Domingo III de Cuaresma, Ciclo A (27 - febrero - 2005)

Vayamos al encuentro con Jesús que vive en nuestros corazones

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Ex. 17, 3-7; Sal 94, 1-2. 6-7. 8-9; Rm 5, 1-2. 5-8; Jn 4, 5-15. M-26, 39a. 40-42

Cuando vemos alguna de las películas de la segunda guerra mundial, al acercarse los aviones a una gran ciudad, escuchamos cómo suenan las sirenas y la gente se esconde en refugios o en lugares de seguridad. La sirena llama su atención y, gracias a ello, salvaban la vida.
La Palabra de Dios hoy es como esa sirena que llama nuestra atención para que salvemos la vida. Sí, para que vivamos y vivamos felices. Vivamos en paz. Vivamos, no sin dificultades, pero con la respuesta que Dios nos da para resolverlas. Decía la primera de las lecturas: «Nos ha hecho salir de Egipto -decía la gente- para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados. Pero Moisés golpeó la peña y salió de ella el agua».
Y con el gesto de Moisés -que golpea dos veces la roca-, el Señor llama nuestra atención sobre cuál es nuestra confianza en Dios, a quien no vemos. Y siempre ahí tiene que moverse nuestra vida.
El hombre sin amor no sería capaz de vivir. El hombre sin amar no jamás podría ser verdaderamente feliz, porque estaría negándose la cualidad que le es más propia. Pero también el hombre sin confiar, tampoco sabe vivir. Y esto sí es un hecho que constatamos cada día. Lo constatamos frente a la inseguridad ciudadana. Lo constatamos frente a los grandes planteamientos de la vida, incluso en la vida política, porque parece que ahí no confía nadie en nadie. Y es que el hombre sin confiar es incapaz de vivir. Y cuando vive sin confiar, vive mal. Vive mal porque interiormente vive siempre con resquemores, con miedo, con inseguridad.
Amor y confianza –permítasenos hablar así- son como dos componentes inseparables de una misma sustancia, como el oxígeno y el hidrógeno del agua. El hombre que no confía no puede amar. Y el hombre que ama, confía necesariamente.
Cualquier cosa que ocurra en nuestra vida no es desdeñada ni soslayada por la mano del Señor. El problema quizás se plantea cuando nosotros no convivimos con Dios como con un amigo -como decía Teresa de Jesús-. El problema surge por una falta de convivencia. «El cariño lo hace el roce» -dice el refrán popular-. Y es cierto. No es posible amar y confiar a quién no se conoce.
Por eso las lecturas de hoy nos conducen a poner nuestra mirada sobre la Palabra de Dios. La lectura asidua de la Palabra de Dios, la puesta en práctica de esa palabra de Dios, es nuestra garantía de vida. 
Muchas veces recuerdo las palabras de Jesús en Lucas (11, 28): «Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica». 
Las lecturas de hoy, pues, nos hacen mirar hacia la Palabra de Dios para que seamos dichosos, para que el amor crezca en nosotros y, con el amor, la posibilidad de confiar, de confiar en Dios y confiar en los hombres. No por sus cualidades ni sus virtudes, sino confiar en las personas porque ellas merecen mi confianza más allá de su realidad y de la mía. 
Y así –dando un paso más- el libro del Éxodo nos propone un hecho llamativo: El pueblo tenía sed. Moisés golpea la roca y brota el manantial. 
Es algo que en la Palabra de Dios queda muy claro: No hay nada que pase desapercibido a Dios ni siquiera «la caída de un solo cabello» de nuestra cabeza. 
Si nuestro corazón tiene sed, el Señor sabe que tiene sed y El es capaz de atenderla. Sed de agua, sí, también ¿por qué no? pero también sed de vida, sed de interioridad. Hay muchas personas que no tienen tiempo ni de detenerse a pensar un instante, ni detenerse a reflexionar qué es lo que le están gritando los acontecimientos de cada día. Ni de detenerse a pensar por qué el negocio va de esta o de otra manera y buscar un significado que no sea banal, ni superfluo, sino interesante y profundo. Educativo también. El Señor nos pone un ejemplo importante que resalta –precisamente- por su simplicidad- para que nos demos cuenta de que cuando el hombre confía, Dios puede intervenir en su vida. Nuestra confianza le abre la puerta a Dios. Cuando el hombre confía –como el pueblo de Israel en el desierto- siempre tiene que desdecirse de lo que ha murmurado primero. Y el mismo pueblo que murmuraba al comienzo de este fragmento diciendo que: «El Señor nos hace pasar sed, nos ha hecho salir de Egipto para que muramos todos»... El mismo hombre que desprecia, que vive confrontado -como nuestro siglo, como nuestro tiempo- que no está conforme con nada, que no sabe leer los acontecimientos de la vida, ese mismo hombre después salta de alegría, y de gozo y va a beber del manantial de la roca. Porque Dios ha respondido y él sabe, él se da cuenta que Dios ha respondido.
Distinto es que le dure al pueblo de Israel, como también nos pasa a nosotros. Era un pueblo como nosotros, muy materialista, muy de tocar y palpar las cosas. Y después vuelve a poner sus ojos en banalidades que no sirven para nada y vuelve otra vez a tropezar. No terminar de confiar en Dios. No terminar de amar de verdad. Y entonces no tiene nada por lo que dar la vida. El amor da sentido a nuestra vida y a nuestra muerte. Si yo no amo de verdad, mi vida no tendrá sentido, seré una máquina de trabajar.
Hace unos días un adolescente preguntaba a sus padres: «¿Por qué hacemos todos los días lo mismo? Todos los días vamos al colegio, todos los días nos acostamos, todos los días nos levantamos, todos los días comemos y todos los días jugamos. Hacemos siempre lo mismo». Y sí, hacemos siempre lo mismo, pero solamente cuando se ama, eso mismo hace la vida diferente, tiene algo nuevo, que, como una especia sazona la comida y la hace nueva y mejor. 
Así, la lectura de hoy nos hace mirar hacia la Palabra del Señor recordándonos que la clave para aprender a amar, para que Dios pueda entrar en mi vida, para que Dios pueda ayudarme en este caminar tras la vida, es la confianza que debemos mantener respecto a la Palabra del Señor. El Señor siempre hace lo que dice, nunca se echa para atrás. Y la prueba la comprobamos en el Evangelio de hoy donde se lleva a cabo el diálogo entre Jesús y la Samaritana.
Sería muy amplio hablar de este evangelio porque tiene enseñanzas muy particulares para nosotros, aquí, hoy, en nuestro siglo. Pero yo recabaría solamente -para no demorar mucho- la actitud de la Samaritana, tanto cuando se encontró con Jesús, como la actitud de la Samaritana con sus vecinos. Era una mujer activa. La circunstancia también lo favorecía. Jesús era judío, ella era samaritana. Había un enfrentamiento de pueblos que les llevaba a considerarse siempre confrontados. Ella llega como samaritana, activa, va al pozo y allí le dice Jesús que le dé agua. Su respuesta -de entrada- es la misma que podríamos tener nosotros: desconfianza y prevención. Porque no vemos, porque no palpamos. Y volvemos a la referencia de la primera lectura: ¿Y si Dios no está realmente aquí? ¿Es seguro que Dios está en mi vida? ¿Es seguro lo que tú me estás diciendo? ¿No tratarás de engañarme? Yo no he visto a Dios, yo no he tocado a Dios, ¿por qué tengo que creer? ¿Por qué tengo que fiarme? Y es que hasta ahí llega la «generosidad» del corazón humano. Solo cuando el hombre da ese salto de confianza y -ella le da el agua-, solamente cuando llega un momento de encuentro con Jesús, en ese momento se acaba toda polémica.
Ella experimenta en lo profundo de sí que Dios está ahí. Es curioso, pero también nosotros cuando damos nuestro brazo a torcer, cuando sometemos la razón al amor, cuando creemos con confianza, cuando abrimos el corazón con esperanza... Sólo entonces tenemos la evidencia que tuvo la Samaritana: Ese que está en el pozo es el Mesías. Y esa seguridad surge después, siempre después. Los vecinos de la mujer van al encuentro de Jesús corriendo. Dejan sus casas, sus trabajos... dejan todo,todo lo que tienen entre manos... porque –al escuchar a la mujer- entienden que para alcanzar la verdad es necesario salir de sí mismo e ir a la búsqueda de Dios, porque sólo así se encuentra siempre con El. En la confianza y en el amor. Un niño pregunta a su padre: Papá ¿qué es el amor? Y el padre comenzó a explicarle a su hijo lo que era el amor. Y el hijo no lo entendía. Entonces cogió a su hijo, lo abrazó, le dio un beso y le dijo: Esto es amor. Eso sí lo entendió. Y el niño se abrazó más fuertemente a su padre. 
A los samaritanos les ocurrió lo mismo. La mujer les dijo: he encontrado al Mesías. Ellos salieron y fueron corriendo al pozo de Jacob y, al llegar, Jesús los acogió. En ese momento descubrieron al Mesías. 

Como los vecinos de la samaritana, fiados de la Palabra que acabamos de escuchar, vayamos al encuentro con Jesús - que vive en nuestros corazones- dejando todo cuanto tenemos entre manos. Y, salir a su encuentro es amarlo, aunque –como los samaritanos- no sepas todavía muy bien ni quién es. Aunque no sepas describir lo que te ofrece. Aunque no sepas nada. No. Como el niño. Simplemente dejándote abrazar y abrazándole tú también interiormente. Entonces nace la confianza y entonces comienza a crecer el amor.