Domingo XXIII de Tiempo Ordinario, Ciclo B
“El que cree nunca está solo”

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:    

Is 35, 4-7a;  Sal 145, 7. 8-9a. 9bc- 10;  St 2, 1-5;   Mc 7, 31-37  

El viaje de Benedicto XVI a Alemania. Su segundo viaje a Alemania y cuarto viaje apostólico. Como dilema del viaje afirma él que: «El que cree nunca está solo».

Hay muchos momentos en la vida en que uno se encuentra como el sordo, como el mudo... frágil y debilitado, se encuentra ensimismado y un tanto replegado sobre sí mismo, tan es así que no se da cuenta de que sus ojos no ven, sus oídos no oyen y sus labios no hablan y, poco a poco, su ser interior va perdiendo la fuerza y la lozanía de la fe.

En muchos momentos el hombre experimenta esa soledad que, a veces, se come todo el terreno humano e incluso puede llegar a comerse el terreno espiritual.

El Papa dice: «El que cree nunca está solo». Porque Jesús, porque Dios siempre está con él.

En el pasaje del Evangelio de san Marcos, el sordo, el mudo y el ciego, pienso que estaban en una situación en la que ya no les quedaba mucha esperanza en salir de ese agujero; pero, en un instante concreto, fue presentado al Señor y ahí, cuando estuvo frente al Señor, comprobó que no estaba solo. Y en ese mismo instante recuperó la vista, el habla, el oído. Fue entonces cuando se anunciaron por primer avez las palabras que el Papa nos recuerda: «El que cree no está nunca solo». Pero es verdad que, como dice la primera lectura del libro de Isaías, existen muchas ocasiones en las que el miedo enraíza el corazón humano, así como la impotencia, la debilidad, la desgana, a veces la apatía, el miedo a vivir y el miedo a caminar. En otras ocasiones es la incertidumbre de lo que uno vive y a veces esa «noche oscura del alma» de la que habla Juan de la Cruz. Todo ello surge en nuestro corazón muchas veces a lo largo de la vida y de una o de mil maneras.

Hoy las palabras del Papa y el episodio del Evangelio, así como la lectura de Isaías, vienen a confirmarnos en la fe, confirmarnos que «quien cree no está nunca solo».

Por eso Isaías dirá: «Decid a los cobardes de corazón: sed fuertes, no temáis, mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará». Y para que lo entendamos nos lo introduce con lo acontecido en el pasaje que acabamos de escuchar  del Evangelio de san Marcos: «Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo hablará». Una invitación, una llamada, una confirmación a nuestra fe inquieta a través de Isaías y del evangelio de san Marcos para ratificar en nuestra vida la presencia del Señor y para que en todo momento siempre y en cualquier circunstancia tengamos la certeza de que la Palabra de Dios es verdad y que la se cumple y que «el que confía en el Señor será feliz» (Pr 10, 21).

El que camina en el Señor, por duras que sean las cuestas y las bajadas, por arisco que sea el terreno y las dificultades de la vida o los momentos de la noche oscura, el que confía en el Señor nunca será defraudado. «El que cree nunca estará solo».

En nuestro camino cotidiano necesitamos, el Señor lo sabe, que el Señor vaya confirmando nuestra fe en El, nuestra confianza en El, porque solamente a fuerza de dar amor, de dar confianza a Dios, solamente en esas circunstancias el amor, la confianza y la fe crecen en nuestro corazón. Solamente cuando más allá de la noche oscura del alma, de los momentos que nuestro corazón no ve, no siente, está ciego, está sordo, está mudo... Más allá de esas situaciones solamente la fe nos permite experimentar que no estamos solos, que Dios está con nosotros y solamente la fe en esos instantes en esos momentos -como en los momentos de gozo y gloria- solamente la fe, lleva a experimentar la certeza de que Dios siempre está con nosotros, que Dios es nuestra fuerza y nuestra vista, nuestros ojos. Que hemos de aprender a mirar desde los suyos y a cederle los nuestros  para que El contemple la humanidad, la vida, el mundo, el dolor, la alegría... a través de nuestra mirada, e impregne también nuestro corazón de ese susurro de amor que Dios mismo –digamos- padece cuando y porque el hombre padece, sufre, llora y ríe.

Es una confirmación en la fe para que también nosotros estemos prontos a ceder nuestras manos a Dios para que Dios pueda bendecir a través de ellas, para que Dios pueda acoger, abrazar... hacer lo que El considere necesario y para que todas esas acciones de Dios  sean visibles a los hombres y se den cuenta de que si cree, él no está solo. Nuestros ojos, nuestras palabras, nuestras manos, nuestros oídos son esas herramientas que Dios emplea para hacer experimentar, para conducir a los hombres al convencimiento de que la Palabra de Dios es verdad y se cumple siempre.   

Por eso hoy nos dice a nosotros el profeta Isaías: “Sed firmes, no temáis, mirad a vuestro Dios que trae el desquite” y por eso termina diciendo: “Porque ha brotado aguas en el desierto”.