanos! Porque cuando eliges a tus amigos lo hace porque tiene más o menos los mismos gustos, piensa más o menos lo mismo, se encuentran a gusto juntos. Sin embargo, a los hermanos los elige Dios, para que lo único que me una sea Dios, no seamos nosotros mismos, no sea el mismo gusto, las mismas aficiones, los mismos deseos, la misma literatura, el mismo tipo cine, el mismo sofá en la casa... Dios nos da hermanos en la medida de nuestra necesidad. Y si Dios me da a ti como hermano y yo creo que tú tienes un montón de defectos, o tienes muchas virtudes pero tienes un solo defecto, eso quiere decir que yo te necesito a ti porque –quizás- gracias a ese defecto puede llegar a pulir mi otro defecto, y, al final, vencer los dos nuestros propios defectos. Entonces Dios me da un hermano a mi medida, según mis necesidades. 

«Repartían el precio entre todos según la necesidad de cada uno». A veces pensamos que eso se refiere al sueldo, a los bienes terrenos, a los bienes materiales. No. Los Apóstoles no montaron una inmobiliaria. Dios me da a mi hermano porque yo necesito lo que él tiene y él necesita lo que yo tengo. Si él tuviera lo que yo tengo, no me haría falta como hermano, y a la inversa. Por eso Dios nos reúne como hermanos para completar la obra de su creación. Decía el Señor a Nicodemo: «Vendrán ríos de agua viva». Y decía el profeta Isaías: «Mirad que estoy haciendo algo nuevo. Ya está aquí, ¿acaso no lo sentís, no lo experimentáis?» Claro, lo nuevo es justo lo que no tenemos: Un hermano, muchos hermanos. No tienen ni los mismos gustos ni las mismas aficiones que yo. Pero, el Señor nos enseña a vivir con «un solo corazón y una sola alma». Sin embargo nos dejamos influir mucho por lo que viven y como viven los que no creen en Dios.

El Señor nos quiere libres. El nos da la libertad que nos transforma hasta tener un sólo corazón con mi hermano, por quien –al modo de Jesús- yo también «doy la vida porque quiero». Porque el que lo da todo no tiene nada que guardar, ni nada que defender, ni nada que vigilar, ni que cuidar. Sin embargo el que quiere hacer lo que quiere ese tiene que defenderse con uñas y dientes, porque si no se defiende puede perder «no sé qué». Y, así, razona con mil argumentos y estructuras lo que quiere hacer cada día porque, de lo contrario, no podría sostener la vida que lleva, o los criterios y motivaciones por los cuales la rige.

Por eso la Palabra de Dios sigue siendo hoy tan urgente como entonces: porque «he aquí que estoy haciendo algo nuevo». Y ese algo nuevo que hoy Dios quiere hacer es la obra del Espíritu Santo. No quiere simplemente que nos convirtamos –superficialmente entendido- a Dios. No. Quiere que seamos uno con El. Porque esa es nuestra vida. Y nos dice: ¿quieres ser feliz? ¿quieres ser tú mismo? ¿quieres ser dichoso? ¿quieres sentirte feliz cada día? Entonces -nos dice- esta es la vida. Aquí tienes el libro de los Hechos (2, 42,47). Comienza a vivir desde ahí, y déjate conducir por el Espíritu de Dios. Pero comienza como Jesús. Súbete al Calvario y ahí ofrece tu vida de verdad, no en teoría. Y cuando llegues a tu casa y te diga tu marido, tu esposa o tus hijos... alguna cosa que te desagrade, deja que el amor conduzca tus sentimientos hacia la comprensión del momento, hacia la delicadeza, la misericordia, el consuelo... No te defiendas, ni defiendas tus criterios ni tus acciones... 
Los cristianos vivían, y lo hacían con sencillez, con humildad. Desde el momento en que decidieron perder su independencia cuando vieron que tenían hermanos, no compañeros y compañera -como está de moda decir- descubrieron que era un gozo poder tener hermanos tan diferentes y poder ser hijos tan distintos de un mismo Padre. Y esa es la vida de la comunidad cristiana. 

San Lucas en los Hechos de los Apóstoles nos concreta en estos puntos lo que él mismo vio y oyó en Jerusalén y después de hablar con los testigos. Si san Lucas viniera ¿escribiría lo mismo? ¿vería lo mismo en nosotros?. Esa es la llamada del Señor hoy para nosotros: Descubrir que tenemos hermanos, que no son solamente vecinos, que ni clientes, ni empresarios a los que yo les compro o les vendo o vecinos que viven en la misma finca o en el mismo barrio o en el mismo pueblo. No. Es mi hermano. Y mi vida depende de él. Y la suya depende de mí.

Leed el fragmento de Hechos de los Apóstoles. Seguimos teniendo necesidad de que el día de Pentecostés que vamos a celebrar juntos pueda hacer en nosotros el Espíritu de Dios lo mismo que hizo en ese puñado de hombres que, aunque no tenían muchos conocimientos, ni mucha ciencia, sí tenían un gran corazón y mostraron una gran capacidad para ir «tras de Jesús», «a impulsos del Espíritu Santo», aunque no conocieran el lugar a dónde podrían llegar. También nosotros necesitamos saber que lo importante es ir tras de Jesús, guiados por el Espíritu, no saber donde voy. Porque cuando quiero saber donde voy -normalmente- siempre estoy con el ancla echada, porque no me fio. El no me lo va a decir donde me va a llevar, pero ahí es donde podemos demostrar el amor que hay en nosotros. ¡Dejémonos conducir por Dios!.