Sábado después de Ceniza, Ciclo A

«Amarás al Señor tu Dios, escuchando su voz y uniéndote a El»

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Is 58, 9b-14; Sal 85, 1-2. 3-4. 5-6; Lc 5, 27-32;

Adentrándonos en Dt 30, 20, el Señor nos dirá a través de Moisés: «Amando al Señor tu Dios, escuchando su voz y uniéndote a El».

«Escuchando su voz»
La Palabra del Señor continúa haciendo una llamada a detenernos, salir de la vorágine en la que -con frecuencia- vivimos y agudizar el oído para escuchar al Señor. Precisamente por que, en ocasiones no escuchamos la voz del Señor, porque no tenemos tiempo para escucharla. ¡Tenemos siempre tanto que hacer... tantas prisas y tantas urgencias! que cuando el Señor quiere llegar a hablarnos al corazón, no escuchamos o no distinguimos su voz. 

Sin embargo el libro de «El Cantar de los Cantares» nos insiste en que aquél que ama, no puede vivir sin el amado y lo busca incansablemente: «Dime, dónde está el amado de mi alma -dice la amada-, para que yo no ande como vagabunda tras del rebaño de otros compañeros» ¡Es tan grande el deseo de amar! ¡Es tan grande el deseo de estar, de escuchar, de acoger al amado! que la amada no deja de correr preguntando y buscando.
Escuchar, escuchar al amado, escuchar al Señor, «escuchando su voz» -como dice el Deuteronomio- quiere decir anhelando de tal manera su presencia, anhelarlo de tal manera acogerlo y guardarlo en el corazón -como hacía la Madre de Dios- que el hombre no cesa hasta alcanzarlo.
Sin embargo, nuestra experiencia, con frecuencia, es mucha prisa. Estamos muy ocupados en nuestras cosas. Algunos están tan ocupados en sus hijos, otros están tan ocupados en sus trabajos, otros en sus quehaceres... que quieren escuchar a Dios y no lo consiguen. Y cuando se detienen para escuchar al Señor, se detienen físicamente, porque dentro de su mente siguen trajinando con todas sus preocupaciones. Y, así, gran parte de nuestra vida.
Escuchar al Señor quiere decir ese instante que se multiplica o que se prolonga día tras día, de sentirte feliz con Dios, de experimentar la felicidad que da el amor, de experimentar el gozo de amar, el gozo de escuchar la voz.
Dice el refrán castellano que «solamente se valora algo cuando se pierde». Y es verdad. Pero nosotros que sabemos lo que significa, que lo hemos saboreado y lo hemos experimentado... en muchos momentos nos falta depender de ello. 
Escribe William Faulkner que «el sueño tiene que ser muy grande para no perderlo de vista hasta que lo alcances». Y nosotros tenemos un sueño muy grande: el amor de Dios. Pero lo perdemos de vista en el caminar para alcanzarlo. Escuchar al Señor quiere decir detenerse con Dios en el corazón, no separarse de El en el corazón, no separarse de El, anhelarlo, buscarlo.
Por otra parte, es curioso, hasta dónde nuestro mundo nos influye y hasta dónde nos vence el contagio de un mundo sin Dios. Nuestro mundo sin Dios tiene un límite: la muerte. Nuestro mundo sin Dios piensa en lo más inmediato pero no por virtud, no por vivir abandonado a las manos del Señor y en las manos de la providencia de Dios por amor, sino porque piensa en el trabajo, piensa en las responsabilidades, piensa en lo inmediato porque ha perdido la perspectiva del futuro. Y el cristiano -al menos parece que muchos de elos- ha perdido la perspectiva de la Salvación. Estamos construyendo un reino terreno, pero no amamos por toda la eternidad. Cuando pensamos en Dios no pensamos en el amor y en escuchar y acoger para poder estar con Dios toda la eternidad. Pensamos que ahora nos sentimos muy bien estando con el Señor, que ahora nos sentimos muy bien amando a Dios, que ahora nos sentimos muy bien viviendo con el Señor aunque suponga algunos sacrificios y algunas renuncias. Pero hemos perdido la perspectiva de la salvación y entonces hemos perdido la perspectiva de la cruz, y, por tanto, la perspectiva de la Redención. ¡Y así se nos van cayendo los grandes pilares de nuestra fe!
Porque si yo no tengo la perspectiva en mi vida, no tengo el sueño de la Salvación, de toda una eternidad junto al Amor, de una vida plenamente feliz para siempre, sino lo único que veo es lo que tengo al alcance de mi mano ¿qué sentido tiene la misma Eucaristía, la Redención, la muerte de Cristo? ¿Qué sentido tiene la eternidad? Perdemos de vista los grandes pilares y como los perdemos de vista, no dejamos que los grandes pilares de nuestra fe nos sostengan. 
Con facilidad miramos el aquí y el ahora. Pero no porque vivamos abandonados en las manos de Dios. De esta manera, cuando el amor nos habla al oído no logramos escucharlo. Porque el amor habla de eternidad, habla de «para siempre» y nosotros, en el mejor de los casos, hablamos de «hasta que la muerte nos separe». Es decir, nuestra relación con Dios entra -solamente- en el marco de la temporalidad. Y convertimos a Dios muchas veces en una circunstancia de nuestra vida, y no en la clave de eternidad, perdiendo, así, muchas cosas de vista. Escuchamos sus mandatos pero como perdemos de vista la eternidad del amor y la llamada a la Salvación, como perdemos de vista la vida que perdura después de la muerte... nos volvemos relativos hasta en las cosas de Dios; y el relativismo nos destroza la fe, la hace light, y la convierte casi en un adorno en nuestra vida importantísimo, sí, pero no se engancha a la eternidad. 
Muchas personas de nuestro tiempo, muchos cristianos -incluso- no perciben la eternidad que nos llega a través de la Palabra del Señor. ¿Qué estamos, pues, construyendo? Por eso nuestra casa no es sólida, porque no hacemos muchas de las cosas que nos dice el Señor, y ello hace que se tambalee nuestro fundamento. 

«No hago lo que quiero y hago lo que no quiero» 
Y no hacemos lo que en el fondo queremos y hacemos lo que en el fondo no queremos. Pues, al final no sabemos ni lo que queremos. Porque no escuchamos, ni acabamos de acoger esa luz que llega de lo Alto para conducirnos a lo Alto. No acabamos de entender que Dios se haya hecho hombre para que yo pueda llegar a Dios. La eternidad y la salvación se escapa a mi comprensión, a mi razón y termina perdiendo mi corazón.

-No. Si yo puedo amar a mi esposo. Yo puedo amar a mi esposa. Yo puedo amar a mis hijos. Puedo escuchar lo que me dice el otro. Pero a Dios. No consigo amar a Dios más que a nada en el mundo. 
- Hombre, ¡más que a mi mujer o a mi marido!
- Sí, más.
- Pero más que a mis hijos no puedo. Mis hijos son…
Lo tercero de la lista, debían ser lo tercero.

Porque si Dios no está el primero en tu amor ¿con qué vas a sostener el amor a tu mujer y a tus hijos?.
¡Si Dios no es la eternidad que te da sentido!. ¡El amor de Dios no es el sólido fundamento de tu vida!...
Bueno, lo vemos en la vida ordinaria. No sé qué porcentaje altísimo de matrimonios se rompen y no sé ya, qué porcentaje de hijos se destrozan por la ruptura y separación de los padres. Y cada vez el problema es mayor. 
-No. Pero es que yo -dicen algunos- no me he separado de mi mujer (marido), yo quiero mucho a mi mujer (marido).
¿Estás seguro?

Yo os preguntaría: ¿Realmente los casados os amáis? o más bien ¿os amáis a vosotros mismos? ¿Y al otro porque estáis muy a gusto? ¿Porque os sentís felices? Pensadlo.
Porque cuando Dios es lo más amado de mi vida, el amor de mi esposo y mi esposa cambia. Cambia porque ya no es solo el amor humano el que se establece entre los dos; sino el amor de Dios el que se establece entre los dos. Y eso que lo sabemos con la razón, en ocasiones, no lo sabemos con la vida. Y Dios pasa -por poner un ejemplo-, a la Eucaristía del sábado para poder ir a la playa el domingo y no tener que ir a Misa y perder tiempo de playa. O Dios pasa por la Comunión del niño, por el bautizo del niño, por la misa dominical... y en el mejor de los casos por estar en una comunidad... poniendo por delante de todo a mi mujer, a mi marido, a mis hijos. ¿Dónde queda Dios como lo primero de tu amor? 
Y nos acobardamos cuando nuestras cosas, quizás, se tambalean o no producen los frutos que deberían producir. Y buscamos la Palabra de Dios pero no la escuchamos. La leemos pero no la cumplimos. Aunque no es por mala voluntad, eso es lo más grave.
A veces algunos llegan a pensar que Dios se ha equivocado, porque El nos dice cómo debemos de vivir para ser felices y alcanzar el reino eterno (las dos cosas no pueden separarse) y, sin embargo no lo alcanzan.
En el fondo de la cuestión, evidentemente, no es que Dios se haya equivocado, sino que nosotros hemos invertido el orden y hemos situado en el primer plano de nuestra vida -en la mejor situación- lo que podríamos llamar «el mito de la familia». Mito porque -muchas familias, aún cristianas- la han convertido en el centro al que se dirige la propia vida, de todos y de cada uno de sus componentes. Lo primero a tener en cuenta, la razón de ser de todo -casi- el fin al que se dirige nuestra vida. Dios queda, en el mejor de los casos, en el fondo de todo, casi como último recurso

Todo se pone por delante y no tenemos oportunidad de escuchar al Señor, aunque El nos repita sin cesar: «Aunque tu padre y tu madre te abandonen, yo no te abandonaré». «A pesar de todas tus prostituciones ven conmigo amada mía. Vamos al monte que allí te enseñaré lo que es el amor». «Ven amada mía y corramos». «Ven amada mía, vivamos».
Y si seguimos viendo uno por uno los libros de la Escritura en todos encontraremos la misma referencia: «Ven». Y hoy el evangelio vuelve a decirnos: «Ven y sígueme». Pero nosotros no logramos escuchar al Señor, y queremos que sea El quien venga. 
Sin embargo, la experiencia nos termina demostrando que, generalmente, no terminamos de saber conducir nuestra vida y necesitamos ir a El porque tiene la sabiduría, tiene la vida y sobre todo porque El tiene el amor capaz de cambiar mi desamor, capaz de abrirme los ojos y que yo vea, capaz de abrirme el corazón y que yo entienda.
Por ello, pues, para que sepamos cómo orientar nuestra vida cotidiana y recordemos siempre aquello que debe marcar nuestra vida, Moisés nos recuerda: «Amando al Señor tu Dios, escuchando su voz».

«Escuchando su voz», dando un paso más, es obedecer. Recordemos el pasaje en el que el Señor le dice a uno: «Ven». «Déjame primero -le responde- ir a despedirme de mis padres». Quizás nosotros nos daríamos cuenta de que eso supone una falta de generosidad -por ejemplo-, pero quizás no nos damos cuenta de que en nuestra vda cotidiana, sí ponemos -como decíamos anteriormente- los hijos, los negocios... y, casi siempre, dejamos las cosas del Señor «para después». Sin embargo, cuando necesitamos, generalmente, hacer determinada acción o asumir una actitud concreta buscamos la respuesta en cualquier planteamiento sin tener en cuenta lo que enseña el Señor, dejándolo para después.
Parafraseando el pasaje del que se acerca a Jesús, cuando volvió -pensamos-, Jesús, que había seguido su camino, ya no estaba. Y así nos pasa también a nosotros, porque no escuchamos su voz. Con la razón lo sabemos; pero en la vida cotidiana no llegamos a atenderlo. ¿Por qué nuestra fe no está en el corazón? ¿Por qué no amamos? La respuesta personal está en nuestro propio corazón.
La convivencia hace crecer en el amor. Porque la convivencia está tejida de síes y de noes. Y en esa convivencia vas aceptando y negándote. Y en ese aceptar y negarte aprendes a amar. Porque a amar se aprende amando. A nosotros nos falta, evidentemente, convivencia con Dios, puesto que no hemos llegado a enamorarnos de Dios, ya que podemos vivir sin tenerle en cuenta, podemos pasar un día, media hora, una hora, sin «suspirar» por El.

«Escuchando su voz». Para escuchar su voz tenemos que convivir mucho con Dios, pues, de lo contrario, no la distingues. Alguien decía en la mesa que ser cristianos en el mundo que vivimos, ser cristianos en la calle -decía- es muy duro, es muy difícil. Porque te hace nada menos que la vida imposible, en ciertos entornos. Yo me preguntaba por qué es difícil. No es más que amar a tu marido o a tu esposa. No es más difícil que amar a tu hijo. ¿Por qué te es difícil amar a Dios? ¿Dónde está la dificultad? ¡En que no lo ves! Tampoco ves lo que hay en el fondo del corazón de tu esposo cuando está enfadado. Pero lo sigues amando. Y aunque está enfadado, cuando te detienes lo perdonas. O también amas a tu esposa aunque esté manipulando o gobernando tu vida y no te deja capacidad de decisión. Pero de tu corazón brota amor. 
¿Por qué con Dios no puedes hacer lo mismo? ¿Por qué es posible que entre nosotros se den cosas y no se pueden dar con Dios? Porque no convivimos con El, por tener mucho trabajo «y el trabajo también santifica». Evidentemente, pero santifica cuando convives con Dios mientras trabajas. Sin embargo, quizá el problema sea que no convives con Dios mientras trabajas; sino sólo trabajas y trabajas. Y cuando estás con Dios, quieres estar con Dios sin hacer nada más. 

No podemos escuchar su voz. No tenemos tiempo de detenernos con Dios. No convivimos con Dios. Dios va por un lado y nosotros por otro. Con muchísima facilidad. Y no porque queramos separarnos de El sino porque de hecho es una realidad. Y no porque no queramos seguirle. No. Pero vivimos con todo un andén en medio. Y queremos hacerlo bien pero no lo hacemos. Quizá, porque el sueño no es tan grande y lo perdemos de vista, porque el deseo de Dios no es tan grande y lo perdemos de vista, porque no nos preocupa la eternidad ni el amor para siempre. 
Quizás, hemos perdido la perspectiva de que la vela está encendida para siempre. Y que la vela no se va a apagar porque Dios no la apaga. Pero para nosotros el amor de Dios dura lo que un suspiro. O dicho de otra manera: lo que un retiro. 
Nos detenemos ante Dios y de pronto el Señor nos visita. Nos emocionamos espiritualmente hablando y damos gloria y gracias a Dios por la experiencia del Señor. Y de pronto, se apaga la vela. Y somos los de antes. Y muchas veces no deja ni huella en la vida. Porque a los cuatro días estamos haciendo las mismas trampas que hacíamos antes. ¿Cómo queremos escuchar la voz de Dios, cómo queremos entrar en su amor si no convivimos con El?
Si hiciéramos un test sobre el tiempo que, conscientemente, estamos con Dios en nuestra vida, nos sorprenderíamos del poco tiempo que estamos «conscientes de Dios» y de lo mucho que creemos que estamos, pero en realidad no lo estamos. Pensamos que estamos mucho. Y nos creemos que hemos cumplido, evidentemente. Volvemos al amor mercantil -que decíamos más arriba-. Pensamos que estamos mucho tiempo: Rezamos Vísperas, Laudes, la Misa, la lectura de la Biblia. ¡Uf! ¡Si es que estamos todo el día con el Señor! 
Descubriremos el poco tiempo que estamos con El y el mucho que creemos que estamos. ¿No nos damos cuenta de que vivimos más de las matemáticas que del amor? ¿De las apariencias que de la realidad? Queremos escuchar la voz de Dios, que El nos diga lo que tenemos que hacer. Bueno, pues plántate ante el Señor y no te muevas hasta que El te diga dónde. ¿Que no me contesta? Pues, no tengas prisa. Vive con El. Y sabrás lo que quiere. Escucharás su voz. 
Pero, tenemos tanta prisa que queremos que Dios nos hable, queremos escuchar su voz sin vivir con El. Y como no crece el amor, como no crece nuestro amor sino que decrece, cada vez escuchamos menos su voz, aunque tengamos la impresión de estar más unidos a El. Y cuando llega un momento de detenernos ante Dios, o nos obligan a ello las circunstancias... entonces nos damos cuenta. Pero eso nos dura lo que un constipado: cuatro días de subida y cuatro días de bajada.
Porque hemos perdido la perspectiva de vista a la eternidad. Todo lo de nuestra vida termina, como los negocios. Hago un negocio, se termina el negocio. Hago otro negocio, se termina el negocio. Y así, voy viviendo.

«Uniéndote a El»

Yo pondría el mismo ejemplo que pone la Escritura: cuando el Señor habla de su amor hacia cada persona, lo compara al matrimonio, a la relación, a la vida conyugal. Yo preguntaría a los casados: ¿Vosotros viviríais con vuestro esposo o vuestra esposa si no os vierais más que quince minutos al día y no todos los días? ¿Eso sería como no estar casados? El matrimonio ni es eso ni es eso lo que vosotros queréis vivir. ¿Por qué entonces vosotros queréis vivir lo otro y no eso, pero con Dios vivís lo otro? A eso se refiere Moisés cuando dice: «Uniéndote a El». ¿Por qué tu quieres vivir tu matrimonio y estar con tu esposo o con tu esposa el mayor tiempo posible? Y, sin embargo, parece que no te gusta estar junto con el Señor. 
Por otra parte, cuando vuelves de trabajar y te encuentras con tu esposa o tu esposa vuelve y os encontráis en casa saldríais juntos. Dejaríais a los niños o -quizás-, marcharíais con los niños un día, y de vez en cuando marcháis los dos solos porque necesitáis reencontraros tranquilamente. ¿Y con Dios por qué no? ¿Por qué con Dios no quieres estar tan unido? Pues si por estar con tu esposo o con tu esposa que haces lo inposible, también debería hacerlo por estar con el Señor. ¿No?

Ese es nuestro problema. Por eso no somos lo que tenemos que ser, ni experimentamos lo que tenemos que experimentar. Por eso el don de Dios se nos queda tan difícil de alcanzar: es como si quesiéramos gozar de las maravillas del matrimonio sin estar casados. Y entonces nuestro problema -lo dice el libro de Oseas- nuestro problema -dicho un poco tajantemente- sería un adulterio constante. Os invito a releer el libro del profeta Oseas, quizá entenderemos muchas cosas importantes para nuestra vida. 
Queremos unirnos a Dios y estamos con otras cosas. Así ¿cómo vamos a alcanzar nada? Si resulta que mi amor no es exclusivo, si mi amor a Dios no es lo primero. ¿Cómo voy a poder alcanzar algo si no hago para alcanzarlo? ¡Si vivo justo todo lo contrario! ¿Cómo puedo querer aprobar ser ingeniero en telecomunicaciones si estoy estudiando filosofía pura? Pero eso, que es tan simple y que entendemos perfectamente, no lo aplicamos a nuestra vida común. Y entonces queremos y no podemos. Claro, lógico. Quieres pero no puedes. Evidente. Si nos preguntaran: ¿Es posible ser ingeniero en telecomunicaciones estudiando exclusivamente filosofía pura? Diríamos: ¡noooo!. Sin embargo vivimos, queremos ser cristianos de verdad y no hacemos las cosas que nos harán cristianos de verdad, ni vivimos para ser cristianos de verdad, ni para aprender a ser cristianos de verdad, ni para aprender a vivir con Dios 
«amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, uniéndote a El».

Al mediodía hablábamos con alguien que decía que los hijos le reclamaban: «¡Somos una familia!, ¡somos una familia! «Claro -les respondían los padres-, somos una familia, pero si papá y mamá no se unen más, no hay familia que valga. Papá y mamá necesitan estar juntos». Tener un espacio para que la familia sea familia. Lo mismo nos pasa con Dios. Para que la familia cristiana sea familia cristiana necesitan estar juntos, con Dios. Uniéndonos a El. De lo contrario, somos otra cosa. Entonces, poco a poco nos vamos frustrando, porque somos hombres no ángeles. Y cada vez, cuando el Señor nos da una oportunidad, decimos ¡Oh mísero de mí! ¡Oh infeliz! ¡Qué desgraciado soy! que decía «La vida es sueño»
¡Nadie me quiere! ¡Es que todo lo hago mal! No. No es eso.

«Uniéndote a El». Y claro, una y otra vez descubrimos nuestra incapacidad, que se mantiene por no hacer lo que tenemos que hacer y lo que sabemos que tenemos que hacer. Y, poco a poco, vamos cayendo en una especie de frustración. Es tiempo de dejarse de lamentaciones y de desoir al enemigo -que conduce a sentirse culpables- y comenzar a poner en práctica y a vivir lo que el Señor ha enseñado y está enseñando día a día: «Amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, uniéndote a El».

También se da otro fenómeno importante. De la misma manera que nuestro tiempo ha perdido la perspectiva de la eternidad, también está perdiendo la perspectiva de la proximidad, porque -por ejemplo- éste libro de altar está más cerca que aquél que está allá. Si no hay otro libro allá, éste no está más cerca que nadie. No sé si me explico con el juego de palabras. Si no tengo perspectiva de la eternidad, tampoco tengo perspectiva de la cercanía. No sé lo cerca que está el amor de Dios, si no conozco a Dios. No valoro el amor humano si no conozco el amor divino. O, por otra contra, el amor humano me parece maravilloso y lo máximo alcanzable, porque no conozco el amor divino. Pero cuando conozco el amor divino, me doy cuenta que de su grandeza y, por ello, del valor inmenso del amor huamano. Como no conozco la eternidad, como no descubro, no miro, he perdido de vista la eternidad, lo cercano no es cercano.

Pero la lectura del profeta Isaías, que acabamos también de escuchar, (Is 58, 9b-14), nos explica lo que podemos perder o estamos perdiendo:
«Cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y la maledicencia. Cuando partas tu pan con el hambriento y sacies el estómago del indigente. Cuando ames al Señor tu Dios con todo tu corazón. Cuando escuches su voz y te unas a El…» Primero nos habla de lo que hemos de hacer, cosas concretas para que forjemos -con ellas- las actitudes de nuestro corazón. Continúa, así, lo hemos estado viendo: «Da de comer al hambriento, viste al desnudo, sé pobre desde tu espíritu, sé misericordioso, sé pacificador, sé bondadoso, ten un corazón limpio, etc.». 

A continuación viene la perspectiva de futuro, la perspectiva de eternidad. Sin ella, pues perdemos la cercanía. Y cuando miramos solos la cercanía no nos damos cuenta de lo que hay ni en un lado ni en otro.
«Entonces brillará tu luz en las tinieblas. Tu oscuridad se volverá mediodía. El Señor te dará reposo permanente. En el desierto saciará tu hambre. Hará fuerte tus huesos. Serás como un huerto bien regado, un manantial de agua cuya vena nunca engaña. Reconstruirás viejas ruinas. Levantarás sobre cimientos de antaño -o lo que es lo mismo, levantarás una nueva casa en tu interior. Te llamarán reparador de brechas, restaurador de casas en ruina». 

Cuando perdemos la perspectiva de eternidad, esto nos suena a música celestial. Porque claro, mi marido, mi mujer, mis hijos, mi trabajo, mi familia, mi padre, mi madre, mi abuelo, la cuenta del Banco, los créditos, la hipoteca, la ropa de marca... Todo es por la familia. Todo se queda tan en la inmediatez que no tenemos otra cosa que hacer, que no puedo hacer otra cosa. Y siempre con ese sentimiento más o menos de estar bien, pero de que algo no funciona. Y de buscar taparlo, corriendo, con lo primero que pillo que siempre es lo mismo: Mi marido, mi mujer, mis hijos, mi sueldo, mi empleo, mi trabajo, mi casa, mi padre, mi madre, mi abuelo, mi abuela. Y, sí, intentaré tapar el sol con la mano pero nunca lo conseguiré. Pero el Señor, que siempre está esperando, a la hora de la hora me dará o me está dando una oportunidad de cambiar. 

Necesitamos recuperar la dimensión de eternidad para entender que mi luz brillará en las tinieblas y que mi oscuridad se volverá mediodía. Para saber cómo alcanzarlo. Porque no es que no pueda, es que no me detengo a hacerlo, no me detengo a vivirlo. Mi sueño es tan pequeño que lo pierdo de vista cada dos por tres, y se me olvida todo. ¿Has rezado hoy? ¿Has leído la Biblia hoy? 

El Señor es muy sencillo y claro: «Amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, uniéndote a El». El Señor lo habla muy claro: Nos dice con mucha claridad lo que nos aguarda, y la inmensidad de una Salvación. 
No se trata, pues, de comprender o no las cosas. Se trata simplemente de obedecer, de obedecer a Dios. Amemos a Dios, escuchemos su voz, seamos obedientes y unámonos a El, confiando en El.