Jueves Santo, Ciclo B

El salio a nuestro encuentro

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:   

Éx 12. 1-8. 11-14;  Sal 115, 12-13. 15-16bc. 17-18;  1Cor 11, 23-26; Jn 13, 1-15  

Las lecturas de esta celebración van al compás de los acontecimientos acaecidos aquella noche en Jerusalén. La primera de las lecturas nos recuerda la alianza del Señor con su pueblo y cómo Dios es fiel, cómo Dios siempre cumple la palabra que El ha anunciado. Equivaldría en nuestro caso a aquella primera Alianza que Dios hizo con nosotros el día de nuestro bautismo.

El, el Señor, no necesitó que le buscáramos. El salió a nuestro encuentro, como salió al encuentro de Moisés en el Monte Sinaí. El nos mostró el camino que debe seguir nuestra vida, como se lo mostró a Moisés también en el Sinaí. Cuando fuimos bautizados El nos llamó y, como a Moisés, también nos atrajo hacia El. Pero, también nosotros –como Israel- con facilidad hemos vivido encadenados, hemos vivido bajo la opresión del egipcio, que en este caso representa al mal. De mil modos y maneras, haciendo ladrillos de adobe con o sin paja, nosotros hemos sido muchas veces y muchos años y mucho tiempo viviendo como esclavos, de manera negligente. Y si bien recordábamos al Dios de nuestros padres, al Dios que nos llamó desde el principio, nuestro corazón ha vivido dividido, roto interiormente. Los aconteceres de la vida, nuestra propia historia, nuestros fracasos y nuestros sinsabores no han sido muchas veces más que los frutos de un árbol mal atendido, mal plantado y sobre todo de un amor no profundamente amado.

Cabría recordar aquellas palabras del Pobre de Asís cuando entre sollozos y con un corazón compungido, con un corazón dolorido y roto clamaba: «El amor no es amado».

Así ocurrió con ese primer tiempo. Nuestra vida fue transcurriendo por un camino y en él hubo muchas dificultades que, como piedras, lejos de conducirnos más fuertemente al Señor, en muchas ocasiones han contribuido a desmanes o hasta «buenos» desmanes, porque a veces nuestra intención no era declaradamente mala.

Pero el Señor nos llamó desde el principio. Vino hasta nosotros y selló la Alianza del Sacramento porque por encima de nuestras flaquezas -que el Señor ya conocía- el Señor había puesto su confianza en nosotros. El Señor había puesto su amor por nosotros. Y eso era una cuestión irreversible.

Dice la Escritura: «Una promesa juré a David de la que no me retractaré» (Sal 89, 36). Y esa promesa era la Alianza, era el pacto de amor, la alianza de amor. Un abrazo sin final. Una acogida sin límite.

Pero la vida ha seguido y la vida continuó, desde el día que recibimos el bautismo hasta el día de hoy. Por eso en la segunda de las lecturas san Pablo nos recordará «lo que a mi vez he recibido». El lo referirá directamente a la Eucaristía; pero en la Eucaristía está encerrada toda la historia de amor de Dios con nosotros.

Si pudiéramos hablar así diríamos que la Eucaristía encierra en sí misma como ese álbum donde se van colocando las fotografías hechas desde el día de nuestro bautismo. En la Eucaristía el Señor recoge toda nuestra historia y toda nuestra vida. Por eso en la segunda de las lecturas san Pablo nos recordará: «Porque yo os he trasmitido lo que a mi vez he recibido» ( 1 Cor, 15, 3). Y con estas palabras no solamente nos recuerda el hecho de la Eucaristía sino también ese nuevo encuentro personal que Dios desea tener con nosotros para trasformar nuestra vida y darle una seguridad y una estabilidad en el amor.

Lo que recibimos es lo que de nuevo nos es trasmitido. El amor de Dios y el deseo de salvación que recibimos en el sacramento del Bautismo nos es hoy de nuevo trasmitido, recordado con el objetivo –diríamos- de apuntalar el edificio, de reforzar las estructuras de nuestra vida, para «que no andemos como vagabundos tras de los rebaños de otros compañeros» (Ct 1, 7), sino para que afiancemos de verdad nuestra vida en Aquel que hasta el día que hoy celebramos quiso permanecer invisible, pero que en Jesús se hizo visible para que también nuestros ojos pudieran comprobar, pudieran ratificar el amor que Dios ha derramado en nuestros corazones.

«Os he trasmitido lo que a mi vez recibí» ( 1 Cor, 15, 3). Y lo referirá a la Eucaristía porque -como decíamos- en ella se resume en un mismo gesto que podemos ver, podemos escuchar, y podemos acoger, se resume –decíamos- esa historia de amor que Dios ha ido escribiendo de su parte para con nosotros. Y decimos, de su parte, porque el relato que escribe Dios y el que escribimos nosotros no coincide. Desgraciadamente nuestro relato es mucho más subjetivo e interesado, como le ocurre a Pedro en el Evangelio que acabamos de escuchar. El nuestro es mucho más interesado y es un amor profundamente imperfecto.

A veces, mirando la propia historia, te preguntas si después de tantos años has llegado de verdad a aprehender, a hacer tuyo el amor. Porque cuando analizas la propia vida te descubres como Pedro, que de momento no quiere que Jesús le lave los pies y de pronto ante la posibilidad de quedarse sin Jesús, sin la parte de la promesa -diríamos- que le corresponde, de pronto exclama: «no, Señor, no solo los pies, el cuerpo entero».

Pedro refleja mucho nuestra propia situación y nuestro propio desconocimiento real de lo que es el amor. Sobre todo lo que es el amor de Dios. Tenemos una leve imaginación, tan sólo una leve aproximación.

Pedro estuvo tres años con Jesús y a los tres años aún andaba diciendo sí, diciendo no y después sí... A nosotros también nos ocurre lo mismo. Después de que el Señor nos llamó y nos consagró en el Bautismo, después de que el Señor siguió viniendo a nuestra vida, todavía andamos «diciendo no y después sí».

Por eso, retomando escuchando el texto de Pablo, en la Eucaristía el Señor encierra toda la historia de ese amor de Dios por nosotros aunque no coincida con el nuestro, porque el Señor ni lleva cuenta del mal, ni lleva cuenta del mal que hacemos. Y aunque nuestro pecado sea inmenso, más grande es la misericordia de Dios.

Por ello en el Evangelio, el Señor nos propone y vive con sus discípulos lo que quiere hoy vivir con nosotros: El Señor dijo de lavarles los pies a los doce discípulos, como a nosotros hoy, porque nuestro amor necesita ser purificado, y nosotros necesitamos ser lavados.

Lavarse los pies como lavarse las manos, es un gesto de limpieza, evidentemente, de quitar de las manos o de los pies, la suciedad que los pies o las manos han acumulado. Por eso el Señor, en un derroche de su misericordia se ciñe la toalla y se dispone hoy a lavarnos los pies, porque necesitamos ser lavados por Dios, necesitamos que alguien afronte nuestras manchas, nuestras impurezas, nuestro desamor. Necesitamos que alguien purifique esa historia imperfecta que nosotros estamos escribiendo en nuestra relación con Dios. Necesitamos que el Señor venga a nosotros para lavarnos. Porque muchas veces ¡estamos tan convencidos de que somos buenos! Estamos tan convencidos de que amamos que no nos detenemos ni a leer tan siquiera esa historia de amor de Dios, desde el lado de Dios, no desde nuestro lado. Y los misterios que celebramos en estos días, son la historia desde el lado de Dios o un breve apunte de ella.

Nosotros necesitamos ser lavados porque necesitamos ser purificados. Y que el Señor nos lave los pies o que nos lave las manos, o que nos purifique, es mucho más que una revisión de la propia vida, mucho más que una reflexión personal, y mucho más que reconocer mis pecados o mis errores. Y nosotros necesitamos ese mucho más. Porque con facilidad nos instalamos cómodamente en la fe. Tan instalados que, por una parte, hemos perdido el arrojo de los inicios en la fe y por otra parte hemos perdido el discernimiento. Hemos escrito una historia en paralelo y necesitamos conocer la historia del amor de Dios por nosotros. Necesitamos que venga el Señor, como hizo con los discípulos saliendo a su encuentro para lavarles los pies. Necesitamos ponernos a su alcance para que El venga a nosotros y así -como decimos todos los días en el Padrenuestro- «venga a nosotros tu Reino». Que El venga a nosotros y lave nuestros pies, nos purifique sin miedo ni vergüenza a tener nuestros pies desnudos ante el Señor porque están manchados.

Normalmente al celebrar en este día el rito del lavatorio de los pies, aquellos a quienes se les van a lavar los pies, primero se los han lavado ellos, porque les da vergüenza ir con los pies tal como los llevan para ser lavados por el sacerdote en la liturgia eucarística.

Así nos pasa a nosotros con el Señor: Si el Señor llegara aquí en este momento y físicamente quisiera lavarnos los pies, pienso que nos pasaría lo mismo: iríamos corriendo a lavar nuestros pies primero porque nos daría vergüenza que el Señor vea nuestras manchas en los pies. Porque, si nos daría vergüenza que las vean los demás ¡cuánta más nos daría que las viera el Señor!

Por eso el Señor dice a sus discípulos: «Voy a lavaros los pies». Porque el Señor conoce que lo mismo que les pasaba a ellos nos pasa también a nosotros. No nos sometemos con facilidad a la purificación interior, ni nos dejamos quitar aquellas manchas que estropean nuestra existencia, ni nos dejamos limpiar aquello a lo que nos agarramos a veces con demasiada firmeza. Pensamos que no necesitamos ser purificados.

Por eso el Señor insiste y san Pablo nos recordaba nuestra necesidad de ser purificados. El deseo de Dios de abajarse hasta nosotros, de llegar hasta nosotros para purificarnos de las manchas que vamos acumulando y con las cuales convivimos con mucha facilidad, pues con frecuencia, se nos hace normal, no nos llama la atención tener una mancha en el pie o en la mano.

Por eso en el centro de esta liturgia en la que el Señor se nos da a Sí mismo, abre las puertas sobre esa Alianza Nueva y Eterna. Necesitamos dejarnos hacer, estar allí al lado de Jesús, para dejarnos hacer por El.

Necesitamos conocer la historia que Dios va escribiendo, porque está claro que nuestra historia no es perfecta, está guiada por  una naturaleza humana dañada por el pecado, dañada de origen y tendente a buscar otras cosas que el amor, la paz, la esperanza, y el gozo eterno. Miramos mucho el fin inmediato, lo que nos ocurrirá mañana o pasado mañana, lo que está al alcance de nuestra mano.

Sin embargo, el Señor mira un poco más lejos. Bastante más lejos. El mira el día en que podamos sentarnos a su mesa para celebrar con El el banquete del Reino y nos concede mientras tanto ir disponiendo el vestido para el banquete e ir purificando nuestras manos, nuestros pies para que llegado el momento podamos sentarnos a la mesa, al banquete del Reino y celebrar con Dios la victoria, el triunfo del Hijo de Dios y del Cordero -como dice el Apocalipsis-.

Y hoy en ese derroche de amor de Dios por nosotros, el Señor celebró en este día la última cena con sus discípulos para hacernos saborear -aunque sea mientras llega el encuentro definitivo-, para hacernos saborear las primicias de su Reino, de su amor, de su bondad y de su misericordia.

Que esta Celebración y estos días sean instrumentos adecuados en las manos del Señor para purificar nuestro corazón, y para darnos a conocer la historia de amor tal como Dios la está escribiendo.

Que estos días nos ayuden a dejarnos hacer por Dios, y dirijan nuestra mirada a la mesa del Reino, en el lugar donde eternamente por toda la eternidad gozaremos de la Boda de Dios y del Cordero. Gozaremos de la Pascua que no tiene fin y del gozo de los santos.