Solemnidad de la Santísima Trinidad, Ciclo B

Dios te dice: "Tú sabes que te quiero"

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:   

Dt 4, 32-34. 39-40;  Sal 32, 4-5. 6 y 9. 18-19. 20 y 22; Rm 8, 14-17; Mt 28, 16-20  

Dios se ha ido manifestando a los hombres poco a poco. El Padre, el Hijo, el Espíritu Santo han ido apareciendo en el horizonte de la historia del hombre para llevarnos a entender algo que es consustancial con nosotros: la necesidad imperiosa de amar. Para darnos a entender que en Dios está nuestra constante referencia. Para darnos a entender la razón y el por qué el hombre está sobre la faz de la tierra. Y la razón no es otra más que Dios que se da, que se entrega, que se comunica y que eso lo ha hecho de tal manera que nos ha hecho a nosotros semejantes a El.

Es difícil, a veces, de entender. Es difícil a veces, como en nuestro tiempo, dar un paso de confianza abandonada más allá de lo que supone un misterio y más allá de lo que supone la doctrina.

La celebración de este día no es una fiesta de cumpleaños ni es tampoco -como con los mártires- el día que dieron el tránsito al reino eterno. Hemos de entender que la celebración de este día es simplemente una mirada a Dios. Una mirada entretenida, serena, apacible, una mirada hacia ese Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo y que se escapa de nuestra comprensión.

Es una celebración para rendir nuestro entendimiento y dar prioridad al amor. Para dar prioridad a la confianza, y aceptar simplemente lo que se me ha dicho, porque quien me lo ha dicho es fiable. Y me lo ha dicho Jesús. Lo dijo el Padre y lo constata día a día el Espíritu Santo.

Es una aceptación de ese misterio de amor que es Dios mismo   porque me fío de Aquél que me lo ha revelado.

Es especialmente una fiesta de fe, porque en ella el Señor nos ofrece actualizar nuestra fe, sacarla del encasillamiento en el que, a veces, nos encierra la razón. Nos ofrece actualizar la fe en la vida y descubrir que la fe es como el agua del manantial que riega todas las áreas de nuestra vida, al igual que el amor. Y eso es especialmente comprensible en una tierra como la que tenemos aquí, que es una tierra árida, seca y que si no se riega abundantemente, los árboles no llegarían nunca a desarrollarse y a crecer como lo han hecho en estos años.

Asi es nuestra vida y la de la sociedad que el hombre va estableciendo año tras año, cultura tras cultura. Si Dios no riega esta tierra árida, la vida del hombre se hace muy difícil de sobrellevar, a causa de tantas disensiones, divisiones, conflictos y tantos enfrentamientos entre unos y otros, como los que estamos contemplando en nuestros tiempos.

Es la fiesta de Dios, es el día de Dios en nuestra vida. El día que Dios se nos revela amor, paz, esperanza, sosiego, salvación y acogida. El día que todo eso, todo el ser de Dios se hace como más sensible porque detenemos de forma especial en El nuestra mirada. Los demás días del año con facilidad somos muy genéricos y detenemos nuestra mirada en Dios en un sentido muy general. Hoy Dios se nos presenta como Unico, en tres Personas. Hoy Dios se nos presenta como nominalmente, como si dijéramos: Yo soy el Padre y yo -dijera el Hijo- soy el Hijo y el Espíritu -terminara diciendo- Yo soy el Espíritu Santo.

El Icono de la Trinidad de san Andrés Rublev lo hace especialmente sensible. Es el día de la Persona de Dios, Padre, Hijo y Espíritu y es el día en que podemos sentirnos especialmente escuchados, especialmente amados, especialmente acogidos porque es el día en que nos reunimos -de manera también especial- en torno a la Mesa. El Padre nos contempla. El Hijo está en actitud de salir a nuestro encuentro. Y el Espíritu Santo nos tiende su mano izquierda, para darnos la mano y ubicarnos en el lugar.

Hoy es el día en que, de una manera especial, el Señor nos adentra en su mesa. Es el día en el que el cielo se une un poco más a la tierra, al ser invitados nosotros a participar de un banquete semejante. El Cordero está en la mesa: Es el Cordero Pascual. Y el Padre, el Hijo y el Espíritu se nos muestran de forma particular para invitarnos a su mesa y que juntos celebremos la fiesta de la familia, de la Familia de Dios. Porque  -como dice san Pablo- el Espíritu Santo nos hace hijos de Dios, «pues no recibisteis un espíritu de esclavos [...] sino un espíritu de hijos  adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rm 8, 14-17). Hoy Dios nos dice una vez más que El es nuestro Padre, que El es nuestro Salvador, que El es nuestra Fuerza para vivir. Y nos lo expresa de manera especial descubriendo, corriendo el velo del Misterio, no para que lo entendamos -porque no somos capaces- sino para que seamos uno más en el Misterio, en el Misterio de un amor de Dios por nosotros, para que también nosotros nos sumemos al misterio de ese amor amándonos unos a otros y amando a Dios.

Hoy es el día en el que el Señor nos invita a entrar en el Misterio de forma especial. Si todos los días nos invita en la Eucaristía y se nos acerca y se nos da en la Eucaristía, hoy es el día en que el Señor va más allá. Su invitación la hace especialmente más sensible, es como si en una noche de Navidad, el Señor nos escribiera una carta personal en la que pronuncia aquellas mismas palabras que Pedro dijera en Tabga: «Tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero». Y hoy el Señor nos lo dice a nosotros: «Tú sabes que te quiero». Los tres hoy nos miran personalmente llamándonos por nuestro nombre, el mismo Dios dice: “Tú sabes que te quiero”.

Josué -cuando quedó al frente del pueblo de Israel- tenía un cierto temor, una cierta inseguridad. Era todavía joven y no se sentía con fuerza de guiar a un pueblo de tan dura cerviz -como dice la Escritura-, y el Señor le dijo: «Ten ánimo, sé valiente. De la misma manera que he estado con Moisés también estaré contigo» (Jos 1, 4 ss). Pues bien, también estas palabras suenan hoy en nuestro entorno, y nos hacen recordar las Palabras de Pedro a Jesús: «Tú sabes que te quiero». Y también nos dice: «Sé valiente». Porque es verdad, para adentrarse en el amor de Dios hace falta coraje, porque desencasilla nuestra vida, limpia nuestros ojos. Nos ocurre como a aquél que habiendo perdido la vista, la recupera tras una operación, y de pronto ve la luz. Cuando te adentras en el amor de Dios y experimentas al Padre con el Hijo y con el Espíritu en tu vida, de pronto se hace la luz en ella. Y esa luz ciega tus ojos, ¿por qué? porque «El amor es más fuerte que la muerte» (Ct 8, 6) porque vence a la muerte, vence hasta a la muerte. Es más grande que todo. Y parece que nuestro corazón no fuera capaz y no es capaz de contenerlo, pero Dios lo hace capaz.

Por eso hoy es un día importante. No es una fiesta más, no es una celebración litúrgica más. Hoy es un día importante; porque Dios, se acerca a ti personalmente, y personalmente te dice: «Tú sabes que te quiero». Y personalmente te dice: «Ten ánimo y sé valiente». Porque el amor nos llevará a las cimas más altas, nos hará descubrir las cosas más hermosas que jamás hubiéramos podido imaginar y que jamás hasta el día de hoy hemos llegado a ver.

Podemos ser tentados por la rutina, podemos ser tentados por la monotoneidad, podemos ser tentados por muchas cosas; pero el amor de Dios cada día nos ofrece algo nuevo, ese más todavía que nosotros necesitamos para vivir.

Recordando las palabras de Dios a Josué, hoy nos dice también a nosotros: «Ten ánimo, sé valiente», porque aún hoy vas a descubrir aspectos nuevos en el amor de Dios que hasta hoy no habías jamás conocido ni podido imaginar.

Y celebrar en la Iglesia la fiesta de la Trinidad es decir: «Sí, Señor, voy». Sí, voy a sentarme contigo en la Mesa, voy a participar contigo del Cordero, voy a estar junto a Ti, voy a ser el cuarto comensal. Como Abraham. No en vano el Icono de la Trinidad -la filoxenia de Abraham- el espacio dedicado al cuarto comensal es el del «Padre en la fe». Y cuando el Señor nos mira a nosotros hoy nos llama a ser el cuarto comensal, es decir a ser como Abraham: el hombre que confió en Dios, el amigo de Dios, como Dios mismo lo definió: «No me ocultaré a mi amigo» (Gn 18 17).

Pues bien el Señor hoy nos llama como a Abraham, a ser el cuarto comensal de la Mesa, a ser amigo de Dios, ser parte de ese amor de Dios. Y como aquellos cuatro que sentados en un círculo unen sus manos y forman un solo círculo, y a través de ellos, de las manos unidas como que fluye una corriente particular, de esa misma manera, contigo allí en el cuarto lugar, en el lugar del cuarto comensal, fluye el amor de Dios por ti.

Pero tienes que aceptarlo, tienes que tender tu mano hacia un lado y coger la del Padre, tienes que tender tu mano hacia el otro y coger la mano del Espíritu, tienes que tener tu mirada hacia el frente y contemplar a Jesús. Y entonces sí, entonces sí experimentarás ese amor nuevo cada día. Entonces sí descubrirás cada día que el sol brilla por la mañana de una manera diferente, sí descubrirás cada día que las mismas flores, las mismas plantas tienen un brillo y un aroma distinto. Entonces si que no caerás en la rutina ni en la mediocridad. Irás viviendo cada día y cada día tu amor se irá reverdeciendo, se mantendrá lozano y frondoso. Pero solamente ahí.

No debes tener miedo. La llamada de Dios es también para  nosotros. Y ¡qué mejor lugar podemos encontrar que el de ese cuarto comensal! ¡Dónde vamos a estar más seguros! ¡Dónde vamos a conocer el amor de verdad, el amor que simplemente nos mira y nos acoge, porque ha dejado previamente un lugar en la mesa -como decía Jesús a su discípulos-: «Voy a prepararos una morada». San Andrés Rublev supo captarlo muy bien. Dios nos ha preparado ese cuarto lugar para cada uno de nosotros. Y ¡dónde vamos a estar mejor! ¡Dónde podremos recibir más fuerzas que participando del Cordero, de la Sangre del Cordero, de la Carne del Cordero! «Porque mi Carne es verdadera comida y mi Sangre es verdadera bebida» (Jn 6, 55-56)  ¡Cómo podemos recuperar mejor la visión, que contemplando el Rostro del Hijo! ¡Cómo aprenderemos a amar mejor que contemplando la disponibilidad del Hijo que está casi en actitud de levantarse al ruego del Padre para que venga a salvar a los hombres! ¡Dónde encontraremos más amor! ¡Dónde encontraremos un amor tan siquiera semejante!

Hoy no es solamente una celebración, es una «evidencia» de fe. La contemplación de una realidad: Dios te quiere. ¡Quién nos va a amar de otra manera! ¡Quién puede protegernos mejor que Aquél que nos acoge!

Por eso de nuestros labios y de nuestro corazón no puede sino salir un eco agradecido, porque el amor se nos ha dado sin haberlo merecido. No porque seamos buenos, porque no lo somos, ni por méritos propios porque por mucho que hagamos no podríamos hacer tanto. El Señor nos lo da simplemente porque nos quiere.