Domingo XIX de Tiempo Ordinario, Ciclo B
Que Jesús sea nuestro Pan de Vida

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:    

1R 19,4-8;  Sal 33, 2-3. 4-5. 6-7. 8-9;   Ef 4, 30-5, 2;  Jn 6,41-51  

Dos situaciones diferentes nos plantean la primera y la última de las lecturas.

El profeta Elías vive una situación por la que también pasamos nosotros: llegó un momento en que, cansado de tanto tener que hacer frente a las situaciones que vivía el Pueblo de Israel, experimentó un cierto cansancio por el celo de la casa de Dios y visto que la gente no le hacía demasiado caso. Llegado a este punto, Elías salió huyendo -dice la Escritura- y se deseó morir.

Muchas veces, por una parte, parece que Dios hable como en un desierto, porque parece también que estemos tan atentos y distraídos por tantas cosas que la Palabra del Señor no llega nítida a nuestros oídos. Es como un receptor de radio que no tiene bien delimitadas las frecuencias y simultáneamente se oyen varias emisoras, varias voces. No oímos bien la frecuencia del Señor en medio de las situaciones en que vivimos en el mundo. Unas veces porque son conflictos que nos afectan y otras veces, evidentemente, porque encuentras en la vida tantos padecimientos humanos que muchas veces también -como el profeta Elías- te planteas: ¡Qué más puedo hacer! ¡Qué es lo que puedo hacer! ¡Cómo poder remediar todo esto y cómo conseguir que los hombres sean capaces de vivir una vida ordenada a todos los niveles posibles! porque evidentemente cuando las conflictos bélicos se van prolongando, así como las situaciones de abandono, de pobreza radical, de hambre; cuando contemplas los profundos desequilibrios de nuestras sociedades: unos viven en la abundancia mientras otros apenas pueden sobrevivir... A veces también se experimenta un cierto cansancio por ver que los hombres parece que estén sordos, que no oigan.

La respuesta y el planteamiento que hace Elías es claro y contundente en su propia vida. Evidentemente la respuesta no puede ir encaminada más que en una sola dirección y esa nos la apunta también el Evangelio: El hombre debe recuperar a Dios para recuperar verdaderamente la vida, el orden, el equilibrio interior y social.

Cuando miras a tu alrededor con facilidad piensas que está de nuevo en vigor y es urgente vivir según el espíritu de las primeras comunidades cristianas donde la vida de entrega a Dios y a los hombres logró desbaratar los desequilibrios y las injusticias del Imperio Romano. Y, atl como van las cosas, no puedes sino pensar que solamente Dios es capaz de acallar todas las voces y de dar respuesta a todas las preguntas. Buscas en el hombre y te das cuenta que está roto y se vuelve en muchos momentos incapaz, de dar respuesta a las preguntas de nuestro tiempo, a las angustias de los hombres, porque está roto y muy entretenido en sus cosas.

El hombre se ha constituido en centro del universo creado, como una espiral que tiene un punto de arranque y punto de llegada en el que sólo está el individuo, a veces ni siquiera la persona.

Por eso la Palabra del Señor nos vuelve a marcar nuestra mirada primero para que reafirmemos nuestra fe y nuestra confianza en Dios y, segundo, para que no nos distraigamos dirigiendo nuestra mirada a otras cosas porque entonces Dios no podrá alcanzar al hombre si aquellos que confían en El no son puentes de comunión.

Con las palabras «Yo soy el Pan vivo bajado del cielo» Jesús vuelve a repetirnos que la solución, la luz viene de lo Alto. El Pan viene del cielo, el pan que comemos como el maná no llega a colmar el corazón del hombre. Pero la Palabra de Dios sí, el Pan vivo que ha bajado del cielo, sí, la luz que viene de lo alto sí es capaz de iluminar. Esta palabra del Señor es una llamada no a quedarnos quietos y colmados de desánimo, sino al contrario a vivir, pero a vivir en plenitud, a vivir con intensidad, con firmeza, a confiar en el Señor y a dar la vida unos por otros. A hacer de nuestra vida como la de Jesús, una vida que dé vida a otros, que alimente a los demás, como el Pan bajado del cielo  que nos da «vida eterna».

Necesitamos de tal manera convivir con Dios, que seamos con El, la Palabra viva que da luz al camino y el alimento que nutra la vida de los hombres porque de pronto al ver, ven a Dios, al mirar y oír escuchan a Dios. De esta manera, el hombre alcanza su libertad y deja paso a Dios en su vida.

En este momento el primer paso es nuestro. Dios ya ha dado muchos pasos y está dando constantemente nuevos pasos hacia el hombre. Nosotros tenemos que hacer presente esa presencia de Dios que llegará un día -y esa es nuestra esperanza- llegará un día que hará posible de nuevo que el hombre sea apoyo y esperanza para el hombre y que domine un orden distinto del orden que estamos viviendo.

La Palabra del Señor siempre parte de esa esperanza, el Señor, Dios nos la da a construir a los hombres y nos la confía como tarea, no como una actividad a realizar -la actividad o las cosas que hay que hacer, surgen por sí solas en el entorno en que cada uno vive- sino como una vida que vivir. Nuestra vida es la esperanza que convierte la concreción de esa esperanza de Dios y manifiesta esa esperanza en Dios que es quien tiene la capacidad de volver al corazón del hombre e iluminar sus zonas oscuras, las zonas donde el hombre guarda o es presa del mal, de la confusión, del error o del engaño. Y una vez iluminado de nuevo, el hombre encuentra de nuevo la paz, la luz y ve confirmada su esperanza.

Jesús es nuestro Pan del cielo, el Pan del cielo para el hombre. El que ha bajado del cielo para que el hombre pueda nutrir, alimentar su corazón.

En esta Eucaristía abramos nuestro corazón y nuestra confianza. Proclamemos nuestra fe en Jesús con la vida y supliquémosle ¡por qué no! que nos enseñe a compartir ese Pan que baja del cielo para que, al menos, los que están en nuestro entorno ya no tengan hambre, no tengan oscuridad, sino que vean la luz y vivan con orden y en un equilibrio justo, coherente, eficaz, verdadero. Que los que están en nuestro entorno vivan verdaderamente como hombres, con todo lo que ello implica.

Si el Señor nos lo concede a cada uno en su entorno, ya habrá una partecita de este mundo nuestro que puede cambiar. Cuando sean varios, habrá otras partecitas del mundo. El mundo, la sociedad, no podemos cambiarla, pero nuestro entorno sí. Y nuestra vida, también. No soñemos con el cambio social. Vivamos el cambio interior para que cambie en el mundo nuestro entorno: nuestra familia, nuestros amigos... Porque esa sí es la tarea que el Señor nos ha confiado y el resultado final será el resultado de todos los cambios pequeños. Pero busquemos con denuedo, con insistencia esos cambios.

Busquemos que Jesús sea nuestro Pan de vida que ha bajado del cielo. Que sea nuestra referencia para vivir y que marque nuestros pasos. Que El sea la luz de nuestro cansancio y la esperanza en el desánimo cuando vemos que las cosas no dan frutos tan rápidamente como quisiéramos. Mirémosle a El, que El sea nuestra esperanza y la ilusión de nuestro corazón. Que El sea la paciencia de nuestra impaciencia, la paciencia de nuestras prisas y entonces se producirá el cambio de nuestro entorno. Día tras día, poco a poco. Pero no olvidemos que las obras importantes se construyen lentamente. Porque hay que afianzarlas bien para que no se caigan.

Y sobre todo estemos convencidos de que si la fuerza de Dios, la fuerza del amor, la fuerza de la confianza de los primeros cristianos contribuyeron definitivamente en el nuevo orden social que produjo el cambio social. También hoy es posible si tenemos la fuerza de la fe, del amor, la fuerza de la confianza en Dios y seguimos al Señor como discípulos.

El Señor puede hacerlo, quiere hacerlo y lo hará. Queramos también nosotros. Estemos dispuestos y hagámoslo también nosotros. Así como dice el Evangelio «habremos hecho lo que teníamos que hacer». Y cuando el día final nos encontremos con Dios, podremos decirle, quizás lo más importante: He hecho lo que tenía que hacer.