Domingo XXXII del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Lo que es ser cristiano

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:      

1R 17, 10-16;  Sal 145, 7. 8-9a. 9bc-10;  Hb 9, 24-28;  Mc 12, 38-44 

La Palabra del Señor nos sitúa en una mirada hacia adentro. Una mirada hacia adentro para descubrirnos a nosotros mismos y descubrir lo poca cosa y lo pobres que somos, aunque nos creemos ricos y casi todopoderosos, aunque a veces el orgullo se suba hasta lo más alto y la humildad desaparezca y el reconocimiento de nosotros mismos desaparezca de nuestro horizonte.

En el pasaje de la viuda de Sarepta, el Señor nos hace vernos reflejados en esta pobre mujer viuda: ya casi no tenía ni vida, no porque fuera anciana o estuviera enferma, sino simple y sencillamente porque era una mujer que no tenía que comer. Apenas le quedaba un poco de harina y un poco de aceite.

En esa mujer el Señor nos hace reflejarnos a nosotros y nuestra realidad. Nosotros creemos que somos tan importantes que cualquier cosa que pasa alrededor pensamos que nos atañe o que daña nuestra propia imagen. Y en el marco de la vida cotidiana con facilidad nos sentimos -diría- algo así como ladeados. Nuestra imaginación nos lleva a ocultar la pobreza de nuestro corazón.

El Señor hoy nos propone la figura de la viuda de Sarepta para que descubramos y entendamos que sin la Palabra, sin el Señor, realmente no podríamos vivir. Que sin el Señor no tendríamos ninguna respuesta a ninguna de las preguntas que el hombre se hace. Nos lleva a descubrir que es verdad que somos incapaces de vivir por nosotros mismos y que aunque a veces nuestro amor propio domine nuestro corazón y nuestro sentido: si no fuera por el don de Dios nuestra vida moriría sin remedio. Esta mujer viuda, si no hubiera sido por el Señor, hubiese amasado su poco de harina con su poco de aceite y hubieran muerto ella y su hijo.

Qué distinta suena la vida cuando uno la mira desde su realidad y descubre que realmente todo es un don, que los demás también son un don a través de los que Dios me llega.

La primera impresión de esta mujer viuda, tuvo que ser chocante cuando Elías le dijo: Dame de comer a mí y Dios después te dará de comer a ti y a tu hijo. Y te dará de comer todos los días mientras dure la sequía.

Con facilidad en las relaciones humanas los hombres se creen dueños y poderosos, regatean el protagonismo de cualquier historia, el ser los primeros en cualquier cosa, el poder sobre los demás y el prevalecer como sea sobre ellos. Esta mujer viuda nos dice: soy el más pequeño, no tengo derecho a nada, ya no me queda nada, todo lo espero -como decía Pablo- de Aquel que me fortalece.

Elías, para esta mujer, era un hombre cualquiera, pero Dios se manifestó en él. Y así Dios se manifiesta en nuestra vida a través de los hermanos, de los que nos rodean; aunque a veces pensemos que nos ofenden, pero Dios también se manifiesta a través de los hermanos. Y se manifiesta para que aprendamos y recibamos el don de la vida de la misma manera que esta mujer viuda recibió a través de Elías el don de la vida que Dios le regalaba.

Qué difícil hacemos a veces los humanos la convivencia, en el seno del matrimonio, en el seno de la familia, en cualquier nivel. ¡Qué difícil hacemos la convivencia! Y normalmente la dificultad nunca está en el otro, siempre está en mí, aunque yo quiera victimizarme y sentirme pobre, desvalido y maltratado. La dificultad está en mí que me quedo sin pan, sin harina, sin aceite; que me quedo sin el alimento necesario por no aceptar a Dios que me viene a través del hermano que, si es verdad que pensamos que a veces mortifica, lo que mortifica es mi amor propio. Y no es mi hermano el que mortifica mi amor propio, es mi amor propio el que se siente dañado y el Señor aprovecha la situación para que yo aprenda la humildad y deje de ansiar ser el centro, ser lo que sea.

¡Cuánta más paz habría en nuestro mundo si los hombres actuáramos como esta mujer viuda, acogiendo siempre la Palabra de Dios que está detrás de lo que sucede en mi entorno y que está detrás de lo que me dice mi hermano! Esta mujer podía haber desconfiado de Elías. Tenía todo a su favor para desconfiar de él:

no lo conocía, ni lo había visto nunca, ni sabía que era profeta del Altísimo; pero esta mujer acogió la palabra del hombre de Dios porque estaba abierta a recibir el don de Dios que llega a través de los hombres.

¡Qué diferentes serían nuestras cosas si acogiéramos y pusiéramos en práctica lo que Dios nos dice a través de los hombres!

Esta mujer no solamente lo acogió sino que lo hizo. No solo lo escuchó y siguió haciendo lo mismo. No dijo nada, le hizo el pan y se lo dio. Y al hacerlo tuvo la oportunidad de comprobar que la Palabra de Dios es verdad.

La convivencia de los hombres a veces se hace difícil porque yo no escucho lo que dice el Señor. Y porque yo me sobrepongo al Señor y al hermano defendiendo unos intereses que nunca suelen ser los más puros, los más limpios y los más verdaderos.

Pero esta mujer aprendió lo que después hemos escuchado y hemos repetido en el Salmo Responsorial: «Dios mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos, liberta a los cautivos, abre los ojos al ciego, endereza a los que ya se doblan, ama a los justos y guarda a los peregrinos. Sustenta al huérfano y a la viuda, trastorna el camino de los malvados»… Y esto es verdad.

Pero lo comprobaremos realmente cuando hayamos acogido y hecho aquello que nos dice Dios en muchas ocasiones como en esta, a través de un hermano.

Nosotros queremos recoger la cosecha antes de la siembra y nos lo dice el Salmo: «Al ir iba llorando llevando la semilla, pero al volver vuelven cantando trayendo sus gavillas». Nosotros queremos ir cantando con las gavillas y sin sembrar. Y queremos recoger unos frutos que no hemos sembrado -como también recuerda después el Señor en otro pasaje -. Pero para poder cosechar hemos de sembrar en nuestra vida la Palabra de Dios, aquello que Dios nos dice. Y sembrar quiere decir desprendernos y sumergirlo y morir como el grano, como la semilla, como hace esta mujer viuda. Hace el pan para el Profeta y normalmente no le cabe ya más que la muerte.

Con eso ensalza a esa mujer viuda que da aquello hasta de lo que tiene necesidad (Lc 21, 1-5). Quizás Jesús cuando estaba viendo esto pudo recordar perfectamente el pasaje de la viuda de Sarepta. Porque las dos viudas dan lo que tienen, todo lo que tienen, aquello de lo que tienen necesidad. Y lo dan. Nosotros, normalmente, solemos dar lo que nos sobra. Experimentamos la necesidad de ser amados y esperamos que los demás nos amen, pero nosotros no amamos. Queremos que los demás sean acogedores y comprensivos con mis defectos, con mis errores y nosotros no somos ni caritativos, ni comprensivos del hermano con sus errores. Queremos que los demás compartan el pan y nosotros no lo compartimos. Queremos que los demás nos den una palabra de consuelo y nosotros no la damos. No damos de lo que tenemos necesidad. Damos de lo que nos sobra según el estado emocional del día que vivimos. Damos aquello que nos apetece dar. Que sí, que es bueno darlo, pero lo damos porque nos apetece darlo y porque nos sentimos bien al darlo o al hacerlo.

La mujer viuda dio lo único que tenía para vivir. Y la segunda, la del Evangelio, dio de lo que tenía necesidad para poder seguir viviendo.

Una gran lección de humildad, de sencillez y de vida evangélica, de lo que es ser cristiano, de lo que es ser hijo de Dios y como vive un hijo de Dios realmente.

Mirémonos a nosotros mismos. Miremos aquello que nos gustaría recibir, que nos gustaría que los demás hicieran con nosotros y hagámoslo con los demás. Lo hagan o no lo hagan ellos.

Nuestro mundo cambiaría de arriba abajo, a todos los niveles, política, económicamente, socialmente. El mundo se equilibraría en muy corto espacio de tiempo.

Miremos a estas dos mujeres viudas. Tienen mucho que enseñarnos. Y nosotros tenemos mucho que aprender de ellas.

Por eso el Señor nos las propone hoy para que aprendamos de verdad lo que es ser persona, persona y persona de fe, lo que es ser cristiano.