Domingo de Pascua de Resurrección, Ciclo B

En la oración y la Palabra

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:   

Hch 10, 34a. 37-43;  Sal 117, 1-2. l6 ab-17. 22-23;  Col 3, 1-4;  Jn 20, 1-9  

La Palabra del Señor refleja fácilmente nuestra propia historia. Nos ocurre como los de Emaús: ocupados en muchas cosas, preocupados por muchos problemas, llega el Señor, está a nuestro lado y no recordamos su Palabra.

La lectura del Evangelio nos relanza hoy la importancia de la relación personal con Jesús y la importancia de andar siempre con la Palabra en la mano, en los labios y en el corazón. Porque esas dos maneras (la convivencia personal con el Señor y la Palabra de Dios que ilumina nuestros pasos) son las que nos van a recordar cada día el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, puerta y acceso a la vida para nosotros.

No es solamente un hecho histórico. La resurrección del Señor no es solamente un hecho acaecido en Jesús una vez, sino que es la cadencia de nuestra vida y se va desarrollando en nosotros hasta conducirnos a la madurez espiritual, la confianza, el abandono en las manos de Dios.

El tener siempre en nuestros labios y en el corazón, la palabra y el nombre santo de Dios, nos irán conduciendo día a día entre las luces y las sombras de nuestro mundo, hacia Dios en la garantía y seguridad de que El ha mandado esa luz, la luz de la resurrección para que ilumine nuestros caminos de paz.

Y eso es algo que tenemos que tener siempre escrito en la puerta de nuestro corazón, porque así el día no termina, porque de esta manera, el recuerdo constante de la resurrección de Jesús abrirá nuestras puertas a la experiencia constante de Dios, al conocimiento de Dios y a una vida según y con El.

El recuerdo de la Resurrección hace firme nuestra fe, hace fuerte nuestra esperanza y da constancia a nuestro amor. No lo convierte en un amor momentáneo, en un amor sentimental, sino en un amor que es más fuerte que la muerte -como dice la Escritura- y que no tiene nada que ver con el amor humano. Es más fuerte, es más profundo, va más a la raíz de nuestra vida, al núcleo central del que depende toda nuestra existencia.

Y ese amor que Cristo expande en este día al emerger del sepulcro, y que expande por el mundo como una luz, ese amor es el que debe conducir nuestros pasos desde lo más profundo de nuestro ser. Si nos condujera desde la superficie seriamos como las veletas: ahora iremos hacia Oriente, después hacia Occidente y según vengan las circunstancias que nos rodean, iremos o haremos el viaje de la vida de una manera o de otra.

No, el Señor nos ofrece la oportunidad gozosa y gloriosa de poder caminar dejando huella. Pisando las huellas de Jesús y al mismo tiempo dejando huella para que otros puedan seguir y alcanzar a Jesús. Y para ello hoy nos lo dice la Palabra y la oración como presencia del Resucitado. Así lo encontraron los discípulos de Emaús cuando El les explicó las Escrituras y al partir el pan -que nos hace mirar a la Eucaristía. En la oración y la Palabra lo encontraremos nosotros cada día y ahí cada día el Señor nos mostrará el camino hacia El. El nos mostrará el camino que El va a seguir para que nosotros lo sigamos con El. Como ocurrió en la mañana de la Resurrección: «El os espera en Galilea».

Bien, de esa manera el Señor conducirá nuestros caminos. Siempre sorprendiéndonos porque siempre El ira delante, y cuando tengamos o podamos tener cualquier tipo de dificultad el Señor se adelantará. Solamente será menester que nosotros lleguemos. Y de la misma forma que el ángel corrió la losa del sepulcro para que las mujeres pudieran entrar en él y descubrir que Cristo había resucitado, de la misma manera El nos sorprenderá siempre yendo delante de nosotros para correr las piedras de las dificultades.

Por ello ocupémonos en la Palabra. Ocupémonos en la oración. Ocupémonos en ir por el camino de la vida siguiendo al Señor. Porque en la Palabra y en la oración seguiremos las huellas de Cristo y alcanzaremos también el cielo en la tierra. No tendremos que esperar a después de la muerte para gozar de la presencia de Dios, ni para vivir en el Reino de Dios. El Reino de Dios está entre nosotros. El Reino de Dios lo trajo Jesús a nuestra vida. El Reino de Dios nos corresponde a nosotros extenderlo en nuestro entorno y para ello el Señor nos deja la Palabra y la oración. Es decir, la convivencia con el Señor.

Que esta mañana de Resurrección, dejemos entrar en nuestro corazón al Sol que es más grande que el sol, que ilumine y que nos haga «hijos de la luz». Que nos trasforme en haces de luz. Que su Luz ciegue si es necesario nuestros ojos y se expanda sobre nuestra vida. Necesitamos vivir plenamente en la Luz porque las tinieblas, la oscuridad y las sombras nos invitan a la caída, nos invitan al tropiezo. La luz no nos dejará nunca tropezar. La luz nos hará caminar bien seguros porque -como Pablo- sabemos bien «de quien nos hemos fiado».

El Señor resucitado irrumpa hoy también así en nuestros corazones y pasemos a ser en verdad «hijos de la luz».