Domingo XIII Tiempo Ordinario, Ciclo B

El amor no tiene límites

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:   

Sb 1, 13-15; 2, 23-24;  Sal 29, 2 y 4. 5 6. 11 y l2a y 13b; 2Cor 8, 7. 9. 13-15;  Mc 5, 21-24. 35b-43  

…aquello que construye nuestra vida, construye nuestro ser, construye nuestra esperanza y hace verdad cada día la Palabra de Dios.

A la hija de Jairo le devolvió la vida. Su padre era un hombre bueno, un hombre justo, un hombre que merecía ser atendido, porque era un hombre que amaba a Dios.

Pero a Jesús no le importa solamente que Jairo ame a Dios. Jesús quiere ante todo y sobre todo, en este momento, demostrarnos, darnos a entender, hacernos comprender que el amor de Dios es capaz de cambiar todas nuestras realidades y de vencer la misma muerte, dándonos a entender que realmente  -como dice El Cantar de los Cantares- «el amor es más fuerte que la muerte», el amor de Dios es más fuerte que la muerte y la vence, entregándonos así de nuevo la vida.

Pero esa muerte no es solamente el hecho final de nuestra vida, de nuestra historia, sino también el acontecer diario en el que por mil razones y motivos, con mucha facilidad, nos encontramos ante situaciones que en lugar de darnos vida, amor, paz y esperanza... nos esclavizan a muchas cosas. En muchas ocasiones, nosotros mismos somos nuestro más gran tirano. Nuestro yo, seducido por el mal, nos introduce por caminos nefastos, más de oscuridad que de luz, más de muerte que de vida, y día a día, poco a poco vamos perdiendo la paz, la alegría, el gozo, la esperanza. Y -como dice el libro del Apocalipsis- nos convertimos muchas veces en hombres que tienen nombre como de quien vive pero que en realidad están muertos (Ap 3, 1), porque en su corazón hay demasiadas cosas y falta la más importante, la única necesaria -como también diría Jesús a Marta, hermana de Lázaro.

Necesitamos recuperar «la cosa más necesaria», y esa cosa más necesaria es la vida y es la vida por dentro. El cuerpo puede estar achacoso o puede estar de mil formas, pero la vida por dentro, la vida que nace del amor, que engendra la paz, que engendra la alegría... Paz, alegría y amor que permanecen más allá de cualquier circunstancia. Porque uno puede estar enfermo y tener mucha paz, mucha alegría, mucho amor en su corazón y comunicarlo felizmente a los que le rodean. Otros pueden tener quizás una vida muy sana y no comunicar más bien tensión, ira, coraje, enfado, rechazo, o cualquier otra circunstancia.

Los evangelistas nos proponen el hecho de la curación de la hija de Jairo para que descubramos que el amor de Dios no tiene límites y que así debe ser también el nuestro. Que el amor de Dios vence la muerte y nuestro amor -con el de Dios- también puede vencer el pecado y el mal. Pero también encontramos otras situaciones, como el pasaje de la mujer hemorroisa, que no habla ya de esa muerte ni de esos actos firmes que rompen nuestro corazón, sino de esas otras circunstancias en las que lentamente vamos gastando nuestra fortuna, es decir, vamos consumiendo nuestra vida, la alegría, el gozo, la paz, y lentamente lo vamos perdiendo todo. Es esa otra enfermedad interior, esa otra enfermedad que puede conducirnos a la muerte, pero que va más lenta y más progresiva. Es una situación que se va deteriorando día tras día.

Eso es algo que podemos ver muy claramente en la convivencia entre los hombres: el individualismo es una grave enfermedad. El desear tener y el estar interiormente convencido de tener siempre la razón en todo, es una grave enfermedad. El orgullo es una grave enfermedad. Y así podríamos seguir enumerando situaciones en las que el hombre se desenvuelve y en las que va consumiendo el amor que Dios ha puesto en su corazón. Y en ello va consumiendo la vida y la alegría de vivir.

Pero el problema nunca está, del mismo modo que nos propone el ejemplo de la hemorroísa, nunca está fuera de ella. El problema está en el interior. Los demás no tienen la solución, ni son tampoco causa de esa situación. Y ahí es donde está nuestra gran diferencia o el punto de la enseñanza que nos quiere dar hoy el Señor. Descubrir que esas situaciones y el mal se acopla en nuestra vida, solamente podremos cambiarlo nosotros mismos con la ayuda del Señor.

La hemorroísa puso –primero- mucha esperanza en los médicos. Nosotros ponemos mucha esperanza en los demás, en que cambien los demás, en que cambien las circunstancias, o los acontecimientos, o las causas. El Señor es claro y puso remedio a la enfermedad de esa mujer. Como sigue haciendo hoy, no solamente con las enfermedades del cuerpo sino también con las enfermedades interiores, como decíamos antes, ese individualismo, orgullo, o egoísmo, pero también esas manías, esas obsesiones y preocupaciones que nos encierran dentro de nosotros mismos. De todos esos males nos libró y nos quiere seguir librando el Señor. Pero El nos muestra que El es quien puede darnos y quien puede iluminar de tal manera nuestra vida, quien puede comunicarnos de tal manera su vida... que nuestra enfermedad desaparezca.

Pero, evidentemente, como a la mujer hemorroisa el Señor nos recuerda lo que después diría san Agustín: «Dios que te creó sin ti no te salvará sin ti». Y fue ella la que, descubriendo en Jesús la verdadera solución a su vida, se acercó para tocarle el manto. No fue Jesús quien le tendió el manto. No fue Jesús quien hizo nada especial. Después sí hizo lo especial. Pero el primer paso fue el de la mujer, porque el Señor de alguna manera se puso a su alcance.

También el Señor se pone hoy a nuestro alcance para remediar nuestras enfermedades del cuerpo, del espíritu, del alma. También el Señor se pone a nuestro alcance para que podamos nosotros ir donde El y tocar su manto. Entonces El hará el prodigio. Entonces El hará lo que puede y quiere hacer, como decía aquel leproso que se acercó a Jesús y dijo: «Si quieres, puedes curarme. Y Jesús contestó: Quiero, queda limpio».

Cuando esta mujer se acercó a Jesús y tocó la orla del manto, el borde del manto, tan grande es el amor de Dios que no pudo contenerse ante la demanda de esa mujer, y el amor de Dios sanó la hemorragia sin remedio.

Que la enseñanza que nos da hoy la Palabra de Dios nos lleve también como a la hemorroisa a dar ese primer paso hacia el Señor. Pero un primer paso como el de ella, firme, seguro, convencido... Porque a veces nuestros pasos son como remiendos que -como dice el refrán castellano- «damos una mano a Dios y otra al diablo», al mundo, a la comodidad... Y la gracia del Señor, el amor de Dios no logra encontrar el paso abierto para llegar hasta nosotros.

Como la mujer hemorroisa, fiémonos en el Señor, confiemos plenamente en El, sin barreras, confiemos de verdad y vayamos hacia el Señor. El está a nuestro alcance, salgamos pues a su alcance y vayamos al Señor tendiendo la mano para tocar la orla de su manto.

No se acercó a Jesús y le tocó el hombro como si de iguales se tratara. No se acercó al Señor y como un camarada le dijo: oye…No. Esta mujer con toda la humildad del mundo se acercó a Jesús y tocó la orla del manto, y la orla del manto estaba muy baja, casi en el suelo.

También es importante que aprendamos y que reafirmemos la posición de Dios en nuestra vida como Dios, como Señor, y nuestra posición como hijos pero como hombres, elevados a la categoría de hijo. Busquemos la orla del manto, no vayamos erguidos hacia Dios ni por la vida porque eso no nos lleva a ningún sitio. Acerquémonos para tocar la orla del manto, con humildad, con una entrega confiada y plena, con una donación de nosotros mismos.