La Ascensión del Señor, Ciclo B

La huellas que El dejo sobre la tierra

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:   

Hch 1, 1-11; Sal 46, 2-3. 6-7. 8-9;  Ef 1, 17-23; Mc 6,15-20  

«Bienaventurados los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en practica».

Esta es la manera de dirigir nuestros pasos a la casa de Dios. Porque -dice Antonio Machado- «Se hace camino al andar». Y para dirigir nuestros pasos hacia la casa del Padre hemos de hacer el camino. Y el camino se hace en la vida, caminando, caminando por la senda del Señor, caminando por los pasos que Jesús ha ido marcando a lo largo de su existencia, tras las huellas que El ha ido dejando.

Y ¿cuáles son esas huellas? Son, en primer lugar, «amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas y con todo el ser».

La segunda gran huella que nos ha dejado Jesús es : «Amarás al prójimo como a ti mismo».

La tercera va a mejorar la segunda: «Amarás a tu prójimo como Jesús lo ama».

Hacer vida estas palabras, nos introduce de hecho en el misterio del amor. Amar a Jesús, a los demás como Dios nos ama, nos introduce en ese amor que prevalece y que permanece más allá de los acontecimientos cotidianos de la vida. Es ese amor el que nos da la vida y nos hace felices, más allá de los aconteceres cotidianos y más allá de los acontecimientos que podamos experimentar, sean adversos o positivos.

Bastaría recordar, a modo de ejemplo, a Edit Stein y al P. Maximiliano Kölbe. Ambos son fiel testimonio de la fuerza de ese amor a los demás tal como Jesús nos ama. Ambos experimentaron la plenitud en la donación de sus vidas en el campo de concentración, atendiendo a unos y otros que estaban desesperados y desesperanzados, viviendo con más intensidad la proximidad de la muerte que la grandeza de la vida.

Esa es la fuerza que da el amor de Jesús, y la gran huella que el Señor nos ha marcado para que nosotros sepamos por donde caminar, para que nosotros descubramos -mirando la puerta del cielo- la puerta que Jesús ha abierto para nosotros para que la crucemos ya en esta vida.

No olvidemos que Jesús partió pero los discípulos quedaron en este mundo con el encargo de expandir el reino de Dios que no está solamente por venir, sino que está ya en medio de nosotros -como decía el mismo Jesús-, más aún, habita en nuestro corazón y es la fuerza de la vida, la fuerza del amor, la fuerza de una confianza completa en el Señor, fuente de nuestra esperanza.

La fiesta de la Ascensión que hoy celebramos es una fiesta de gozo y alegría, una fiesta que debe abrir nuestro corazón a esa seguridad en la Palabra del Señor porque El la hace vida y realidad en ese momento mismo en que va al encuentro con el Padre. Jesús nos dejó abierta la estela, el camino, para que nosotros lo siguiéramos: la fe, la esperanza, y el amor, ese amor como el de Jesús que afianza nuestra confianza en Dios por el amor y que afianza la seguridad de lo que esperamos hasta alcanzar el encuentro con Dios, primero aquí en la tierra. Pues con El estamos llamados a convivir al hacerse presente en nuestras vidas en la Eucaristía y en la Iglesia.

El ha construido una casa sin defecto, una casa definitiva para nosotros, más allá del umbral de la muerte, más allá del umbral de la esperanza.

Por eso alegrémonos con Dios y démosle gracias.

Démosle gracias porque en la actitud de los Apóstoles y en sus palabras nos recuerda el camino de la vida. Démosle gracias porque se acuerda de nosotros y nos muestra las huellas que El dejó sobre la tierra para que podamos acceder al reino eterno, y contemplar la alegría de la casa del Padre con esperanza, con seguridad y sobre todo confiadamente.

Porque Dios nos amó primero -como dirá Juan en su carta- y por ese amor primero que Dios nos entregó antes de que nosotros le conociéramos, nos ha dado la vida y la fuerza para alcanzar el reino, para alcanzar el don de Dios en la tierra y la casa de Dios, el reino venidero.