Domingo V de Tiempo Ordinario, Ciclo A
Necesitamos compartir para poder ser felices

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Is 58, 7-10; Sal III, 4-5. 6-7. 8a y 9; Co 2, 1-5; Mt 5, 13-16;

Hay personas que cuando oyen la expresión de que la Palabra de Dios es como un «manual de instrucciones que enseña cómo activar la vida y cómo conducirla de manera que nos lleve hasta la meta a la que aspiramos», piensan que es como reducir la importancia de la Palabra de Dios. 

Sin embargo pensamos que en cierta forma la expresión «manual de instrucciones» nos enseña de alguna manera lo que sí realmente pretende la Escritura.
Hay muchos fragmentos de la Escritura como la primera de las lecturas de hoy, del libro de Isaías, que evoca fácilmente la figura de un padre sentado, al lado de la cama donde está el hijo acostado y para desearle las buenas noches y antes de ello, el padre le explica y le dice al hijo como debe de vivir. O también otra escena -también fácil; por lo menos hasta hace unos años-, en la que está el padre en el sofá y el hijo se le acerca para hacerle una pregunta a la que el padre responde con carño, serena y tranquilamente. Son momentos de intimidad, de cercanía, donde el padre habla al hijo y le enseña, le enseña a vivir, al tiempo que le trasmite la importancia de la vida. 
Y en ese sentido sí. La Escritura es como ese manual de instrucciones que nos enseña a poner en marcha esa gran cosa que es la vida y que Dios como un padre bondadoso nos enseña cómo manejarla. 
La lectura del profeta Isaías continúa brevemente también, con la tónica de estos días pasados en las lecturas de la Eucaristía, concretándonos específicamente, por si acaso no hemos entendido, o nos queda algo por comprender, por si acaso hay algo en la vida que nos cuesta de vivir o nos cuesta de interpretar. Por ello, el profeta Isaías nos dice como de la boca del Señor: 

«Parte tu pan con el hambriento»

Comienza pues, recordándonos la importancia del compartir, compartir los bienes materiales, porque los espirituales ya se da por supuesto que se comparten. Y, aunque el otro pueda no ser cristiano o creyente, compartimos las experiencias espirituales, aunque con cierto pudor. Pero el Señor en este texto de Isaías nos insiste en que no puede haber diferencia entre la fe y la vida: tienes que compartir a todo nivel. Tu vida es un compartir. Tu vida entera es un don que Dios te ha dado para los demás, es un don que Dios ha puesto en tus manos para que otros se enriquezcan y para que tú también lleves al otro lo que tú recibes. Nos lo dirá con el ejemplo más material, más concreto, porque tendemos a espiritualizar mucho la fe, a limitarla al área de lo espiritual y cuando se trata de compartir tu pan con el hambriento, muchas veces nos retraemos o ponemos como excusa que hay tanta necesidad en el mundo que uno no sabe a cual atender.
El Señor no te habla de necesidades del mundo. El Señor te habla de partir tu pan con el hambriento, te habla de algo muy concreto, algo que tú necesitas hacer, porque mientras no lo hagas ni tu corazón ni tu vida se realizarán, ni entrarán camino de la plenitud, Antes bien, seguirás dando vueltas como el pueblo de Israel en el desierto, en torno a la ciudad de la felicidad, al lugar de Dios, al lugar de paz.
Y dar el pan es algo muy concreto. Es compartir lo material, eso es dar el pan, y es compartir lo espiritual, también eso es dar el pan, porque lo espiritual se nos da también: la Eucaristía, el Pan de los ángeles, dirá santo Tomás. 
Necesitamos compartir para poder ser felices. No necesitamos que los demás lo compartan con nosotros. Eso sería «azotar vientos», como dice la Escritura. Compartir el pan es compartir mi interior y mi exterior, compartir mi fe y compartir mis bienes, compartir lo que recibo de Dios, del uno y otro campo para que el otro sea feliz, sin esperar nada. No dice aguarda con paciencia que los demás compartan. No, dice, tú comparte, parte con el hambriento el pan, el pan de cada día y el pan de la vida, la Palabra y la Eucaristía. Después para especificárnoslo más, para que entendamos que se trata de una vida y no de una filosofía, ni de una simple doctrina, el profeta va a insistir: «Hospeda a los pobres sin techo. Viste al que va desnudo». Son dos expresiones bien concretas. Hospedar quiere decir acoger en mi casa al otro, acoger en mi corazón la palabra de mi hermano, acoger en mi corazón, en mi interior a mi hermano. Eso es amarle. Lo podemos decir de muchas maneras. Pero acoger en mi casa es amar a mi hermano. Pero amarlo hasta en lo más práctico, hasta lo más concreto, hasta en lo más material, hasta lo más simple. Acoges a tu hermano de la misma forma que hospedas a alguien en tu casa y al hospedarlo le das todo lo que tienes. Y le das libertad para moverse por ella. No lo hospedas en tu casa y le dices: mire usted, esta es su habitación, no salga de ella mientras esté usted aquí. No. Cuando hospedas a alguien en tu casa, le dejas libertad de movimiento, así es el amor. Así es el amor. Cuando amas a alguien le dejas libertad de movimiento por tu vida. Y eso, cuando el Señor lo aplica al matrimonio dirá: «Serán los dos una sola carne». Y cuando el Señor lo aplica a la comunidad cristiana, dirá: «Tendrán un solo corazón y una sola alma». Pero tú comienzas «hospedando en tu casa al que no tiene techo», sea quien sea y ocurra lo que ocurra. 

Después vuelve a insistirnos: «Viste al que va desnudo». 

Al primero lo recibes en tu casa, al segundo le das lo que tienes. Porque el vestido se lo lleva. 
En el primero de los casos él permanece contigo, y en el segundo de los casos él se lleva lo tuyo. Tú recibe, acoge, y ofrece. Y generalmente cuando ofrecemos algo esperamos la respuesta, el agradecimiento, la sonrisa, las buenas palabras. No. El vestido se lo lleva. 
Es la manera sencilla en que Isaías nos habla de esa gratuidad, tan difícil para nuestro tiempo. Ese vestido se lo lleva, no me deja nada. Yo se lo he dado. Sin embargo, con frecuencia, nosotros solemos esperar algo: Una sonrisa, un agradecimiento, que nos haga otro favor, que nos dé también algo, que nos atienda cuando necesitamos algo. 
No, el profeta es simple: El se lleva lo tuyo. No te va a dejar nada de lo que tú le has dado y no te va a dar nada a cambio, porque tú tampoco lo deseas, porque tú tampoco lo vas a esperar, y tampoco lo esperas.

Y termina: «No te cierres a tu propia carne». 

Es decir, a fin de cuentas, tu hermano «eres tú, es tu propia carne». Y no está hablando aquí de la carne física, evidentemente. Está hablando de la propia carne en el sentido de pueblo, en el sentido de la familia de Dios, porque -valga la expresión- la misma sangre de Jesús que corre por sus venas y por las tuyas, porque «hemos sido salvados por la sangre del cordero». Mi hermano es mi propia carne, y yo no puedo cerrarme a mi propia carne. «Lo que hagas a uno de estos pequeños a Mi me lo haces» -dirá después Jesús-. «Amaos como Yo os he amado» -dirá también-.
Y el profeta dirá: «No puedes cerrarte a tu propia carne». Es decir, si tú no partes tu pan con el hambriento, si no hospedas a los pobres sin techo, si no vistes al que está desnudo... te cierras a tu propia carne. No serás feliz. Es como si te estuvieras suicidando. Después nos permite contemplar los frutos que produce en nuestra vida semejante actitud. Y nos cantará las excelencias de una vida en Dios, de una vida en Cristo.
Tomemos pues, estas palabras y concluyámoslas con el grito de Jesús en el capitulo cinco de san Mateo: «Vosotros sois luz para el mundo». Es decir, según viváis vosotros, aprenderá a vivir el mundo.
Resulta un poco doloroso en nuestro tiempo estas palabras de Jesús cuando uno las coteja con la realidad existencial, porque cada vez pareciera que hay menos cristianos. En Europa por lo menos sí, constata el Anuario Pontificio del año 2005 que ha habido un gran descenso de católicos en Europa. Entonces qué pasa, ¿Qué no estamos siendo luz para el mundo? Y como no nos ven vivir como dice el Señor, no reproducen, no se sienten atraídos por la vida que Jesús propone. Por ahí podría ir también un poco nuestra reflexión personal.
Pero Jesús nos dice: «Vosotros sois luz para el mundo». El mundo aprenderá a vivir la Palabra de Dios a través de vuestra vida. «Vosotros sois sal para la tierra». Es decir la vida del mundo perderá su sabor, el hombre no será feliz, si no ve en vosotros, si no encuentra en vosotros esa sal para saborear la vida, la naturaleza. Es menester que la encuentre en vosotros porque de la misma manera que una comida sin sazonar suficientemente, no está buena, de la misma manera el hombre no alcanzará la felicidad si no se sazona con la Palabra de Dios hecha vida en vuestras carnes, en vuestros cuerpos, en vuestros corazones. Porque «vosotros sois luz para el mundo». «Vosotros sois sal para la tierra».