Domingo XVI Tiempo Ordinario, Ciclo A

Acoger a Dios en tu corazón 

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Gn 18, 1-10a; Sal 14, 2-3ab. 3cd-4ab. 5; Col 1, 24-28; Lc 10, 38-42;

Siempre significa «entrar en su descanso». 
Abraham, aún sin conocerle, lo acoge, le sale al encuentro y le invita a entrar en su casa. Y Abraham entró en el descanso de Dios. La cumbre de sus tristezas -que era precisamente no haber tenido un hijo- se vio gratificada con esa acogida. El acogió a Dios y entró en el descanso de Dios y fue concebido Isaac. 

Lo mismo que le ocurrió a Abraham, le ocurrió también a Sara. Sara dolida e inquieta sufriendo constantemente por no haber podido dar un hijo a Abraham. Tras escuchar la promesa de los Tres Huéspedes, también fue pacificada interiormente y entró en el descanso de Dios.

Marta, María también recogieron a Jesús y entraron en el descanso de Dios y ambas, las dos, descubrieron en profundo la realidad de su corazón. Una en sus inquietudes y la otra en su escucha. Ambas entraron en el descanso de Dios porque también ambas recibieron la palabra del Señor para ellas que les llevó a entrar en el descanso y a pacificar interiormente toda la existencia. 
No hay nada más ventajoso en la vida del hombre que acoger a Dios en su corazón. Aún egoístamente. Porque cuando acoges a Dios en tu corazón encuentras tu descanso en El. El Señor te pacifica interiormente y «te concede -como dice la Escritura- los deseos de tu corazón».
Las lecturas de hoy son toda una llamada fuerte y firme de Dios a entrar en su descanso. Para ello El nos visita en esta Eucaristía. El Señor, los ángeles de Dios pasaban por allí -dice el texto del Génesis- y Abraham salió y les dijo: «Os ruego que entréis en mi casa».
El Señor ha pasado por nuestra vida y hoy -el día del Señor-, nos ha reunido, nos ha llamado y nos ha sentado a su mesa. Abraham le ofreció el cabrito y lo mejor, un pan amasado directamente para ellos. A nosotros nos ofrece la Eucaristía, el Pan vivo que ha bajado del cielo para nosotros. El Señor nos ha visitado y nos llama, nos llama a entrar en su descanso, nos llama a descansar en El. Y descansar en El es vivir en la paz. La paz interior, la confianza en Dios, en el amor, en la cordialidad, en el gozo, en la alegría. 
Entrar en el descanso de Dios es rehabilitar, actualizar en nosotros el Misterio de Cristo, actualizar en nosotros la vida del espíritu, la presencia del Padre. Entrar en el descanso de Dios es ver las cosas como Dios las ve sabiendo, además, que «todo lo puedo en Aquél que me fortalece». 
Entrar en el descanso de Dios es entrar en esa relación personal que llevó – poco después- a Dios a decir: «No me ocultaré a mi amigo». No es que Abraham hiciera amigo suyo a Dios. Dios hizo amigo a Abraham y decidió no ocultarle su corazón.
Entrar en el descanso de Dios también es entrar en esa relación personal donde Dios «no se oculta a su amigo», porque pasamos a ser amigos de Dios, porque El nos hace amigos. No son nuestros méritos ni nuestras buenas acciones. Es simplemente ese amor perfecto de Dios, el que nos hace amigos suyos. Nos desvela los secretos del corazón. Hace patentes en nosotros la presencia de su amor, de su paz, su visión sobre las cosas, su manera de enfocarlas, su manera de vivirlas. Y el Señor sabe que eso es necesario para nosotros. 
Por eso en esta Eucaristía nos llama a «entrar en su descanso». A sentarnos a la mesa con El como hiciera Abraham con los ángeles; pero esta vez es El quien sirve el Cordero, quien sirve el pan. Es El mismo quien nos lo ofrece y quien se ofrece. Han cambiado las tornas. Dios baja con el pan y el vino, con el cordero y el vino para comerlo nosotros.
Pues bien acojamos esta llamada del Señor y entremos en su descanso. Descansemos en El y con El. Que nuestro corazón descanse en el suyo y que la paz, el gozo, la alegría, el amor y todo lo que Dios quiere, también se cumpla en nosotros, como se cumplió en Abraham y Sara al concebir a Isaac.
Que de la misma forma que el Señor nos visita y nos ofrece El el pan y el alimento de la vida, así también alcancen cumplirse en nosotros sus promesas porque -al igual que Abraham y Sara-, también nosotros necesitamos el cumplimiento de las promesas de Dios, porque sin El, pretenderíamos imposibles. De un hombre y una mujer incapaces de tener hijos se puede esperar un imposible, cuando Dios cumple su promesa. 
Abramos los ojos, los oídos y el corazón para el momento de la confidencia de Dios. Y abramos nuestras manos y nuestros brazos para acoger de Dios el cumplimiento fiel de sus promesas.