Sábado IV de Tiempo Ordinario, Ciclo A

No os olvidéis de hacer el bién y ayudaros mutuamente

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Hb 13, 15-17. 20-21; Sal 22, 1-3a. 3b-4. 5. 6; Mc 6, 30-34;

La palabra de la carta a los Hebreos es especialmente sencilla e iluminadora.
Pareciera que el Señor en estas últimas celebraciones hubiera determinado reexplicarnos cómo vive un cristiano, de reexplicarnos cómo es la vida del cristiano.

Si días atrás nos hablaba y nos resumía en las Bienaventuranzas el evangelio y la vida cristiana, en la carta a los Hebreos hoy nos insiste en muchos de esos aspectos fundamentales de nuestra vida cotidiana. 
Hace ya algún tiempo el Señor nos concedía poder compartir sobre la vida cristiana normal. En esta ocasión el Señor vuelve a insistirnos porque quizás ve que todavía no estamos viviendo como debiéramos, y necesitamos que nos dé una nueva advertencia, una oportunidad, como decíamos también el sábado anterior. 

La carta a los Hebreos dice: «No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente». «Haced el bien y ayudaros mutuamente». 

Son cosas muy sencillas y sabidas, cosas muy cotidianas y cosas -valga la expresión- ordinarias. Pero a veces estamos tan «encandilados» con las cosas extraordinarias y estamos tan pendientes de ver si pasa algo extraordinario que la vida se nos va de la mano sin darnos cuenta de la vida sencilla.
El Señor dijo ya en una ocasión: «Si sois fieles en lo ordinario, el Señor os confiará lo extraordinario». «Porque has sido fiel en lo poco el Señor te confiará el cuidado de lo mucho». Si en lo ordinario no vives pendiente de las cosas que cada día debes tener en cuenta, tampoco lo vivirás en lo extraordinario. No sabrás vivir cuando llegue algo especial. 
Y sin embargo, en muchas ocasiones, estamos más pendientes de lo especial, de a ver si ocurre algo especial, a ver si viene algo especial del Señor y vamos pasando los días. Y como el Señor no solo es Señor de lo extraordinario sino también de lo ordinario, no terminamos nunca de poner nuestra atención en las cosas extraordinarias, no llegando a identificar lo ordinario .por falta de atención- y entonces nos ocurre –a decir del Evangelio de hoy- como les ocurrió a quienes estaban en la orilla: cuando Jesús se va, nosotros nos quedamos en la orilla. Mientras los que descubrieron la importancia de lo ordinario –podríamos decir- fueron corriendo por la orilla para adelantarle para cuando llegara. 

Dice el Señor: «No os olvidéis de hacer el bien», «no os olvidéis de hacer el bien». Es lo mismo que decir: Recordad que debéis hacer el bien. Y hacer el bien no solamente consiste en hacer cosas buenas, sino vivir pendiente de la bondad. 
Decirnos haced el bien es lo mismo que decirnos sed bondadosos, conscientemente bondadosos, dándoos cuenta que hacéis el bien. No como una cosa mecánica, aunque, en muchas ocasiones- esperamos que todo ocurra así, a veces casi como por arte de magia, como dicen muchas veces los niños. 
No, hay que estar pendientes de hacer el bien. Tengo que vivir pendiente de hacer el bien. No porque esté la Guardia Civil y me pueda multar, evidentemente, sino simplemente porque debo vivir pendiente de hacer el bien. Porque eso es lo que dice el Señor y así es como dice el Señor que yo voy a ser feliz. No solamente hacer el bien que me agrada sino el bien. Porque en muchas ocasiones, para hacer el bien, uno tiene que hacer cosas que no son especialmente agradables ni desagradables, o son indiferentes y a veces cuestan de hacer. Pero dice el Señor: eso no importa, lo que importa es que tú no olvides nunca hacer el bien, que seas bondadoso, bondadoso en todas las cosas, bondadoso en todo momento, bondadoso con todas las personas, bondadoso en todas las situaciones. Que tú seas bondadoso, que al verte a ti, los demás descubran el rostro de la bondad y la Bondad de Dios.

Y dice el Señor: «Y ayudaros mutuamente» 

Hay muchas personas a las que les cuesta mucho pedir ayuda. Hay muchas personas que pueden estar disponibles para quien sea y hacen mil cosas. Y hay muchas personas difíciles para pedir ayuda. Sin darse cuenta de que niegan, con ello, a los demás la posibilidad de cumplir el Evangelio, en donde leo que debo ayudar a mi hermano. 
En la carta a los Hebreos dice: «Ayudaros mutuamente». Y, para ello, también hemos de aprender -decíamos en estos días- a agachar la cabeza. Reconocer que yo también necesito ayuda y que yo puedo ayudar. Las dos cosas. Y cuando puedo ayudar, salir al encuentro del hermano a quien puedo ayudar, sin ningún tipo de imposiciones. 
Porque hay veces que somos tan ayudadores que decimos que vamos a ayudarte y, sin embargo, lo que hacemos es decirte lo que tienes que hacer. Más bien, pues, su pretensión es gobernar, aunque lo hagan con la mejor intención del mundo. 
Pero también pedir ayuda mutuamente, porque si yo no pido ayuda, mi hermano no sabrá cómo ayudarme. 

Por otra parte, la comunicación es muy importante tanto en la vida del cristiano, como en la de la comunidad, así como en la propia vida de cada hombre. Porque si no nos comunicamos de manera transparente, abiertamente, sin recovecos... ni podríamos ayudar ni ser ayudados mutuamente por los hermanos. 

Estamos comentando muy rápidamente este texto de la carta a Hebreos (13), pero recomendaría que pudiéramos leer y orar serenamente –ya en nuestras casas- con este texto en las manos y poder, así, cuanto el Señor quiera manifestarnos personalmente.

Dice: «Obedeced con docilidad a vuestros jefes» 

Eso –parece- todavía es más difícil en nuestro tiempo. Tanto si nos referimos a las cosas de la vida cotidiana –sea en la vida espiritual, sea en los aspectos, diríamos, más humanos- todos sabemos mucho, casi lo sabemos todo. En nuestro nivel social últimamente en nuestro tiempo, no sé si os daréis cuenta, pero cualquier persona habla de cualquier tema y lo hace con mayor «autoridad» que cualquier experto en la materia. El hombre es capaz de hablar de lo que sea, de lanzar opiniones, juicios, pareceres. Y sobre todo hay un deseo de que todos hagan lo que yo digo, porque yo estoy acertado. Y así lo que estamos generando es un mundo lleno de conflictos. 
Por todas partes hay conflictos. Pues, evidentemente, donde todos mandan, no hay quien obedezca. Si todos consideran que tienen que imponer, porque ellos están en la verdad, automáticamente se crea un mundo dividido, fraccionado, enfrentado, confrontado, por naturaleza.
El Señor nos pone un elemento muy claro en la carta a los Hebreos: «Obedeced con docilidad a vuestros jefes»
En un hogar, si los hijos no obedecen a los padres están perdidos. Si los padres no toman en cuenta y no ven -incluso con discreción espiritual- lo que conviene a los hijos, también están perdidos. Porque al final los hijos terminan haciendo lo que quieren. Y no es posible que una niña de tres años pueda guiar un barco en alta mar. Ni es posible que un niño de siete años pueda elegir su vida y pueda determinar lo que es bueno si todavía está ignorante del 99,99 % de las cosas de la vida! Ni es posible que un niño de cinco años pueda dar lecciones magistrales a un arquitecto; ni que un niño de siete o diez y siete años pueda construir una pirámide. No es ningún desdoro para el hijo vivir sometido dócilmente a sus padres. Más bien es una bendición porque toda la experiencia de los padres terminara beneficiando al hijo. Y todos los errores de los padres podrán ser salvados o evitados por el hijo. 
Aquellos padres que han vivido toda su vida sin conocer al Señor y de pronto conocen a Dios, compartirán con su hijo todo lo que ha supuesto para ellos no haber conocido a Dios antes. Y eso será aliento para que los hijos puedan llegar a conocer a Dios. Pero cuando los padres no enseñan a obedecer a los hijos, cuando los padres asienten a aquello que los hijos sin experiencia de la vida -aunque se crean que la tienen toda- consideran que es lo definitivo en su historia, se sitúan en el marco de crear un conflicto en su convivencia mutua. Lo mismo que ocurre en aquellos hijos que no obedecen a sus padres.
En la vida espiritual ocurre lo mismo. La Iglesia nos enseña, los Maestros espirituales -que a lo largo de veinte siglos ha tenido la Iglesia- nos enseñan, y nos enseñan lo que viene de parte del Señor y que nosotros necesitamos aprender para la vida. Nosotros –en ocasiones- lo escuchamos pero no lo obedecemos. Anteponemos nuestros criterios, nuestro parecer, lo que se dice en la calle, lo que oigo por aquí, lo que atenta contra mi comodidad o lo que atenta contra mi idiosincrasia y lo que me apetece... Argüimos mil historias y después nos quejamos de nuestros hijos cuando ellos arguyen lo mismo para hacer lo mismo que estamos haciendo nosotros: No obedecer a nuestros «jefes». Consideramos las opiniones -decimos- pero sólo son consejos, sólo son ideas que me son sugeridas y frente a las que yo soy libre porque Dios me ha hecho libre a mí….
Escuchamos el Evangelio y nos dice que la gente se fue rápidamente por la orilla del lago -hasta la otra orilla- con el fin de adelantarse al Señor. ¡Qué bonito! –exclamamos-, pero no le obedecemos, no hacemos nosotros lo mismo.

Serás feliz si eres pacificador, pero no somos pacificadores. 
Serás feliz si compartes tu vida con los necesitados pero no compartimos la vida con necesitados. 
El Señor toma el ejemplo de la vida misma para que aprendamos nuestra historia. 
«Sed obedientes, con docilidad a vuestros jefes» Y sobre todo -¿cómo no?- obediente con docilidad al primer jefe, hablando en lo humano, al Señor, al Maestro.

De lo que siembras cosecharás, no es posible cosechar lo que no siembro. Si yo en mi vida no siembro sometimiento, obediencia, no puedo esperar que el mundo –mi mundo, mi entrono- coseche obediencia. No puedo esperar que él coseche obediencia si yo no soy coherente y no vivo dócilmente la enseñanza del Evangelio Porque quien dependa –de alguna forma de mi- no podrá aprender la enseñanza del Evangelio.

La vida es algo que se aprende por experiencia y, para alcanzarla, el Señor nos dice que una de las principales fuerzas del ser humano es la obediencia.
Por eso, la Madre de Dios, dirá a los criados de la Bodas en Caná de Galilea: «Haced lo que El os diga» y aquí nos dice el Señor: «Obedeced con docilidad a vuestros jefes». ¿Por qué? Por algo que no nos acabamos de creer. «Pues son responsables de vuestras almas y velan por ellas». Ni nos lo creemos que lo hagan nuestros jefes (con una –digamos- jefatura en cualquier dimensión humana), ni nos creemos que lo haga la Iglesia, porque si nos lo creyéramos lo viviríamos. Pero no creemos que cuiden de nuestras almas, que cuiden de nuestro corazón, que cuiden de nuestra vida. Porque si nos lo creyéramos, tanto respecto a la Palabra de Dios, como de nuestros responsables en la fe y en la vida de la Iglesia, si nos lo creyéramos de verdad, estaríamos pendientes de ello. 
Ayer escribía una carta bastante larga y muy delicada. La respuesta la recibí esta mañana: «He recibido tu carta, la he leído por encima. Estoy con una fuerte gripe. La leeré despacio y haré lo que me dices. Ya te comentaré». 
Sin embargo, esa no es la actitud más común. Leemos el Evangelio y no decidimos: Señor, haré lo que me dices. A nuestros padres o maestros espirituales, a los que de alguna forma a lo largo de nuestra historia han tenido algo que ver en mi caminar tras de Jesús no les decimos eso. No nos creemos y no somos, no obedecemos porque no creemos y no obedecemos a Dios porque no nos lo creemos. «Ve, vende lo que tienes, dáselo a los pobres y después ven y sígueme» 

«Y velan por ellas» dice también la carta a los Hebreos. Tampoco nos lo creemos. Por eso el Señor vuelve a insistirnos en estos puntos porque vamos cayendo en una tela de araña en la que nos precipitamos, muchas veces, por negligencia.

Y sigue diciendo el Señor: «Así lo harán con alegría y sin lamentarse, con lo que salís ganando»

Es decir, si nuestros jefes que dicen esto, se quejan de que no somos obedientes, de que no hacemos caso, es señal de que no estamos haciendo caso, de que estamos haciendo las cosas tan mal que hasta nuestros jefes se lamentan. Pero si somos obedientes, si asumimos que velan por nosotros, que cuidan de nosotros, ellos harán las cosas con alegría.

Bien, tomemos este texto del que nos habla la carta a los Hebreos (13). Yo os invito a releerlos despacio, desde la oración. Y que nuestra vida se como Dios quiere, respondamos a la expectativa del Señor y vivamos a la escucha de Dios para descubrir qué más cosas necesitamos ajustar o cambiar. Esta es una oportunidad -no dice si será la última o si quedan muchas- que nos da el Señor para cambiar, una oportunidad para acercarnos a El, una oportunidad para ser acogidos por El.