Domingo II de Pascua, Ciclo A (03-abril-2005)

Dios nos llama a la misericordia

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Hch 2, 42-47; Sal 117, 2-4.13-15.22-24; 1P 1, 3-9; Jn 20, 19-31;

Tomás no creía si no veía. Tomás, evidentemente, tenía problema de fe; Pero, sobre todo, tenía un problema de amor, un problema de fidelidad. El estaba allí por miedo a los judíos como los demás discípulos. Temían que les pasara lo mismo que al Maestro. No habían entendido muy bien las cosas. 

Se apareció Jesús y les dio su paz. No la paz como la que da el mundo, sino esa paz tan peculiar que da el Señor y que deposita en el corazón del hombre. Que no tiene nada que ver con la tranquilidad ni con la falta de estrés. Es una paz tejida con las fibras del amor con las que se teje la vida y con las que -al menos metafóricamente- la Madre de Dios tejió la túnica inconsútil de Jesús. 
Pero el Señor conocía a Tomás y lo amaba. Cuando Jesús llegó, Tomás no estaba y el Señor volvió para que -también él- estuviera presente. Y sin que Tomás pronunciara palabra alguna, el Señor le mostró sus llagas y le invitó a poner su mano en el costado y su dedo en las llagas. 
De esta manera, se nos muestra de una manera muy simple el amor misericordioso de Dios. En la situación de Tomás, Dios salió a su encuentro porque lo amó y tuvo misericordia de él.
A veces el hombre ama pero no tiene misericordia. A veces es un severo juez pero esa actitud –al menos así piensa- no quita el amor en su corazón. Ahora bien, el amor de Dios es un amor distinto, es un amor misericordioso que se explicita en los detalles de búsqueda y ser feliz. La parábola del Hijo Pródigo nos muestra también ese amor misericordioso más allá de todas las cosas. El Señor se compadece de los hombres y les regala ese amor que surge y conduce, y se alcanza. y se derrama a través del río de la misericordia.

San Pedro en el texto de su carta que acabamos de escuchar, vuelve a insistir cómo la misericordia de Dios -ya no solo la de Jesús sino la misericordia del Padre-, se derramó sobre nosotros en Jesús. Jesús fue –siguiendo la metáfora anterior- como la fibra con la que Dios Padre tejió la vida del hombre, el conjunto de su vida, el conjunto de sus capacidades, el conjunto de los dones que Dios depositó en su corazón el día de la creación. 
Jesús reunía en sí mismo todas esas fibras que iban a construir el cuerpo del hombre nuevo. Y no es que los hombres hubiéramos hecho nada especial para merecerlo, ni que hubiéramos realizado grandes proezas. No. Solamente Dios se compadeció de los hombres y tuvo misericordia de nosotros, como tuvo misericordia de Israel cuando estaba esclavo en Egipto y fue a buscarlo. Y San Pedro nos recuerda y nos evoca cómo en Jesús, ese amor misericordioso de Dios fue llevado hasta las últimas consecuencias de una muerte y muerte en cruz. Una misericordia como el amor, sin escatimar límite alguno.
El Evangelio y San Pedro en su carta, nos dan dos pinceladas concretas sobre ese amor misericordioso de Dios. Los dos nos evocan y nos recuerdan que estamos en el camino de la misericordia y que estamos en ese camino que Dios hace y construye día tras día con su misericordia por nosotros. Ese camino que El nos llama a recorrer, porque a El así le parece bien. Nosotros no seríamos muy capaces de recorrer el camino de la misericordia de Dios si El mismo no nos lo dibujara claramente, si no nos iluminara el camino a seguir. Tenemos nuestros puntos de vista a veces equivocados, distintos, dispares a los de Dios. Pensamos que lo próximo y lo palpable es más válido. Y los hombres se dejan conducir por lo que los ojos ven, como Tomás. Pero Dios nos llama a la misericordia, a lo que no se ve, a ese amor misericordioso que se enraíza en la fe y se teje con la fibra del amor y de la paz. Nos llama a ese amor misericordioso y nos dice: «Dichosos los que sin ver crean», «porque ellos alcanzaran misericordia» -dirá Jesús en las Bienaventuranzas. De esa manera también el Señor, tanto en las bienaventuranzas como en las lecturas que acabamos de escuchar de los Hechos de los Apóstoles, nos hace una llamada firme, recia, fuerte y poderosa -diríamos- a vivir, a ser misericordiosos. De la misma manera que Dios es misericordioso y muestra su misericordia en Jesús, de la misma manera Jesús es misericordioso y quiere mostrar su misericordia a través de los hombres, a través de aquellos que sin ver, creen. Por eso Jesús dirá: «Bienaventurados los misericordiosos». 
La Palabra del Señor nos sitúa de tal manera en el centro de la misericordia de Dios para que podamos continuar en el mundo el camino de la misericordia. El Señor mostró a santa Faustina Kowalska irradiando de sus manos unos haces de luz que se derraman sobre el mundo. Yo diría que nosotros somos, debemos de ser -estamos llamados a ser- esos haces de luz, esa misericordia de Dios que se muestra a los hombres en nuestro tiempo. Y este es un aspecto que remarca y concretiza nuestra identidad: Si el hombre es misericordioso, es más él mismo. Si el hombre vive de la misericordia y practica la misericordia se convierte en el canal del amor, de la misericordia, de la paz, que Dios ha establecido en su eterna misericordia por el hombre. Dios puede y llega al hombre por Sí mismo, pero no quiere que se repita la experiencia de Tomás, mientras pueda. Sin ver creerán. Más dichosos los que sin ver crean. Pero el Señor cuenta con nosotros para que los que no ven, vean. Vean en nosotros. Vean sin ver. Crean aún sin ver, pero viendo a través nuestro, viendo, descubriendo en nosotros la misericordia de Dios. Por eso a veces en nuestro tiempo se hace tan duro para un cristiano escuchar tanta pugna, tanta contradicción, tanta polémica, tanta justificación, tanta violencia... por que aún necesitamos purificar mucho nuestro interior para ser siempre y en todo momento expresión de la misericordia divina. 
El marco de la misericordia se establece también en el contexto de San Pablo referido a Jesús «obediente hasta la muerte» (Fil 2, 8). La divina misericordia nos hace capaces de ello, porque Dios sabe que ese es nuestro camino. Es cierto que si Dios no nos lo manifestara, nosotros –quizás- no lo buscáramos, y también ahí se nos muestra la misericordia de Dios como se mostró con Tomás. Tomás no preguntó, fue Jesús quien se lo dijo, quien salió a su encuentro, quien iluminó su vida con su misericordia. Y así también el Señor ilumina la nuestra para que vayamos por el camino recto, para que vivamos envueltos en la misericordia de Dios, tejida nuestra vida con la fibra de su amor.
Es Dios quien sale hoy a nuestro encuentro. Es Jesús quien sale hoy a nuestro encuentro una vez más y nos recuerda que la mejor manera de descubrir la misericordia de Dios es tener un corazón misericordioso, es practicar la misericordia porque entonces lo entiendes. Si tú eres misericordioso con tus hermanos, entonces entenderás, verás la misericordia de Dios, porque tu corazón entenderá el lenguaje de Dios y entonces verás a Dios.