Epifanía del Señor 

El Señor nos atrae hacia Sí para hacernos el regalo de Sí 

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 


Is 60,1-6; Sal 71,2.7-8.10-11.12-13; Ef 3,2-3ª.5-6; Mt 2,1-12;

Evidentemente el hecho histórico de la fiesta de los Reyes que nos trasmiten los evangelios, es un acontecimiento sucedido en Belén de Judá: tres sabios de Oriente llegaron a adorar a Jesús, a postrarse ante El y a ofrecerle sus dones.
Ya esta primera mirada sobre este acontecimiento nos ofrece un claro ejemplo para nuestra vida: Vivir acercándonos cada día más a Jesús y ofreciéndole cada día nuestros dones. Los dones de nuestra pobreza, los dones de nuestra pequeñez o los dones que, a fin de cuentas, antes hemos recibido del Señor. 
Estos tres hombres sabios le entregaron oro, incienso y mirra, pero más allá de esos tres elementos de la naturaleza estaban ofreciéndose a sí mismos, al reconocer en Jesús a Dios, y en la estrella que los guiaba «la Luz que venía de lo Alto» y al Dios que regía el Universo. Dios Creador Omnipotente -como gustaba de llamarle Abraham. 
Ya esto mueve nuestro corazón a ese reconocimiento de Dios en Jesús, al margen de cualquier otra cosa. Porque son hechos completamente independientes: podemos ser buenos o podemos ser malos pero eso no quita que en nuestra pequeñez, en nuestra pobreza y en nuestra necedad reconozcamos en Jesús al Hijo de Dios, al Creador Omnipotente que ha venido a salvar al hombre y a conducirlo hasta la gloria de Dios. A «Dios que se ha hecho hombre para que los hombres puedan alcanzar a Dios» -como dicen los Padres.
Pero también en la celebración de la liturgia se da un aspecto distinto del misterio acaecido en Belén: el mismo Señor que -en la Eucaristía- se acerca hasta nosotros para ofrecernos sus dones, su Cuerpo y su Sangre. 
La fiesta de los Reyes en la Eucaristía de su celebración, reviste también ese tono u ofrenda especial: Nosotros vamos al encuentro del Señor, como fueron los Sabios de Oriente, pero es el Señor mismo quien sale a nuestro encuentro. No aguarda a que lleguemos a ningún lugar, es El quien sale a nuestro encuentro en el transcurso de la vida y en el transcurso de esta fiesta para ofrecernos sus propios dones. 
No rechaza los nuestros, los recibe, pero nos ofrece al tiempo los suyos. Los nuestros serán signos de nuestra pobreza, pues evidentemente, no podremos ofrecer ninguna cosa especialmente importante al Señor, sino sólo lo que somos, lo que tenemos, lo que hay en nuestro corazón, bueno o malo incluso. Pero el Señor nos sale al paso y nos ofrece los dones más grandes que nadie puede haber ofrecido jamás: el Cuerpo y la Sangre de Jesús y con Ellos y en Ellos nuestra Salvación. 
Por eso el templo hoy se convierte en esa gruta de Belén que tiene doble sentido: por una parte, el Sol más grande que el sol, viene a iluminar la vida de los pobres, de los pequeños. Y, por otra parte, en el pan y el vino, en las especies sacramentales, el Sol que es más grande que el sol viene a nuestra gruta de pobres, a nuestro corazón de pobres, en el que guardamos y donde almacenamos, junto a los buenos deseos también nuestras imperfecciones. Como en aquella gruta de Belén. 
Entonces el Sol más grande que el sol irrumpió en aquella gruta y hoy irrumpe en la nuestra, en la gruta de nuestra vida, en este lugar donde se celebra la liturgia eucarística y donde se celebra la fiesta de los Reyes, la fiesta de la adoración de los Sabios de Oriente. Y el Señor se nos da en las especies sacramentales y viene a iluminar nuestra pobreza. 
Viene a iluminar nuestra vida con su Luz, y a irrumpir en nuestro letargo, en nuestro sueño y a irrumpir también en nuestra tranquilidad, como hicieron los ángeles en la noche de Navidad con respecto a los pastores. Estos estaban tranquilamente durmiendo, guardando el rebaño, al igual que nosotros que estamos tranquilamente durmiendo guardando nuestro rebaño, guardando aquellas cosas que para nosotros pueden ser más o menos importantes en cada momento determinado. 
También los Sabios de Oriente estaban en sus lugares de origen estudiando los astros y viendo la evolución y el movimiento de las estrellas. Y también allí en la tranquilidad de su quehacer cotidiano, la estrella irrumpió en sus vidas y los atrajo hacia Dios, los atrajo hacia Jesús. 
Y también hoy -en la Eucaristía-, Dios nos atrae hacia Jesús. «Cuando Yo sea elevado a lo alto atraeré a todos hacia Mi» -diría después Jesús. Y en la Eucaristía hoy, el Señor nos atrae hacia Sí para hacernos el regalo de Sí mismo. No pide nada especial, como tampoco pidió a los pastores. Los Sabios le ofrecieron por su cuenta lo más significativo para ellos y lo que consideraron más significativo para Jesús.
También pues, de nuestra cuenta corre la ofrenda que nosotros le hagamos al Señor. También de nuestra cuenta corre que nosotros, recibiendo a Jesús que sale a nuestro encuentro en este día, nos postremos ante El y lo adoremos como hicieron los Sabios, reconociéndole Dios, Señor y Salvador, Mesías y Señor.

Hemos cruzado un largo trecho de nuestra vida. Hemos caminado de un lado a otro ya unos cuantos años, también en éste de gracia en el que el Señor nos ofrece postrarnos ante Dios, postrarnos ante El que «El es tu Señor» -como dirá la Escritura. Postrarnos ante el Señor como los Sabios de Oriente y, sin menoscabo de haberlo hecho muchas veces más, ofrecerle hoy también nuestros dones como si fuera la primera vez. 
Ofrecerle nuestro reconocimiento de quién es El y nuestro reconocimiento de quiénes somos también cada uno de nosotros. Ofrecerle nuestro reconocimiento por su Salvación, por la que El nos ha traído, por la que El nos ha ofrecido y entregado. Ofrecerle nuestro reconocimiento porque sabemos que «Dios quiere que todos los hombres se salven». 
Y aceptando también el ofrecimiento de sus dones, porque, si bien los nuestros son añadidos a la gloria de Dios y proclamadores de la misma, los dones que de Dios recibimos son necesarios para nuestra vida. No podemos vivir ni caminar sin esos dones de Dios. Por eso también es menester que abramos el corazón para recibir los dones que hoy el Señor nos ofrece. El don de nuestra Salvación. La actualización de nuestra Salvación: su Cuerpo y su Sangre. Signo y presencia de su amor. Expresión de la entrega incondicional por cada uno de nosotros.
También es necesario que recibamos los dones del Señor, el don de su Palabra y el don de su Presencia, porque también los necesitamos para vivir. No es posible cruzar una gran superficie si no hay ni el más mínimo atisbo de luz. La gran superficie de la vida no es posible cruzarla felizmente si no tenemos «la Luz que viene de lo Alto» que nos muestra los «caminos de la paz». 
Por eso también necesitamos recibir los dones que hoy el Señor nos ofrece en su Cuerpo y en su Sangre. Recibir los dones que El nos da para nuestra Salvación, para nuestra vida de salvados cada día. 
Hoy se hace un «admirable intercambio» entre el don de Dios a los hombres y el don de los hombres a Dios. Y es un «admirable intercambio» -como se reza en la liturgia el día de la Eucaristía- porque lo que vale, lo que es importante se otorga a cambio de lo pequeño. Lo que es un gran tesoro se otorga a cambio de una expresión de pobreza. Dios se entrega a cambio del hombre. Realmente un intercambio tan admirable como el del pan y el vino que se vuelven Cuerpo y Sangre del Señor, si pudiéramos compararlos. 
Por eso es importante, a todos los niveles, que esta celebración sea una experiencia, sea una entrega nuestra, conlleve una apertura de corazón para adentrarnos en ese misterio de amor insondable que «ni ojo vio ni oído oyó» pero que «Dios manifestó a aquellos que le aman». 
Adentrémonos, pues, en este don que Dios nos hace del día que celebramos. Adentrémonos en el don que El nos trae, para que podamos escuchar en el corazón esas palabras de amor de Dios que nos hagan traspasar el misterio y asentarnos en su presencia. Permanecer ante El como permanecieron los pastores, como después permanecieron los Sabios de Oriente. 
Adentrémonos en el misterio para que Dios nos conceda tener el coraje de la Santa Familia y de los Sabios de Oriente de hacer frente al mal siguiendo nuestro camino. No se trata ni de huir, se trata de seguir nuestro camino. Ambos, la Santa Familia y los Sabios de Oriente, siguieron su propio camino: lo que Dios les dijo. Unos fueron a Egipto, otros dieron la vuelta, pero en todo momento, ambos, siguieron su propio camino. 
No mezclarnos con el mal, ni poco ni mucho, no tener una alianza, ni informal siquiera, con el enemigo, con el mal, con lo malo, con el Malo... sino frente al Malo, seguir nuestro propio camino, lo que Dios quiere.