Solemnidad de Santa María, Madre de Dios (1-enero-2005) 

Paz interior conmigo mismo 

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Nm 6, 22-27; Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8; Ga 4, 4-7; Lc 2, 16-21

Cuando esta mañana Juan Pablo II celebraba la Eucaristía en la basílica de San Pedro de Roma, cerca del altar estaba el icono de Santa María, Reina de la Paz. En este día en que la Iglesia celebra la maternidad divina de María, el ser la Madre de Dios y en este día en que la Iglesia eleva especiales oraciones a Dios por la Paz y hace una llamada especial a la Paz, nos invita también a nosotros a reflexionar, a darnos cuenta, a mirar nuestra vida, mirando ese rostro de María Reina de la Paz.


Y está claro que cuando hablamos de paz para el mundo, hablamos de la paz en Irak, y de la paz en Sudán y de la paz en todas partes. Y no solamente hablamos de la paz para los cristianos, hablamos de paz para el mundo. Y cuando hablamos de paz no solamente hablamos de la ausencia de violencia y de que finalicen las guerras. La llamada del Evangelio y el rostro de la Madre mirando no solamente al Hijo que lleva en sus brazos, como tenéis en el icono frente a vosotros, en la parte izquierda superior del presbiterio; no solamente la paz como ausencia de violencia, sino el día de la paz, la paz que la Madre recibe del hijo y nos comunica a nosotros. Es la construcción de la paz. No sólo como mera ausencia de violencia, de odios, sino la paz como modo de vivir, como alternativa a la vida que nos ofrece la sociedad contemporánea. Una alternativa de paz, una alternativa de fraternidad. Es una alternativa de amor que construye, que edifica, que hace feliz. La paz que nos ofrece el Evangelio no es una resistencia pasiva, no es tampoco una huelga pacífica. La paz que nos ofrece el Señor en el Evangelio y que nos entrega para que la hagamos presente en el mundo, es la paz que nace del corazón que ama y que busca la felicidad para todos los hombres. Aquella que él mismo ha descubierto, aquella que a él mismo, como la ha recibido gratis, también la ofrece gratis a los demás.
La paz que la Iglesia nos ofrece hoy en el nombre de Dios, y que al mismo tiempo nos la entrega para que la hagamos real y presente en nuestro mundo, es la paz que nace en nuestra propia vida personal, dentro de nosotros mismos. Insisto, no es sólo una ausencia de conflictos interiores, también. No. Es la construcción de la paz, la presencia de Dios en mi vida que genere una vida feliz en mí, en la fidelidad de Dios y por la mía también. Una paz que se genere en mí frente a mi propia identidad, frente a mi sometimiento a Dios, frente a mi fidelidad a Dios, frente a mi amor por encima de todo. Pero no un amor a mi mismo. Un amor a Dios y un amor a mi hermano, y un amor a mi mismo en tercer lugar, porque yo también soy objeto del amor de Dios y yo también soy objeto del amor de mis hermanos. Por eso no puedo rechazarme a mí mismo. «Amarás a tu hermano como a ti mismo», decía el Señor en la ley antigua, y en la nueva ley decía «amarás a tu hermano como yo lo amo», como yo os he amado a los dos: a ti y a tu hermano.
Una alternativa a la vida que nos ofrece la sociedad presente porque vivir en la paz supone dar a cada cosa el valor que tiene y dar importancia a las cosas importantes y no entretenernos en naderías, como dice santa Teresa de Jesús: que si me pica la nariz, que si ha salido un día gris y entonces estoy, que si me han gastado una broma y no me ha gustado, que si me ha dicho y no me ha respetado,... Por el amor de Dios! ¡No! 
Dar importancia a lo que tiene importancia. Importancia tiene aquellos que
sufren, aquellos que están enfermos y no encuentran esperanza. Aquellos que son desheredados de la vida y de la sociedad, que han sido duramente castigados por cualquier causa, injustamente. Aquellos que no tienen qué comer, que no tienen qué vestir, aquellos que no encuentran la paz y el final de una guerra,... Eso sí es importante.
La paz que hoy nos ofrece la Iglesia y que nos intima a vivir y que nos llama a vivir para compartirla y para poder ser constructores de paz, comienza en esa paz interior conmigo mismo, donde yo pueda dar importancia a lo que significa Dios en mi vida y a lo que significa vivir feliz. Y a lo que significa, sobre todo, que los demás vivan felices. En la medida en que los demás sean felices, en esa misma medida, en la medida que yo construya la paz, en la medida en que yo construya felicidad en mi entorno, en esa medida yo viviré feliz.
Pero nunca podré vivir feliz, nunca podré saborear la paz si no soy constructor de paz. Y cada vez que me despisto, y cada vez que me antepongo a mí mismo, o mis sentimientos, por delante de la paz, del gozo y de la alegría de los demás, cada vez que eso ocurre, desciendo un peldaño de la escalera que tengo que volver a subir. Y a veces, es verdad, no sin esfuerzo.
Ser constructores de paz es algo muy real y muy práctico, muy concreto. No es absolutamente nada teórico. Pero también incluye un segundo nivel, el nivel de mis hermanos, ser constructor de paz en el corazón de mis hermanos. Y eso se alcanza no pensando en ti mismo nunca, nunca, nunca. Y lo que te parece ahora, quizás, una renuncia así de grande, te darás cuenta de que no es más que la más grande liberación. Porque te verás libre de tus ataduras, de tus cadenas, de tus sobrecargas, de tus sobredosis, y de todo lo que a ti mismo te está pesando o te está destrozando. Porque cada vez que piensas en ti mismo, pones sobre ti una carga más, un peso más. Cada vez que te entretienes en ti mismo, es como el águila que está en lo más alto del cielo y de pronto mira hacia abajo y piensa: «estoy en el aire, estoy a tantos kilómetros de altura», y de pronto pierde altura, pierde nivel, pierde velocidad y el testerazazo es increíble.
Cada vez que tú piensas en ti mismo y cada vez que te antepones a los demás, destruyes la paz, porque destruyes el equilibrio, la vida en ti. Y cada vez que tú piensas en ti mismo, vives para ti mismo, o te antepones a los demás, destruyes la paz. Porque rompes el equilibrio de tu matrimonio, rompes el equilibrio con tus hermanos, con tus padres, con tu comunidad. Y cada vez que vives para ti mismo, rompes el equilibrio de la vida, y destruyes tu paz y la de tu entorno.
Y después seremos capaces de quejarnos de que hay terroristas en un lado o en otro lado, y de aplaudir las políticas o quejarnos de la falta de política del gobierno frente a los terroristas... Pero quizá los primeros terroristas somos nosotros. Terroristas de nuestro matrimonio, de nuestra familia, de nuestros hermanos, terroristas unos de otros, porque no pensamos más que en nosotros mismos, o cuando no pensamos más que en nosotros mismos, o cuando nos anteponemos simplemente a los demás: «dámelo, es mío. Papá, mira. Mamá mira. Dámelo, es mío!» Eso es igual que poner una bomba, o como chocar un avión contra las Torres Gemelas. Sólo que estas torres son un poco menos visibles. Pero muere uno, o enferma uno, que es tan grave como morir cien mil. Una vida vale tanto como las cien mil restantes.
Esa paz que hoy nos ofrece el Señor y nos ofrece la Iglesia, y que nos entrega para compartirla con los demás, prosigue también en el ámbito social. Hemos de ser constructores de paz allí donde nos encontremos, pacificando el entorno. Porque el entorno no está exento de las presiones de la sociedad y de las presiones mismas bajo las que vive el hombre contemporáneo. No. El entorno no está exento de las presiones sociales de ganar más, de tener más comodidad, de tener más bienestar, de tener más posibilidades, más recursos, más prestigio, mejor nombre, ser más respetado, más, más... Y eso es como la carrera de armamentos. Sólo que eso no dispara bombas. Dispara veneno. La palabra a veces es más dañina que una bomba de Hiroshima. Un gesto, a veces, es más dañino que una bomba de Hiroshima. Un silencio fuera de sitio es más dañino, un gesto en el rostro es más dañino que la guerra de Irak. Porque mata la vida de uno, de dos, de tres, de diez, de cincuenta, que están a mi alrededor. Pero mata la vida, a fin de cuentas.
La Iglesia nos llama hoy a ser, nos recuerda el mandato evangélico de ser constructores de paz: «Bienaventurados los que construyen la paz», los pacificadores, los que ponen la paz donde hay cualquier otra cosa. Los que construyen la paz donde hay cualquier otra cosa.
Decíamos, pues, constructores de paz en lo pequeño de nuestra vida interior, en nuestra vida familiar, porque el que es fiel en lo poco, será recompensado en lo mucho, como dice el Señor en la parábola de los talentos y de las minas, «al que es fiel en lo poco, se le entregará el cuidado de lo mucho», porque será fiel también en lo mucho.
Seamos fieles en nuestro poco, en lo cotidiano que tenemos, en nuestra vida interior, personal; en nuestra vida matrimonial, familiar, comunitaria, social, laboral,... Dondequiera que estemos, seamos constructores de paz. Eso es lo que Dios quiere. Y eso es lo que el mundo necesita.