Domingo XXIX Tiempo Ordinario, Ciclo A

Quédate con nosotros

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:

Éx 17, 8-13; Sal 84, 9ab-10.11-12.13-14 ; 2Tm 3, 14-4,2; Lc 18, 1-8

Las palabras finales del Evangelio siempre han sido unas palabras que cuestionan o interrogan bastante a cuantos las escuchan, quizás sea por la sencillez y simplicidad con las que Jesús las plantea: «Cuando vuelva el Hijo del Hombre ¿encontrará esta fe sobre la tierra?»


Quizás tendemos fácilmente a buscar una respuesta más ampliamente referida a nuestro tiempo.
Sin embargo, la pregunta tiene –sobre todo- un carácter muy personal: Tú, que vives en este tiempo, ¿tienes esta fe?, ¿crees simplemente y simplemente crees? ¿Eres fiel en la confianza? ¿Eres fiel en la esperanza? ¿Eres fiel en el amor? Si viniera hoy el Señor ¿encontraría en ti esta fe simple y sencilla? 

El documento sobre la Eucaristía que el Papa ha publicado con motivo del inicio del Año de la Eucaristía («Mane nobiscum Domine») es muy significativa como respuesta a estas palabras de Jesús para nosotros hoy.
Comienza el Papa, y son las palabras que dan nombre al documento: «Quédate con nosotros, Señor». Las mismas que dijeron los discípulos de Emaús y que resuenan como una invitación de la Iglesia a que nosotros, hoy especialmente, para poder responder con nuestra vida a esta pregunta de Jesús es necesario clamar al Señor hoy de nuevo y decirle: «Quédate con nosotros, Señor».

«Quédate con nosotros» porque es verdad que la tarde está cayendo, es verdad que la oscuridad cae sobre nuestro mundo y también sobre nosotros cuando las tinieblas vienen, nos rodean por todas partes y ciegan nuestra mirada y nuestro corazón. Y no es que queramos ni que no queramos, es que la tarde está cayendo, y nosotros somos parte de esta humanidad que sufre. Unos por la falta de muchos, otros por la sobreabundancia de muchos y los más porque se evaden, huyen, o se alejan de sí mismos. 
Pero la tarde está cayendo y nosotros somos parte de esa humanidad y, por ello, sufrimos las mismas desdichas de nuestro tiempo, se nos cruzan las ideas, se nos cruzan las palabras, se nos cruzan los sentimientos, se nos cruza todo como a los hombres de nuestro tiempo. 
Por eso es necesario clamar: «Quédate con nosotros, Señor, quédate con nosotros», no nos dejes. 

También el Salmo previo nos llevaba a clamar: «No abandones la obra de tus manos». Esa obra de las manos de Dios somos cada uno de nosotros. Nosotros necesitamos también reconocer nuestra flaqueza, nuestra impotencia y reconocer que también nos salpica la oscuridad que impera en nuestro tiempo y también nos incapacita y, como a hijos de nuestro tiempo, también nos sirve para escondernos, a veces de nosotros mismos, a veces al afrontar la vida y, a veces, simplemente escondernos por miedo a vivir. Por eso es necesario que clamemos: «Señor, quédate con nosotros». 

Y las palabras con las que comienza la Carta Apostólica de Juan Pablo II, que evoca el pasaje de Emaús, suponen ese reconocimiento de mi necesidad de Dios y esa necesidad mía de no seguir viviendo solo mi vida sino de vivir sobre todo la vida de Dios que es la que se nos regala cada día. Nuestra vida, normalmente, la malvivimos, normalmente se nos queda pequeña como las prendas de vestir y normalmente adolecemos de tantas cosas, que a veces somos más el fruto de un recuerdo, de un sueño, de un deseo y cuando queremos agarrarnos a nuestras propias capacidades el barco de nuestra vida nos hace aguas por todas.
Pero hemos de clamar, con los primeros cristianos: «¡Marhanatá , Ven, Señor Jesús!». Y, también, Quédate con nosotros, Señor, quédate con nosotros porque la tarde está cayendo encima de mí y las cosas me influyen más de lo que yo pienso y las cosas me atañen más de lo que yo pensaba y de lo que yo deseo y me dejo influir por las circunstancias del mundo más de lo que yo creía y quería y deseaba: «Quédate con nosotros, Señor».

Hemos de tener los ojos muy abiertos para darnos cuenta de nuestra realidad y de cómo y hasta dónde van dejando huella en nuestra vida los informativos que vemos en la televisión, los titulares de los periódicos o los programas de televisión o de radio. Creemos que somos inmunes pero no somos inmunes, tan solo somos hombres y todo nos afecta y todo nos influye. 
Cuando una persona sonríe a tu lado te entran ganas de sonreír si estás bien, si estás contento; o te entran ganas de regañarlo si estás de mal humor, porque piensas que se ríe de ti. 
Todo te afecta, todo nos afecta cada día porque somos hombres no ángeles y no miramos lo suficientemente a Dios y nos miramos mucho a nosotros mismos, y eso ejerce una gran influencia sobre nuestra vida cotidiana y nuestra vida espiritual y nuestra vida interior.
Por eso hoy el Señor nos dice: ¿voy a encontrar en tu vida esta fe simple y sencilla que se agarra a Dios con todas sus fuerzas para poder vivir en un mundo distinto, para poder vivir en las circunstancias adversas, para poder vivir en paz, en una sociedad coyunturalmente contraria? ¿Encontraré esa fe hoy cuando llegue a tu casa? ¿Encontraré esa fe en ti cuando vengas, te acerques al altar del cielo para participar de la Eucaristía? ¿Qué voy a encontrar en ti? ¿Voy a encontrar una vida en la cúspide o en la cresta de la ola o en el valle de ella? ¿Voy a encontrar una mirada anhelante, esperada, confiada, abandonada... suplicando: «Quédate con nosotros, Señor»?. 
La invitación a estar y vivir en esta llamada constante, tiene, por otra parte, una razón más: porque solamente si nosotros vivimos así, el mundo recibirá la luz que necesita. Solamente si nosotros vivimos mirando al Señor, suplicándole cada día: «Señor quédate con nosotros», porque tan débiles somos, Señor, que desbaratamos en cuanto dejamos de mirarte. Y no nos damos cuenta, pero nos desbaratamos en cuanto dejamos de mirarte... solamente cuando vivamos así el mundo, los hombres recibirán la luz que necesitan para caminar sin tropiezos por «caminos de Paz» (cfr. Lc 1, 79).

Necesitamos de la humildad de Jesús para decirle al Señor: «quédate con nosotros, porque sin Ti no podemos vivir, porque sin Ti nos desbaratamos, porque sin Ti vemos amanecer cuando es noche cerrada, porque sin Ti vemos noche cerrada cuando nace el sol, porque sin Ti no sabemos interpretar la vida ni vivirla, porque sin Ti se nos cruzan todas las cosas, y los aconteceres se nos amontonan. “Quédate con nosotros, Señor”, porque necesito de Ti. No como un refugio, no como un lugar donde esconderme, no como un lugar donde me sienta protegido sino como mi alcázar, mi baluarte, mi roca, mi fortaleza, mi plaza fuerte»
.
Por eso la invitación de la Iglesia para este año comienza con esas palabras: “Quédate con nosotros, Señor, quédate con nosotros.” ¿Dónde vamos a ir si Tú no nos das la vida, si Tú no estás? 
Y así el Señor desde la Eucaristía nos invita a ir, a salir a su encuentro, saliendo El al nuestro.
Cuando nosotros vamos el Señor ya vuelve, y antes de que nosotros lleguemos, El ya sale a nuestro encuentro enseñándonos, recordándonos y enseñándonos de nuevo a decir: “Quédate con nosotros, Señor”. Porque sin Ti no alcanzo, porque sin Ti hago lo que no quiero y no hago lo que quiero. Porque sin Ti me quedo desnutrido, sin alimento. Porque sin Ti no veo, ni oigo y cuando siento... todo es al contrario, porque sin Ti falta la luz, falta la vida. 
“Quédate con nosotros, Señor”, porque es la única manera de que las sombras que rodean nuestra vida personal, las sombras de dentro y las de fuera, puedan ser disipadas. Las dos, porque hay tantas sombras dentro como fuera. Si no hubiera sombras dentro, no habría sombras fuera. Porque las sombras las generamos nosotros mismos y cada hombre inunda el mundo con sus sombras. Si los hombres no tuviéramos ninguna sombra todo sería maravilloso. Pero los hombres generamos sombras cuando no miramos a Dios, cuando no nos ponemos frente a El para ser inundados por su luz. Cuando alguien se sitúa frente al sol o debajo del sol, no genera sombra, pero cuando está a un lado o con cierto ángulo respecto al sol salen todas las sombras. Así pasa en nuestra vida interior. Si nosotros nos ponemos debajo de Dios, en el centro de Dios, no tenemos sombras, pero en cuanto nos ponemos un poquito de lado, ya generamos sombras y entonces el mundo se llena de sombras, tan sencillo como el fenómeno natural. La sombra no está fuera, la luz está fuera, la sombra sale de nosotros, la proyecta nuestro cuerpo, la sombra la proyecta nuestra vida, porque no estamos justo en el punto exacto de la luz y así nuestro mundo vive en la oscuridad, en las sombras. 
Por eso necesitamos decir: “Señor, quédate con nosotros”, porque solamente si Tú estás y si nosotros estamos cabe Ti, -como decía Teresa de Jesús- cerca de Ti, a tu amparo, bajo de Ti, solamente entonces las sombras desaparecen.
Yo os invito y os pido, os ruego y os suplico que consideréis estas palabras de la Escritura, del Nuevo Testamento, y éstas con las que Juan Pablo II inicia esta Carta Apostólica sobre la Eucaristía. Que la consideréis serenamente en vuestro corazón, que os dejéis iluminar por esa palabra de Dios que lo es también de la Iglesia, que ilumine vuestra existencia presente para que el Señor os ayude a no crear ni proyectar sombras, porque os ponéis debidamente en el lugar adecuado para que Dios os inunde con su luz y, desde vosotros, como el candelabro, alumbre a todos los de la casa.