Domingo XXIV de Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mira en lo profundo de ti mismo solo a Dios

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones breves a las lecturas:

Éxodo 32, 7-11. 13-14; Sal 50, 3-4.12-13.17y19; 1Timoteo 1, 12-17; Lc 15, 1-32;

En muchas ocasiones, nuestra vida se asemeja bastante a la del pueblo de Israel: Seguimos el camino del Señor pero -como el pueblo de Israel- no hacemos más que protestar y expresar nuestras constantes desaprobaciones de lo que nos ocurre, a tenor de lo que a nosotros nos complacería, sea o no lo mejor y más conveniente, objetivamente hablando. Y tan ocupados estamos en muchas cosas, que nuestra atención de Dios se distrae, se dispersa. «Marta, Marta –decía Jesús-, andas ocupada en muchas cosas...»


La primera de las lecturas nos recuerda la palabra de Moisés a Dios y de Dios a Moisés en la cual el Señor ratifica la primera Alianza que hizo con Abraham. Y el pueblo de Israel –que se había detenido, protestado... siguen adelante con Moisés. Y así el pueblo de Israel llega hasta proximidades de la tierra prometida, y Dios cumple sus promesas. Dios renueva y reafirma esa alianza. 

Si nos detenemos, serenamente, a reflexionar, tendremos que concluir que, en realidad, se nos escapa la magnitud de grandeza, de amor de Dios, se nos escapa igualmente descubrir el alcance de vivir arrebatados por ese amor de Dios, como se nos escapa la experiencia firme de esa Palabra, de esa Alianza con Dios.

El Evangelio, por su parte, antes de adentrarse en la descripción de la misericordia de Dios, nos va introduciendo en aquello que va a permitirnos experimentar esa misma experiencia de amor y de misericordia: el cambio de actitud por el cual tanto «se alegran en el cielo»: cambio de actitud que supone cambiar el foco de su mirada, que ha profundizado, que ha dejado el mal que hacía para hacer el bien que no hacía, que ha cambiado de una actitud egocéntrica a una actitud abandonada en las manos de Dios, que ha regresado al aprisco obedeciendo a la llamada del Pastor. El hijo ha vuelto a su casa. La mujer ha encontrado la moneda. 

Siempre -en la parábola del hijo pródigo- la figura del Padre es la que va a estar de sombra en todo el acontecer del ser humano. Siempre que la oveja se ha perdido y que la moneda se ha extraviado, siempre que el hijo se marcha de casa, la figura, el amor del Padre siempre va a estar ahí, callado y silencioso, pero «siempre esperando».

El amor del Padre es difícil, a veces, de comprender, porque escapa y es más grande que cualquier amor humano. A veces tratamos de compararlo con un «padre como Dios manda», pero no alcanzamos a comprenderlo porque el amor de Dios sobrepasa nuestra propia capacidad de comprensión. No hay palabras. El amor de Dios, el amor del Padre es algo más, siempre más. Y por más que nos imaginemos siempre será más.

Un padre o una madre pueden hacer lo indecible por un hijo que está humanamente arruinado, espiritualmente destrozado, psíquicamente deshecho y puede hacer y puede padecer lo indecible; pero eso no es todavía comparable al amor de Dios. Por eso en la parábola del hijo pródigo, como en la de la oveja perdida o en la moneda perdida, el Señor solamente nos deja entrever hasta dónde alcanza el amor, para que también nosotros podamos entender hasta dónde debemos conducir nuestra fidelidad a Dios. 

Cuando se proclamaba el Evangelio, recordaba una pregunta que me hizo un sacerdote respecto a la Fraternidad: ¿Y no te cansas? ¿no has estado tentado de mandarlo todo a rodar y seguir viviendo tu vida como siempre? Le contesté entonces lo que volvería a responder tras estos veinticinco años: «¿Dónde voy a ir? ¿Qué voy a hacer? ¿Qué sería capaz de hacer yo hoy? Si a duras penas he logrado hacer lo que Dios quiere... »

El amor de Dios es un poco esa sombra del amor que, yo diría, que a veces nos neutraliza por lo inmenso e inabarcable que es, porque nos hace experimentar la grandeza del amor a un nivel que nosotros apenas logramos entender. Por eso -desde ahí-, sí se entiende aquella otra palabra de Jesús: «El que abandone padre, madre, hijos, casa, hacienda...». Porque no hay nada absolutamente comparable. Es -como dice el Evangelio- ese tesoro por el cual vale la pena dejarlo todo.

El padre de la parábola del hijo pródigo, la mujer que encuentra la dracma, el pastor que recupera la oveja y la vuelve al redil son simplemente ejemplos de ese amor que no es de ninguna forma interesado como lo es el nuestro, de ese amor que sobrepasa toda comprensión.

Si pudierais contemplar, solamente contemplar, sin ideas predeterminadas, simplemente entrar en el rincón escondido de vuestro propio corazón y ahí, sin más, fijar vuestra mirada interior en un punto del infinito interior donde no hay nada, sino sólo Dios... Por que es en esa mirada profunda hacia dentro -cuando ya no alcanzas nada- ahí es donde comienza Dios. Solamente ahí se puede entender y comprender la parábola del hijo pródigo. Pero, eso sí, con ninguna idea predeterminada. No busquemos preguntas, respuestas, situaciones, acontecimientos, no busquemos nada, simplemente en Dios. «Solo Dios basta», decía Teresa de Jesús, y sabía muy bien por qué lo decía. 

Mira en lo profundo de ti mismo solo a Dios y allí descansa, descansa, deja tu vida entera. Ahí descansa y, no diré que comprendas el amor de Dios, pero ahí sí sabrás lo que es descansar en el amor. Solo ahí, donde termina todo, donde ya no hay nada, en lo profundo de tu corazón, de tu pensamiento, de tu mente, donde todo se calla. ¡Hágase el silencio! No hables tanto, haz silencio y ahí no comprenderás pero si sabrás, «tendrás la certeza, la seguridad, de estar en las orillas del amor de Dios». Ese amor que, sin hacerse sensible, sin dejarse oír, sin dejarse sentir, atrajo al hijo de nuevo a casa, porque el hijo se marchó equivocadamente y lo trae de nuevo a casa, junto al padre. No junto a un amigo, o junto a unos hermanos, o junto a unos trabajadores. No. Lo volvió a casa junto al Padre. Porque ese es el lugar, nuestro lugar.