Domingo XXX Tiempo Ordinario, Ciclo A

La invitación de Jesús

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:

Eclo 35, 15b-17. 20-22a ; Sal 33, 2-3. 17-18. 19 y 23; 2Tim 4, 6-8. 16-18; Lc 18, 9-14;

El camino de Jesús siempre resulta ser el mismo: es el camino de los pobres, de los pequeños, de aquellos que por encima de todas las realidades que viven y por encima de todas las situaciones que encuentran, saben que sin la capacidad de amar estarían perdidos, sin solución y sin futuro.


Los pobres son aquellos que no tienen nada que perder, sino que todavía lo tienen todo por ganar porque no tienen ningún tesoro escondido, ni consideran que nada tienen más valor que la propia existencia y la propia vida.

Los pobres son aquellos a quienes les gustaría ser felices, desearían vivir en fraternidad, desearían encontrar lo más bueno que hay en su interior. Y también son pobres aquellos que sufren, que padecen... porque en el fondo siempre se encuentran un tanto solos. El que es pobre lo tiene todo por ganar. 

El que se siente rico, como el fariseo, cree que lo tiene todo ganado porque tiene honor, poder, privilegios, primeros puestos... Y tanto uno como el otro -en el fondo- se confunden porque no están en la verdad.

El fariseo pone su esperanza en las cosas, en el rigorismo de la ley, en la letra que está escrita, en tener riquezas, posesiones, y Dios no pasa de ser un mero requisito más de la ley y de la sociedad. No tiene nada que perder, no quiere perder nada. Tiene mucho que guardar: un status, unos privilegios, una apariencia... Tiene que guardar todo aquello en lo que ha puesto su confianza, porque si lo perdiera se quedaría sin nada, se quedaría sin la imagen que tiene ante su mundo, ante su gente, ante la sociedad...

El pobre, sin embargo, no tiene nada que perder, no le queda nada, está puesto allí al final del templo, con pocas aspiraciones ya: solamente ser perdonado y perdonar, solamente ser amado y amar, solamente recibir. 

Por eso Jesús, se refiere especialmente al publicano que estaba allí al final del templo, porque él sí está disponible para recibir el don más preciado del hombre: el hombre mismo y Dios con el hombre.

Esta es una llamada de atención de Jesús en este tiempo nuestro, que tanto se asemeja al suyo, donde también ponemos nuestra esperanza y nuestra seguridad en tantas cosas que se terminan y que a final de cuentas no podremos llevar con nosotros más allá del umbral de la esperanza, de la muerte. 


Nos pone esta comparación en un tiempo como el nuestro, en el que la imagen, la apariencia, el poder y el dominio sobre las cosas, sobre los demás, es lo más prioritario. Y Jesús nos recuerda que, mientras no hagamos una opción por ese amor a Dios y ese amor al prójimo, tendremos siempre tanto que perder que lo que haremos será perder la vida.

Arriesgaremos, pondremos en juego la felicidad a la que el hombre ha sido llamado, pondremos en juego el gozo, la alegría y la paz, la paz interior y la paz comunicada con la propia existencia, la paz labrada día tras día en una convivencia fraterna, en un vivir como hermanos, en un experimentar el gozo y el don de poder hacer felices a los demás... 

Por eso, Jesús, que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (I Tm2, 4) vuelve a proponernos la misma palabra que dijera en su tiempo a los pobres: desprovéete de todo para poder ser libre, pon tu esperanza en aquello que es inmutable, que permanece, que llena tu corazón, que sacia el anhelo de tu vida, que te puede hacer feliz realmente. 
Y con el testimonio del publicano nos muestra el camino de la sencillez, de la simplicidad y del corazón siempre disponible, como vuelta y camino para que el hombre pueda encontrar el paraíso perdido, ese vivir feliz que ahora pareciera haber desaparecido de nuestro horizonte.

Siempre es la misma palabra la de Jesús: el desproveerse de tantas seguridades que lo que hacen es esclavizarnos, y quedar libres de corazón, libres de tantas cosas para poder poner la mirada y dirigir nuestra vida hacia aquello que puede realmente llenar y saciar nuestro corazón. 
Y a fin de cuentas el anhelo de Jesús también sigue siendo el mismo: que el hombre sea feliz, dichoso, que el hogar sea un encuentro feliz y dichoso y que compartir la vida sea algo realmente hermoso para cada persona. Que ofrecer su tiempo, su dedicación a hacer felices a los demás sea algo que recupere su lugar y que la simplicidad y sencillez en la vida sea el cauce para que el hombre vuelva a ser también sencillo y simple. 

A fin de cuentas es el camino del amor que Dios propuso al hombre desde el comienzo de la creación y que el hombre sigue buscando a veces a ciegas, a veces confundido y a veces acertando. 
Camino que no está libre de errores, por supuesto, somos hombres no ángeles, pero un camino que supone el alborear de una nueva vida. Ese «hacerlo todo nuevo» -como afirma el profeta- que en el fondo es lo que pretende Dios también hoy: «hacer nuevas todas las cosas», pero hacerlas nuevas de verdad desde ese amor que Dios mostró en la cruz, desde ese amor que Dios dejó ver a aquel que mira y contempla a Jesús colgado del madero, porque aquel que da la vida es realmente aquel que puede convertirse en espejo y puede mostrar a los hombres el amor grande de Dios por ellos, ese amor imposible e inconcebible para nosotros mismos. 

La invitación del Evangelio está ahí, la invitación a ser como el publicano, la invitación a desmontar nuestros esquemas para acoger los esquemas simples, sencillos del publicano, la invitación a desmontar nuestras estructuras personales, nuestros criterios equivocados para acoger el criterio de la simplicidad y del amor. Aquel que reconoce que hace mal muchas cosas pero que tiene anhelo de hacerlo bien, que tiene deseos de ser feliz, aunque no sepa a veces por donde va. 

La invitación de Jesús está ahí, El nos ofrece una vez más el camino, nos queda a nosotros mismos recorrerlo viviendo así simplemente, viviendo simplemente y simplemente viviendo y viviendo amando, buscando que nuestro mundo sea un mundo feliz, que el hombre encuentre la paz, la armonía en sí mismo, la armonía en el mundo, que el hombre sea capaz de descubrir la belleza, el sosiego, el descanso, la serenidad, que el hombre sea capaz de descubrir una vez más aquello que en el fondo espera.