Domingo XVI de Tiempo Ordinario, Ciclo B
El Señor nos urge a anunciar el Evangelio

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:    

Jr 23, 1-6;  Sal 22, 1-3a. 3b-4. 5. 6;   Ef 2, 13-18;  Mc 6,30-34  

El episodio que nos narra el Evangelio resalta, por una parte, la situación que se encontraban Jesús y los discípulos. Estaban cansados –diríamos, coloquialmente hablando- cansados de tanto trabajar, de ir de un lado a otro. No cansados anímicamente, sino cansados físicamente. Desde aquí podemos entender que -en este mundo nuestro- el Señor nos exhorta de esa manera sencilla a recordar la tarea y la misión que tenemos todo cristiano de anunciar el Evangelio –diríamos- hasta cansarnos. Porque nuestro mundo, los hombres de nuestro tiempo necesitan escuchar la Palabra de Dios, necesitan recuperar la vida, recuperar el amor, recuperar la paz y todo ello si no es el Señor no va a haber quien se lo pueda alcanzar.

Muchas personas buscan, están en una actitud de búsqueda pero siguen caminos errados porque lo hacen a través de las ofertas que hace la sociedad, y no encuentran aquello que buscan. En otras circunstancias, otros desalentados, desanimados ya no buscan, ya han dejado de buscar y simplemente se han acomodado en el tiempo presente viviendo o sobreviviendo más bien.

La urgencia es nuestra. El Señor nos urge a anunciar el Evangelio desde el reducto más íntimo como es el familiar hasta una proyección lo más amplia posible.

Hoy urge actualizar la tarea evangelizadora de los laicos en la vida cotidiana. La tarea evangelizadora en el seno del propio hogar, en medio de mi vecindario, allá donde cada uno se encuentra en cada momento. En el seno de la propia familia que es algo más que el esposo o la esposa y los hijos; la familia incluye los nietos, los familiares…  Necesitamos tener, como Jesús y los discípulos, el coraje del Evangelio para anunciarlo, para llevar esa Palabra de salvación y de vida hasta a donde nos sea posible alcanzar, por el bien de ellos y también por el nuestro porque cuando la Palabra de Dios se comparte, se enraíza más fuertemente en nuestro corazón y si está más enraizada también dará más frutos en nuestra vida y en la vida de los demás.

Es urgente que nos cansemos de anunciar el Evangelio, que llegue el final del día y podamos decirle al Señor aquello que decía Jesús: «He hecho lo que se me ha mandado» (Lc 17, 10). Entonces comprobaremos que nuestro corazón es más ancho y dilatado y que nuestra vida tiene un mayor sentido.

En un segundo termino el Evangelio nos permite observar a los habitantes del lugar. Es curioso, ellos fueron corriendo también hasta tal punto que se adelantaron a Jesús y cuando Jesús llegó ya estaban allí.

Si andaban como ovejas sin pastor buscando alguien que alimentara y diera sentido a sus vidas, cuánto más hará falta        eso en nuestro tiempo para que alguien dé alimento y fundamente la vida de los hombres…

Pero nosotros también hemos de ir corriendo al encuentro de Jesús, porque es El, es la relación con El, la amistad con Dios y la unión con El, su enseñanza, su Palabra la que va a darnos razón y punto de nuestra fe, de nuestro amor y de nuestra esperanza.

A veces tenemos la sensación de saberlo todo y que ya no existe nada nuevo en la Palabra de Dios para nosotros. Comenzamos a leer un fragmento del Evangelio... ya conocemos el final. Lo hemos oído en la Eucaristía una y otra vez, lo hemos oído en homilías, comentado una y otra vez y lo hemos leído comentado en múltiples lecturas. Pero, en realidad, no sabemos todavía casi nada.

Hay una escena familiar que recuerdo con cariño: Mi padre ya anciano con sus nietos o sus biznietos sentados a su lado y mi padre contándoles un cuento. Cuando terminaba el relato, su biznieta le decía: «Otra vez, abuelito, otra vez». Mi padre se lo volvía a contar y la biznieta le decía de nuevo: «Otra vez, abuelito, otra vez». Evidentemente la biznieta ya conocía la historia pero lo que cada vez recibía de nuevo era el corazón que mi padre entregaba en el relato.

Es verdad que conocemos la Palabra del Señor, la hemos leído varias veces, la hemos escuchado otras varias, pero cada vez que la leamos, cada vez que nos disponemos a escucharla, cada vez que vamos a buscarla, con hambre, con deseo, como estas personas de las que nos habla el Evangelio, descubriremos ese algo nuevo, esa vida nueva que se nos da más allá de las palabras y a través de ellas. Una persona puede repetirle a otra cincuenta mil veces: Te quiero; pero cada vez que lo dice, le dice algo más que las meras palabras. Y aquél que lo escucha, escucha algo más que las mismas palabras.

Así nos ocurre a nosotros con la Palabra del Señor. Si como estas personas fuéramos corriendo a buscarlo, con hambre, sabiendo que El es nuestra esperanza, sabiendo que en El se encuentra la respuesta de nuestra vida, sabiendo que El es todo para nosotros...

Pero ocurre que a veces vamos cansados y no volcamos el corazón. Vamos a abrir, pero no vamos anhelantes de escuchar. A veces nos ocurre que caemos en la tentación de la rutina y cuando comenzamos a leer el Evangelio -que decíamos antes- ya sabemos de qué va, y ya no escuchamos, ya no estamos abiertos a lo que la Palabra de Dios, lo que el corazón de Dios quiere entregarnos en ese día, en ese momento.

Por eso decía el Señor que el Reino de los cielos es de los niños, de los que se hacen como niños y son capaces de decirle a su bisabuelo: «Otra vez, abuelo, otra vez» y son capaces de decirle al Señor: Otra vez, Señor, y volver a leer la Palabra del Señor y de decirle de nuevo al Señor: Otra vez, Señor. Porque abren el corazón, abren todas las ventanas de su ser para acoger lo que el Señor le dice.

Es verdad que al final también podríamos repetir la Palabra de Dios casi literalmente. Pero también es verdad que en esa actitud la Palabra del Señor pasará a nuestro corazón como un gran tesoro               y nos dará vida en abundancia.

Hoy el Señor creo que también piensa como entonces, y también se compadece de nosotros los hombres, porque andamos como ovejas sin pastor. No es que no haya pastores. Hay pastor y hay pastores, quizás pocos, pero los hay. Pero quizás no tenemos tanta hambre de Dios como aquellos que fueron al encuentro de Jesús.  

Por eso el Señor nos urge a nosotros que creemos en Jesús, que lo hemos descubierto, a nosotros de cuya vida forma parte el Señor  consciente y voluntariamente, y lo hemos dejado acceder a nuestro corazón y que hemos decidido caminarlo con El, a nosotros el Señor nos llama, a tener esa pasión por la Palabra de Dios, esa pasión por Dios, ese amor apasionado por Dios, que nos lleve a convivir con El, a aprender de El, a poner en práctica su Palabra, y a hacer presente nuestra visión del mundo.