Domingo IV de Cuaresma, Ciclo A (6 - marzo - 2005)

El nos ofreció ver, estamos llamados a ver

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

1 S 16, lb. 6-7. 10-13a; Sal 22, 1-3a. 3b-4. 5. 6; Ef 5, 8-14; Jn 9, 1. 6-9. 13-17. 34-38;

Es curiosa la semejanza que existe entre nuestra propia vida -digamos- humana, y la vida espiritual, nuestra vida de relación con Dios.
Cuando el niño nace sin ver. Y es a lo largo de la vida cuando va descubriendo la luz y distinguiendo las cosas. 
También nosotros nacemos un tanto ciegos respecto a las cosas de Dios. Las vemos -en lo mejor de los casos- en nuestros hogares de origen y poco a poco vamos viendo las realidades que nos rodean, aunque con cierta confusión, un poco borrosas.


A veces hacemos el bien, a veces nos escapamos del bien. A veces procedemos como hijos de la luz. A veces como hijos de las tinieblas. A veces somos conscientes del don de Dios que es la vida y tantísimas otras cosas. Y a veces nos entretenemos con las cosas y nos olvidamos de Dios. Somos igual, como todos los mortales. La diferencia es que también en nuestra vida, un día se cruzó Jesús y El nos ofreció ver, nos ofreció la posibilidad de ver, ver más allá de los ojos, ver desde el corazón. 
Y ahí comienza -yo diría- que nuestra gloria y a veces también nuestra tragedia. Nuestra gloria porque nadie puede amarnos como Dios y tenemos experiencias a lo largo de nuestra vida que comprueban nuestra propia afirmación más o menos contundente. Gloriosa pues, porque comprobamos y hemos visto la luz, como el ciego de Jericó y hemos descubierto el amor y la capacidad de amar. 
Pero, cuidado, no como el niño. Cuando, por ejemplo, dos niños, dos hermanos pequeños, se ponen a jugar si uno tiene un balón y llega el otro y dice: 
-Es mío, dámelo. 
Y el otro dice:
-Pero lo tengo yo. 
Y el otro dice:
-¡No te lo dejaré nunca más!.
Y coge el balón y se lo lleva.
Eso son simplemente recelos, rencillas, afanes de protagonismo, de dominio que tenemos las personas en todo momento, no solamente cuando tenemos siete, ocho o nueve años, seis, cinco, cuatro, tres, sino también cuando tenemos algunos más. 
Por eso es glorioso el momento en el que Jesús se cruza en nuestra vida, porque nos enseña a amar y nos descubre la capacidad que tenemos de amar, mostrándonos la posibilidad que tenemos para amar sin esperar a cambio. Para ofrecer sin recompensa. Nos descubre que es posible otra vida distinta.
Pero también es un momento de tristeza porque descubres tu propia limitación, que no eres ni tan grande ni tan importante, que eres un hombre común y corriente, una persona que camina, tropieza, se levanta, camina, tropieza, vuelve a tropezar, se vuelve a levantar. Y el reconocimiento de nuestra flaqueza no es nada fácil para el hombre de nuestro tiempo. 
Hace un tiempo ya, la humildad era toda una aspiración. Ahora la aspiración es la autoestima elevada, que no tiene nada que ver con la humildad. Y, por esa mal llamada autoestima, se va haciendo cada vez más extraño -incluso entre cristianos- la aspiración por la humildad cuando nuestra sociedad nos bombardea siempre con la autoestima alta. Los frutos son claros: nos lleva a pensar que tenemos razón siempre; cuando no se nos da la razón nos entristecemos... 
Por eso la gloria de Dios, es ese momento en que Jesús se cruzó en nuestra vida como en la del ciego, produjo en nosotros las dos reacciones: la del ciego y la de los fariseos. La del ciego porque vimos: «Estaba ciego y ahora veo». No pensaba que nadie me quisiera y ahora he descubierto que Dios me ama, ahora he descubierto en mí una capacidad para amar que antes ignoraba y me lleva a creerme el centro del mundo, el ombligo del universo.
Pero nos asemejamos también al fariseo: porque, interiormente, nos resistimos a esa gratuidad y a esa generosidad de Jesús, cuyo amor pasa por encima absolutamente de todo. El sabía muy bien la conclusión. Una persona mínimamente inteligente hubiera atisbado también la conclusión. Sabía y sabría cualquiera la reacción que iban a tener los judíos con un ciego tan patente y tan evidente que siempre estaba en medio de todos pidiendo limosna. Pero el amor es más fuerte que la vida, el amor es más fuerte que la muerte, el amor es más fuerte que todo cuanto existe. Y Jesús, sin pestañear ni un instante, aceptó la realidad de ese amor dado gratuitamente al ciego, sin recelos. Y los fariseos que ni tenían tantos deseos ni tan buenas intenciónes, que no habían conocido realmente a Jesús -El no se había cruzado en sus vidas, todavía- Es en ese momento en el que se estaba cruzando, cuando no quisieron acogerlo, y por ello tenían que defender su terreno. 
El Señor dirá en otro lugar: Os quejáis por todo: «os hemos tocado la flauta, y no habéis bailado, os hemos entonado endechas y no habéis llorado. Porque ha venido Juan el Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y decís: ‘Demonio tiene’. Ha venido el Hijo del Hombre, que come y bebe, y decís: ‘Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores’» (Lc. 7, 32).
Los fariseos tuvieron ese problema. No quisieron acoger ni la palabra, ni la presencia ni el amor y la salvación de Jesús. ¿No nos pasa a nosotros –acaso- algo parecido? ¿No nos ocurre que dejamos muchas veces bien guardada esa capacidad de amar y, en lugar de reaccionar con amor a cualquier situación, reaccionamos con violencia, con agresividad, con malestar, con mala expresión, con mal timbre de voz? ¿No reaccionamos a veces también, con ira, con cólera? Estamos negándonos a recuperar la vista. Hemos guardado la vista que hemos recibido. Se nos ha olvidado el don de Dios, aunque sea por un instante. Y nuestra ceguera brota de nuevo. 
O -en ocasiones- estamos como queriendo comprar el don de Dios, de manera semejante a Simón el mago, que quiere comprarles a los apóstoles el poder de Dios que hay en ellos y que es capaz –incluso- de hacer milagros (Hech 8, 9). A veces nosotros también queremos «comprar» el amor de Dios con buenas obras y nos equivocamos en la procedencia. El nacimiento de un hijo no viene antes de la concepción del mismo, siempre viene después. Los frutos vienen después de que el árbol ha crecido y tiene la capacidad de engendrar frutos. Nosotros hemos de acoger el amor, vivir en el amor para que el amor dé frutos en nosotros. Y no a la inversa. Por eso el pasaje del ciego de nacimiento nos pone ante la situación de nuestro propio encuentro personal con Jesús y de la necesidad que tenemos de salir a su paso, de colocarnos en su camino. Ya no diremos «ir a su encuentro». Algo más sencillo y accesible para nuestra debilidad y ceguera: colocarnos cerca del amor para que al pasar sane nuestras cegueras, sane nuestro corazón y no seamos empecinadamente ciegos como los fariseos. Su gran pecado fue no querer abrir su corazón al amor. Ese fue su gran pecado, su gran error, llamémosle como queramos. El nuestro puede ser haber abierto los ojos y no vivir correspondiendo al amor. Estaríamos en la misma situación. Jesús por eso, al final del pasaje del Evangelio y a las puertas ya casi de la semana de Pascua nos pregunta como al ciego de Jericó:
-“¿Crees en el Hijo del Hombre? 
El dijo: -¿Quién es?
-El que te está hablando. 
-Sí, Señor, creo.
El Señor hoy nos sitúa frente a las dos posiciones. Nos vuelve por fin a este tercer momento, el momento de confirmar y reafirmar nuestra confianza en Dios. Nuestro deseo de recibir, de ser amados por Dios, de ponernos a tiro del amor de Dios para que el amor de Dios transforme nuestra vida y nos aleje de esa ceguera que siempre está rondando -como dice el apóstol san Pedro en su carta- «como león rugiente buscando a quién devorar». Siempre está rondando: la soberbia, el egoísmo, el hedonismo, nuestro amor desordenado a nosotros mismos. Es nuestro gran enemigo y es nuestra gran piedra de tropiezo. La misma que llevó al principio del hombre al pecado vuelve a conducirnos hoy. Aparece como la catarata de los ojos impidiendo ver, y, poco a poco va emborronando tanto la imagen, que, al final ya no puedes ver nada.
Debemos estar muy cerca del lugar por donde pasa Jesús para poder verlo, contemplarlo, mirarlo y nunca perderlo de vista. Que siempre podamos ver y ver el amor para acogerlo y para compartirlo. El Amor, no un falso amor que después siempre pasa factura. Estamos llamados a resucitar con Jesús. Estamos llamados a pasar también con Jesús el trecho de la cruz pero nuestro fondo, nuestra final es ver. 
Acerquémonos a Jesús. Pongamos empeño en estos días grandes de nuestra fe, pongamos empeño en estar a un paso de Jesús para que podamos entender y recibir su amor y seamos capaces de amar para poder así recuperar la vista. ¡Estamos llamados a ver!