Sábado después de Ceniza, Ciclo A (12 - febrero – 2005)

Amar a Dios desde mi corazón

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Isaías 58, 9b-14; Sal 85, 1-2. 3-4. 5-6; Lucas 5, 27-32;

«Amando al Señor tu Dios»

Así da comienzo un fragmento del libro del Deuteronomio (30, 28), especialmente significativo. Y lo hace con una expresión muy sencilla y de fácil entendimiento. 


Quizás, como hemos dicho en diversas ocasiones, nos es difícil comprender el amor de Dios porque nosotros no somos capaces de dar la vida. Es importante detenernos aquí, porque entendemos lo que es el amor partiendo normalmente del patrón humano y el patrón humano no nos muestra un amor capaz de dar la vida. 


Normalmente en nuestro entorno, incluso quizás nosotros mismos, no amamos dando la vida porque nos cuesta dar. Nos es fácil vender, nos es fácil intercambiar e –incluso- compartir, nos es fácil hacer algo de especial mención pero -como dice el término coloquial-, con frecuencia: «Con una mano damos y con la de al lado pedimos». Jesús, sin embargo, matiza cuál debe de ser la actitud del cristiano, al respecto: «Que tu mano derecha no sepa lo que hace tu izquierda».


Sin embargo el amor humano nos enseña sí, a tender una mano abierta para ofrecer y la otra abierta para recibir y si, pues, desde aquí, no entendemos el amor de Dios porque miramos el patrón humano, el patrón de la amistad humana. Dios, por su parte, pone solamente una mano, la de dar, y nos es difícil de comprender que Dios no ponga la otra mano. Con facilidad, tanto es así en nuestra vida, que cuando el Señor nos muestra un camino, con mucha facilidad decimos: es que Dios pide mucho. Porque nuestro patrón es el patrón humano y, entonces, pensamos que Dios –antes de darnos algo- siempre nos pide, y no entendemos que Dios nos ofrezca sin pedirnos.


Cuando un hombre ama a una mujer, o a la inversa, normalmente la relación tiene que ser de correspondencia mutua porque si no es así el esposo o la esposa no se sienten entiende y aquellos que dan sin esperar recibir, o sin pedir una correspondencia, esa pareja no llega a medrar en la vida como matrimonio, porque enseguida el otro piensa que es egoísta.


Es curioso ver como dependemos de nuestra realidad material. Cuando uno ve a otro preocupado y le dice: ¿Qué te pasa?
Aquél le manifiesta todas sus preocupaciones. Pero si no le pregunta, el que está preocupado, suele pensar que no interesa al otro. Normalmente, no se le ocurre pensar que el otro está -por ejemplo- respetando un silencio.
Todas estas cosas que nos pasan entre nosotros sin darnos cuenta se nos muestran como referencia para nuestra relación con Dios.


Aquél que no ha conocido un padre amoroso, cercano o cariñoso, le cuesta entender la ternura de Dios. No entiende ni la ternura ni el amor de Dios. 


Recuerdo una persona cuyo padre no llegaba a la casa, y siempre que estaba en la casa -estando su madre embarazada- llegaba bebido, golpeaba a la madre. Aquello era un desastre. Desastre que quedó grabado en el corazón del niño que experimentaba diariamente el dolor, el sufrimiento y la angustia de su madre. Cuando esta persona tuvo la oportunidad de conocer el amor de Dios, me decía: «Padre, es que yo no puedo ver a Dios como Padre. Porque el modelo de padre que yo entiendo ha sido el que yo he tenido y eso ha sido algo sumamente doloroso». Solamente pudo comenzar a entender a Dios como Padre el día que pudo perdonar a su padre. Cuando entró en la dinámica del perdón, entonces pudo entender a Dios como Padre.


Esto nos muestra hasta qué punto dependemos demasiado de nosotros mismos y hasta qué punto nuestra relación con Dios se ve filtrada por nuestra propia condición humana. Estamos de buen humor y ese día podemos contemplar y podemos hasta escuchar el canto de las flores. Estamos de mal humor y ese día somos capaces de echar en cara a Dios que nos ha abandonado. No es problema de Dios, es problema nuestro. Pero la referencia de lo que vemos en nuestra vida y en nuestro entorno la proyectamos sobre Dios y hacemos pasar a Dios por agujeros que Dios ni pasa, ni puede ni quiere pasar, porque contradicen el amor de Dios.


Se hace, pues, necesario que aprendamos a desprendernos de nosotros mismos, de nuestros pareceres, sobre todo a desprendernos de ese hombre interior que está tan sometido a las presiones del mundo, a las presiones del mal y a las presiones de nuestro propio pecado.


Jesús lo decía de una manera muy sencilla: «El que quiera venir conmigo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame». Sin embargo, ese negarnos o desprendernos de nosotros mismos también nos está suponiendo poco menos que algo tan grandioso, tan inaccesible como llegar al planeta Saturno. Porque todo lo filtramos por nuestro ego. 


El Señor dice: «Ama a tu prójimo como a ti mismo», y, en otro lugar, «Había un hombre que iba a Jericó y lo apalearon y fue un samaritano el que lo recogió». «Ama a tus enemigos», concluiríamos ampliando los «límites del amor», si es que el amor puede tener límites. Y nosotros a duras penas somos capaces de amar una contrariedad. A duras penas somos capaces de amar a aquél que nos contraría. O la propia contrariedad experimentada se vuelve impedimento grave para seguir el camino de Dios. 


No pasamos por encima de nosotros mismos. Nuestras buenas intenciones se convierten en leyes que nos impiden olvidarnos de nosotros mismos y nos impiden descubrir que nos hemos equivocado o que hemos pecado. Ha sido con buena intención y como el deseo, la intención ha sido buena todo es bueno. No. También en esas situaciones, nuestro yo interior dañado, enfermo, en pecado pasa a primera línea y domina nuestro proceder y nuestra vida, tanto en la convivencia entre hermanos como en la convivencia con Dios. 


De la misma manera que con harta facilidad justificamos nuestros errores, amparándonos en nuestros buenos deseos o en nuestras buenas intenciones, y por tanto no reconociendo que es error, no reconociendo que es pecado, de la misma manera cuando nos ponemos ante el Señor en la oración, también pretendemos justificar ante Dios nuestra falta de coherencia, nuestra cobardía, nuestros miedos, hasta nuestros pecados. 


Eso no es amor. Eso es un amor propio inconmensurable. Es un amor desordenado, que nos lleva –o debería llevar- a darnos cuenta de que nos mantenemos de nuestro pecado. Y entonces, queremos subir la escalera pero, como tropezamos siempre con nuestro pecado, que nos lleva a justificar lo injustificable tanto ante Dios como ante los hombres, tropezamos siempre con la misma pared y no progresamos en la virtud. Así nos impide amar a Dios, y si lo amamos pero a nivel del conocimiento, a nivel de la razón.


Y es verdad que eso lo sentimos como un deseo real; pero son deseos reales que se quedan en deseos racionales, que no dan el salto al corazón, que es el que se somete al amor de Dios. Pero eso es fruto del engañador que mientras nos mantiene justificados con la razón (mientras mantiene el amor a Dios en la razón), nos impide vivir el amor de Dios.


Decía -lo hemos dicho muchas veces también- el Papa Pablo VI que el demonio se ha llevado muchos años en demostrar al hombre racionalmente que no existe. De esta manera, se mueve con toda libertad y, como nadie lo identifica, siempre está haciendo de lo que quiere. Es lo mismo que hace con nosotros. Nos demuestra con la razón que amamos a Dios, y, mientras estamos ahí, no vivimos el amor de Dios, pero nos sentimos falsamente bien. Es como aquél que tiene una enfermedad, le dan un calmante para calmar el dolor y –como le desaparece el dolor- piensa que ya no está enfermo.


Y nosotros pensamos que como amo a Dios con la razón y me siento satisfecho, no necesito descubrir nada más del amor de Dios. 


Y, mientras tanto, nuestra vida se cuaja de esas desconfianzas oscuras, que son desconfianzas, pero que vivimos como cosas naturales.


Todo ello nos conduce a una situación -yo diría- de adormecimiento; porque funciona la razón por una parte y el corazón se queda quieto.


En mayo del 68 los estudiantes de la Universidad de París hablaban mucho de salir de lo establecido, porque lo establecido mata. Y es verdad. Lo establecido estaba ahogando la sociedad de nuestro tiempo. Esa situación, evidentemente, creó un sin fin de problemas; pero lo que queremos traer a colación es –precisamente- ese deseo de salir de lo establecido. Y ¿qué es lo establecido? mi vida, mi presente es lo establecido. Mi relación con Dios, mi amor a Dios desde la razón es lo establecido. Y salir de eso establecido en mi vida supone entrar en la dinámica de amar a Dios desde mi corazón. Y amar a Dios desde el corazón es entrar en una vida nueva.

 

 Realmente esa es la vida nueva que nos trajo Jesucristo y la vida nueva de que nos habla el Apocalipsis. Esa es la vida nueva donde lo imposible es posible y donde lo imaginario es real. Y esa es la vida nueva donde los deseos se hacen realidad, pero no por la razón, sino por el amor. Porque ahí es donde rompes tu establecimiento, lo establecido que hay en ti, para entrar en esa dinámica del amor donde no sabes -como el viento- ni de donde vienes ni adonde vas. Solo sabes que eres llevado. 


Sin embargo olvidamos toda esa referencia, porque nuestro modelo, el patrón referencial que estamos asumiendo es el patrón humano. El patrón humano bueno, positivo, como el que venimos diciendo, pero que no lo es todo. Es un patrón limitado, con defectos, con límites que no nos permite entrar en el absoluto de Dios sino que nos deja en la puerta de la casa del Señor. Es el patrón humano el que nos mediatiza o nos conduce, movidos por el engaño del engañador que va a ponernos cosas que racionalmente no podemos comprender, y, después, nos conducirá a concluir que entonces no son. Y eso -vuelvo a repetir- nos coloca siempre frente a un muro, frente a un cristal.


Yo recuerdo, en la vida de Santa María Egipciaca, que, cuando llegó ya a Jerusalén, vio que la gente se iba hacia un lugar. Preguntó dónde iba y le dijeron que iban al Santo Sepulcro, porque el Patriarca de Jerusalén iba a mostrar al mundo la cruz del Señor. Llevada por la curiosidad y porque no sabía cómo iban a suceder las cosas, se marchó hacia allá. Cuando intentó entrar en el Sepulcro, no podía hacerlo. A su lado entraban todos, pero ella tenía como un muro delante, invisible, que no la dejaba entrar. El muro no era Dios, el muro era ella misma. Y por más que lo intentaba no podía entrar. Dentro del Santo Sepulcro, delante de la puerta de acceso, en aquel tiempo había un icono de la Madre de Dios. Llegada a este punto, casi desesperada de no poder hacer lo que quería, miró el icono de la Madre de Dios y le dijo: «Si es verdad que esa cruz que van a mostrar es la de tu Hijo y El es el Hijo de Dios, déjame entrar y después haré lo que tú quieras». Cuando ella se negó a sí misma, entró en el Sepulcro. Solamente después de negarse a sí misma, de una manera radical, tuvo acceso a contemplar la cruz del Señor y a creer en Jesús con todo lo que supone: obedecer, dejarse conducir por Jesús, y ser capaz de hacer lo que Dios –o María- le dieran. Pero primero tuvo que negarse a sí misma totalmente y abandonarse de verdad -en este caso- en las manos de la Madre de Dios. Solamente entonces pudo entrar.


A nosotros nos pasa lo mismo. Como nos resistimos tanto a abandonarnos realmente al amor de Dios. Como hacemos tantas cábalas y tantos razonamientos. Como andamos ocupados en tantas cosas. Y como por otra parte el enemigo nos engaña diciéndonos que amar a Dios desde la razón es suficiente... queremos contemplar a Dios y no conseguimos contemplarlo plenamente. Queremos hacer lo que Dios quiere y no lo conseguimos. Queremos amar a Dios y, no sólo no lo alcanzamos, sino que nos quedamos en el umbral de la casa del Señor. Claro, dice el Salmo que es mejor eso que vivir con los malvados y también es verdad. Y como estamos mejor que cuando vivíamos con los malvados, nos decimos como aquel hombre rico del evangelio: «alma tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe y banquetea» (Lc12,19),
ya lo tenemos todo, ya estamos bien. Pero los demás entran a ver la cruz del Señor y a contemplar su gloria en la cruz y nosotros solamente oímos y escuchamos que se está contemplando la gloria de Dios, que se está contemplando la cruz del Señor. Y eso lo oímos y lo escuchamos desde nuestra razón, desde ese amar a Dios desde la razón, pero al no negarnos a nosotros mismos...


Muchas veces hacemos lo que pensamos que Dios quiere, pero nuestro corazón se mantiene muy inquieto y nuestros rostros a veces dan hasta miedo. Y uno piensa: ¿Cómo puede ser que yo esté haciendo lo que Dios quiere si siento que me falta el calor del amor? Lo que ocurre es que hago lo que Dios quiere, pero sólo desde la razón. No pongo el corazón, no amo al Señor desde el corazón, desde el olvido de mí.


San Juan Bautista decía: «Es necesario, para que El crezca, que yo disminuya». Mientras yo no me niegue a mí mismo, Dios no puede crecer en mí. Por eso caemos en la rutina de la vida cristiana. Es como si nos encontráramos cada día con diez paredes infranqueables frente a las que no podemos ni sabemos qué hacer, ni sabemos siquiera por donde podemos ir. O frente a las que nos deprimimos porque «siempre estamos cayendo en los mismos agujeros», y parece que no tengamos solución. 


Y olvidamos aquella Palabra del Señor: «Nada hay imposible para Dios», o lo que es –en cierta manera- lo mismo «la oración todo lo alcanza».


Pero claro –volvemos a lo dicho anteriormente-, nuestra referencia amorosa es la del nivel meramente humano y, por ejemplo, como yo quiero mucho a mi hermana pero no puedo convivir con ella... también quiero amar a Dios, pero... Y terminamos orando para que el Señor cambie a mi hermana. Y, así, generalmente como nuestra relación (con Dios), nuestro concepto amoroso es meramente humano, nosotros rezamos por el otro para que el Señor cambie su corazón. Y nos quedamos muy tranquilos y muy desanimados, porque nuestra referencia amorosa es –a fin de cuentas- de compraventa.


Santa Teresa decía: «La paciencia todo lo alcanza». La clave pues, tanto –por ejemplo- para la convivencia con mi hermana, como para mi descubrimiento del amor de Dios... será suplicar que el Señor me cambie, me haga capaz de amar de verdad, tome mi ser y cambie transforme y dulcifique mi corazón. El mío. Porque –sin duda- soy yo el que no sé entender, el que no sé captar.


Santa Teresa dirá: «La paciencia todo lo alcanza». Entonces es posible que Dios necesite bastante tiempo para cambiarme, porque –quizás- no le deje una puerta abierta para el cambio. Pues será el tiempo que Dios quiera, pero yo permaneceré en la negación de mí mismo. 


«Si es verdad que esa cruz es la de tu Hijo y tu Hijo es el Hijo de Dios, déjame entrar y después haré lo que Tú quieras». Santa María Egipciaca, cuando salió del Santo Sepulcro, se detuvo ante el icono de María y le dijo: 
-«¿Qué quieres que haga?». 
Y la Madre de Dios le dijo: 
-«Cruza el Jordán y hallarás la vida». 
Ella cruzó el Jordán y estuvo viviendo cuarenta y siete años en el desierto y halló la vida. Pero no siguió un camino de rosas. El enemigo la zarandeó hasta donde más pudo. Pero su amor a Dios, su entrega, y la que le había dicho la Madre de Dios, así como la obediencia que mantuvo -porque es la obediencia del amor, esa es la única que es inquebrantable- le valieron alcanzar la meta que sólo la paciencia (la que nace del amor) puede alcanzar. Y ese es el amor de Dios: el que engendra una obediencia amorosa, gozosa, dichosa, alegre, feliz, radiante, de poder negarme a mí mismo. 


Si hablamos en términos espirituales diríamos que sí, porque alcanzó ser siempre, solo y toda para Dios. Y eso la tuvo que hacer dichosa.


Pero nosotros no entramos ahí, no llegamos a eso y no entendemos ese amor. Y cuando algo no es como nosotros queremos, nos enfadamos, nos callamos, ponemos cara de angustia para que los demás nos pregunten qué nos pasa. Lo que estamos es confundiendo el amor con llamar la atención, confundiendo el amor con la compraventa, aunque hagamos los gestos del amor.


Y, si los demás no nos dicen nada, ya pensamos que no les importamos para nada. Porque estamos haciendo una lectura de amor como compraventa.


Lo mismo nos ocurre con el Señor. Estamos emocionalmente estables hoy y entramos en la iglesia, nos sentamos o nos arrodillamos en un lado de la iglesia. Como estamos emocionalmente estables hoy y emocionalmente bien, comenzamos a conversar con Dios. Y, de pronto, «sentimos» muchas cosas de Dios. Pero, si analizamos nuestro corazón, en muchas ocasiones descubriremos que no es todo tan sencillo, ni tan «sensible» cuando el Señor nos interroga interiormente: pero ¿por qué tienes esta actitud? o ¿por qué en esta situación tú no has respondido al amor? ¿Por qué has desoído el amor? Hasta nuestra relación amorosa con Dios depende de nuestro estado de ánimo. 


Ocurre lo mismo que en la convivencia matrimonial. Cuando uno se levanta de buen humor parece que todo el día va muy bien. Pero cuando se levanta de mal talante...


Cuando referenciamos el amor a Dios con este patrón -que es el que vivimos-, el amor a Dios –en el mejor de los casos- se enfría, porque el amor a Dios depende de mis quejas y lamentos y de que todo sea como yo quiero. Y si yo tengo mucho miedo al amor y mucho miedo a dar la vida... Dios sabe bien cómo somos...


Por otra parte, Jesús decía en la parábola de los talentos: «Sabemos que Tú eres muy exigente, que recoges donde no sembraste. Entonces he ido y he enterrado el único talento que me has dado». También nosotros entendemos así el don de Dios. Pensamos que Dios recoge donde no sembró. Y vivimos en lo humano porque no nos arriesgamos al amor divino. No nos arriesgamos a amar como Dios; porque amar como Dios supone confiar. Y «yo ¿voy a quedarme sin sueldo? No, no puede ser. Mis hijos ¿de qué comerían? No es posible. Dios no me puede pedir eso». Ese es nuestro problema para amar a Dios. Esa la realidad que nos está impidiendo entrar en el Santo Sepulcro.


A Santa María Egipciaca le suponía toda su vida de pecado, todo el desorden interior que llevaba a cuestas. Y también a nosotros. Ella sí fue capaz de entender el amor a Dios. Y lo hizo. Y entonces lo comprobó –ya desde el principio- porque le fue concedido cruzar el umbral de la puerta, y lo comprobó al final porque cuando murió, el Señor le concedió, cuarenta y siete años después, poder comulgar por primera vez antes de morir. El Señor le concedió vivir tan íntimamente unida a El que lo quiso refrendar con la experiencia sensible de la Eucaristía. Y después, murió, habiendo experimentado la plenitud de esa negación que hizo en la puerta del Santo Sepulcro. 


Nosotros estamos dentro de la Iglesia, experimentando ya todos los dones y maravillas de Dios y aún no hemos

 renunciado a nosotros mismos. Y ya estamos dentro. Podemos contemplar al Señor en la Eucaristía. Podemos participar de la Eucaristía. Podemos contemplar en la Iglesia el rostro de Dios. Descubrimos que somos capaces de sensibilizar la paz que Dios da a aquellos que le aman. Y aún así no nos hemos negado a nosotros mismos.

 

 Pensamos que hemos dejado casa, padre y madre; pero resulta que lo llevamos con nosotros: nuestros hijos, nuestro esposo o esposa están por delante de Dios. No hemos dejado nada. El esposo o esposa es el que tú mismo has elegido, no es el que Yo te he dado porque tú aún no me lo has dado y Yo no te lo he podido devolver. Entonces estás viviendo con un hombre y una mujer al que has considerado que Dios tenía para ti y tiene para ti. Pero como aún no has renunciado a él o a ella, El Señor no te lo ha podido devolver para que lo ames con su amor (por eso lo amamos fundamentalmente con un amor humano). Entonces estás manejando más un amor humano que un amor divino, por ello no entiendes del amor de Dios, porque no entiendes qué es «dar la vida». Y queremos seguir al Señor y tropezamos con nosotros mismos, igual que le ocurriera a María de Egipto. 
Así, lejos de divinizarse nuestro amor, estamos humanizando el amor de Dios. Y terminaríamos viviendo un humanismo sin fe, o un humanismo inspirado en el evangelio pero no viviendo como hijos de Dios, que es uno de los grandes problemas que tenemos en la Iglesia –al menos desde hace ya veintisiete años de pontificado de Juan Pablo II, quien ya el día de su coronación decía que era necesario evangelizar la Iglesia. 


Evangelizar la Iglesia es anunciar la Buena Noticia por primera vez a alguien que no cree. O sea, que estamos ya muchos años en ello y nosotros seguimos sin cambiar. Estamos lejos de divinizar nuestro amor y nuestra realidad. Estamos humanizando el amor de Dios. Estamos estableciendo a Dios entre unas referencias, en un marco referencial del cual parece que Dios no pueda salir.


Es necesario romper ese marco referencial en el que hemos puesto a Dios, y entonces no puede pedirme, no puede mandarme porque de hecho no le estoy obedeciendo. Y no es que tenga intención de ser desobediente, es que como mi referencia es el amor humano... pues no obedezco. Es lo mismo que vuestros hijos sueles hacer con vosotros.


Jesús dijo a los judíos: «¿Por qué os llama la atención que Yo diga Yo soy? Si Moisés dijo: sois dioses». El Señor nos devuelve la capacidad de divinizar el amor humano; pero no entendemos el amor de Dios, y nos quedamos amando como hombres desde la razón. Con sentimientos, pero desde la razón. 


Muchas veces cuando hablamos en lo humano y hablamos del amor fraterno pensamos que amamos a nuestros hermanos y, por ello, cuando mi hermano me ofende, yo no me molesto. Pero eso es amor humano, eso no es amor divino. Porque el amor de Dios ni siquiera piensa si me ofende o no. Pero nosotros, de entrada, ya nos sentimos ofendidos. En muchas ocasiones permanecemos en una muy buena educación. Pero, pensamos en rezar para que «mi hermano cambie» y no pensamos siquiera en orar para que mi hermano ame a Dios con el amor de Dios. 


No es que no seamos capaces de vivir el Evangelio. Es que hemos de comenzar por el principio: buscar a Dios con toda mi alma, buscarle con todo el corazón. Y eso lleva mucho trabajo, pero el trabajo no es en vano, porque el trabajo es conducido por el Arquitecto. (Sal 127)


Lo malo, y un motivo de frustración muy fuerte para nosotros es cuando pretendemos alcanzar lo que Dios nos propone y nos ofrece, sin llevar trabajo, y teniendo el amor de compraventa. Eso no hay quien pueda hacerlo, porque el Señor no bloquea nuestra vida ni nuestra libertad. El nos propone -como decíamos en la lectura del fragmento del Deuteronomio-, nos ofrece, nos explica, nos dice cómo tenemos que proceder. La elección es nuestra.
¿Cómo queremos entender todo lo que nos pasa si no amamos como Dios? Y si las realidades humanas que vivimos no son todas tan racionales o tan explicativamente racionales, porque dependen de un amor desde el corazón. Hay cosas que solamente se entienden desde el amor, desde el corazón. Solamente desde ahí, porque no son racionales ni tienen una respuesta racional. Mi cometido es amar a Dios con el corazón. Muchas veces las grandes dificultades que tenemos para vivir la fe, no son la dificultad de ponerlas en práctica sino nuestros propios puntos referenciales, que –en ocasiones- hasta nos lo hacen imposible.


«Alzando la mirada, vio a unos ricos que echaban sus donativos en el arca del tesoro, vio también a una viuda pobre que echaba allí dos moneditas, y dijo: De verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos. Porque todos estos han echado como donativo de lo que les sobraba, esta en cambio ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto tenía para vivir» (Lc 21, 1-4).


¡Cuántas veces hemos sentido la impotencia de hacer aquello que dice el Evangelio! Y no es que sea imposible, ni siquiera difícil. Simplemente es que tenemos cambiados los modelos referenciales y ellos son los que nos lo hacen difícil o imposible.


Tenemos muy claro las necesidades de nuestro mundo y las necesidades que sufren muchos hombres y, la misma Iglesia, para poder servir a los pobres. Pero, en nuestro diario vivir, nos atenemos al criterio social que nos «exige no pasar ningún tipo de privaciones».


Pareciera que «pasar necesidad» o tener algún tipo de «privación» atenta contra nuestra propia dignidad. «No podemos compartir con tal o cual institución caritativa, porque «me descuadra el presupuesto» y no podré, por ejemplo, comer fruta el jueves y el viernes. El Señor no te dice que comas frutas el jueves y el viernes. El Señor te dice que des a tu hermano de lo que necesitas para vivir. Si no puedes comer frutas el jueves y viernes... no comes. ¿Se va a hundir el mundo por ello?


Hay muchas personas que carecen hasta de lo necesario. Ya se pierde la cuenta de los «pobres de solemnidad» que hay en nuestro país y -¡cuánto más!- en el Tercer mundo. Pero, olvidamos que nosotros tenemos lo que Dios nos ha dado para que ellos tengan lo que no tienen. Dios te lo ha dado a ti para que tú lo repartas y compartas con ellos. Pero aquellos siguen sin comer porque tú te has empeñado –por ejemplo- en comer fruta todos los días. Y esto no ocurre solamente con los habitantes del Tercer Mundo. También ocurre con los que tenemos cerca de nosotros pasando necesidad, o, simplemente, cuando se trata de privarse de algo a favor del esposa o esposa...
No nos engañemos. Si nuestro corazón no es generoso, es porque no amamos. Tú haces tu aparte y, como nunca te sobra nada porque siempre hay cincuenta mil necesidades, si no las hay, te las creas, y te las creas con mucha «justicia», con muchas «razones» y muy lógicamente, pero mientras tanto algunos no reciben lo que Dios te ha dado a ti para ellos. Y se te crea un gravísimo problema.


En el tsunami muchos problemas. En Africa ni mencionarlo. Ahora todo es en tsunami porque han muerto muchos y ha sido un desastre muy grande. Pero en África están viviendo eso desde hace muchísimo tiempo. Algún país africano acaba de salir de la hambruna hace poco y todavía está en estado lamentabilísimo. Pero de ellos no se preocupa nadie porque –nos aducimos- es que hemos de tener todas las necesidades cubiertas, porque el Señor no quiere pobres. Y es evidente. Pero, entonces ¿por qué mantienes tú a los pobres? ¿Por qué les mantienes pobres?


Es claro que, posiblemente con tu aportación no resuelvas todos los problemas; pero se trata de que tú hagas lo que tienes que hacer. Pero como no entendemos el amor, no entendemos sobre la necesidad que tenemos de compartir y de ser generosos con los demás como Dios lo es con nosotros. Por eso sólo entendemos de necesidades nuestras. Y así, unas ocasiones somos generosos porque «nos quieren» y, en otras ocasiones, nos «sentimos mal» porque no alcanzamos a amarlos como quisiéramos, o sufrimos porque no es feliz, o porque está en un momento difícil.


Jesús camino de la cruz, nos amó hasta el extremo. Pero el padecimiento de Cristo es el padecimiento del amor, que nada tiene que ver con ese «padecimiento pasivo e inmovilista». Pero esa mezcla de padecimiento y amor nos desequilibra y cuando yo veo a una persona sufriendo yo también sufro inmóvil.


Eso no es amor interior, para el que tenemos un punto de referencia muy claro en Jesús: Hasta el olvido de sí, camino de la cruz, tratado como un asesino, golpeado, ultrajado, insultado... pero dio la vida.


Seguimos amando negociablemente. Todo parece que tenga principio y todo parece que tenga fin. Y el amor, por el contrario, es como el espíritu que no tiene ni principio ni fin. Y todo esto nos conduce -y volvemos al principio- nos dificulta entender el amor que Dios nos tiene. Y nos impide entender cómo amar a Dios. 
Por ello el Señor, que quiere conducirnos a El y conoce nuestras dificultades y flaqueza, nos insiste: «Amando al Señor».


¿Tendremos que romper todos nuestros esquemas? ¿Tendremos que salir de nuestros esquemas y dejar de protegernos a nosotros mismos, para meternos en el camino de la verdadera renuncia a nosotros mismos y abandono en las manos de Dios? ¿Será tiempo de que dejemos nuestro patrón de amor humano, amor negociable, para entrar, para comenzar a decirle al Señor, -como María Egipciaca- “Yo haré lo que Tú quieras”? ¿Será en ese “Yo haré lo que Tú quieras”, en ese hacer lo que Dios quiere, será donde realmente aprenderemos a amar a Dios y lograremos amar a Dios, y lograremos amar desde el corazón a Dios y a los hombres? ¿Será todo nuestro problema que somos hijos desobedientes y que solo hacemos algunas de las cosas que Dios quiere, pero no lo que Dios quiere? ¿Será el momento -como María Egipciaca, repito- decirle al Señor: “Déjame entrar y yo haré lo que Tú quieras” Y lo que Tú quieras deseamos en estos días pasados -retomando las lecturas que hemos visto en estos sábados y domingos anteriores- Lo que Tú quieras es muy fehaciente, es muy claro, por citar simplemente algunas cosas ¿no?
Nos decía el Señor: “Sé pobre en el espíritu”. “Llora cuando tengas que llorar” Es decir: “Da tu vida, aunque suponga que tienes que llorar” “Sé sufrido y paciente” “Ten hambre y sed de ser santo” “Ten un corazón misericordioso” “Ten un corazón limpio y trabaja por la paz” “Haz el bien y ayuda a los demás mutuamente” “Obedece con docilidad a tus jefes” “Parte tu pan con el hambriento” “No te cierres a tu propia carne” “Viste al que está desnudo” 


¿Será obedeciendo cuando alcanzaremos la vida, cuando alcanzaremos a entender el amor de Dios -a entender entre comillas- a experimentar, a vivir el amor de Dios, y cuando aprenderemos a vivir a Dios en el amor a Dios?
No es una cosa muy fácil. ¿No es algo demasiado simple que todo se reduce a la obediencia? 
Vamos a rezar un poco, vamos a orar y vamos a decirle todo esto al Señor, pero cada uno. Que cada uno mirando al Señor ahora le hable de todo esto desde él, desde la propia realidad personal, desde cada uno, desde nuestro propio interior. Y digámosle lo que proceda.