Natividad del Señor - Misa de la noche, Ciclo A

Dios ama a los hombres

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:

Is 9, 2-7; Sal 95,1-2ª.2b-3.11-12.13; Tt 2, 11-14; Lc 2, 1-4

«Paz en la tierra a los hombres, a los que Dios ama». Ambos elementos o extremos de estas palabras del ángel, en ocasiones se escapan a nuestra atención.
«Paz en la tierra”.


El Señor ha constituido a cada cristiano y a cada hombre, especialmente a cada cristiano, creador de paz, pacificador de su entorno, pacificador de la vida, pacificador del mundo. Y la paz se construye a base de amor. La paz se construye a base con alegría, con el gozo, con paciencia, con humildad... La paz se construye con la obediencia a Dios, y la paz se construye, en una sola palabra, viviendo, amando, que, a fin de cuentas, es la misma cosa para Dios. 
El Señor nos recuerda esta noche: Yo he hecho de vosotros pacificadores, portadores de la paz de Dios, portadores del amor de Dios, portadores de la vida divina para hacerla llegar al corazón de los hombres.
Somos la expresión viva de ese Reino de Dios, de ese gobierno («reinado») que Dios tiene sobre el mundo y las cosas, por amor. 
Pues el mundo siempre ha necesitado de paz y de amor, porque el mundo perdió de vista a Dios y lo ha perdido muchas veces a lo largo de la historia, desgraciadamente. Y en nuestro tiempo, como la historia parece ser un ciclo que se repite, también nuestro mundo está muy necesitado de paz, porque también ha perdido de vista a Dios. 
Por esta razón el Señor quiere que cada uno de nosotros seamos constructores de paz, trasmisores de amor. Pero, como decía Jesús, no una paz como la que da el mundo y tampoco un amor de amistad como el que ofrece el mundo (siendo amigos). La paz que Dios trae y quiere que nosotros repartamos por ese mundo inmediato que nos rodea, es la paz que hay, que habita en la Trinidad misma. No solamente es una carencia de agresiones, ni un orden en las expresiones y en la comunicación de las personas, ni solamente una ausencia de violencia. La paz que Dios trae, que nos ha confiado a nosotros para que nosotros la entreguemos y repartamos entre los hombres que nos rodean, es la paz que brota del amor que hay entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. 
Es verdad que es una paz que se nos escapa. Es verdad que es una paz que no está a nuestro alcance. Es verdad que es una paz que excede nuestra capacidad. Pero también lo fue la Encarnación, también la concepción virginal del Hijo de Dios. También lo fue el nacimiento y también la vida misma del Señor. También se escapaba y se escapa a los hombres. Está muy por encima de las posibilidades de comprensión de nuestra razón.

Pero el Señor, para que nunca cupiera la desconfianza en nuestra vida, sentó el mismo principio dos veces en la historia de la salvación. La primera con Sara -la esposa de Abraham- a quien le dijo: «Lo que es imposible para el hombre es posible para Dios». Y la segunda, cuando el ángel Gabriel utilizó las mismas palabras pero esta vez dirigidas a la Madre de Dios. 
En los dos momentos, en las dos Alianzas, en el momento de la promesa del hijo deseado, de Isaac y en el momento del anuncio de la encarnación del Hijo de Dios, del Verbo encarnado, la misma palabra se repite para hacerla efectiva, tal noche como hoy, hace muchos años: «Lo que es imposible para el hombre es posible para Dios». 
Por eso el ángel anunciaba la paz a los pastores. Porque la paz que ellos no eran capaces de trasmitir, la paz que ellos no eran capaces de crear, la paz que excedía su capacidad, Dios la hacía posible.
Y lo mismo se repite hoy de nuevo. La paz que excede nuestra capacidad, la paz que excede todo lo que es nuestra vida, Dios la hace posible también hoy por el nacimiento del Hijo de Dios. Es El quien lo hace en nosotros, es El quien lo hará posible en nosotros, como tantas veces hemos repetido citando a los Padres de la Iglesia. «Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera ser Dios». Sin la intervención de Dios la paz sería imposible en nuestro mundo, en nuestra vida y no tendríamos ninguna paz que trasmitir más que una paz más cercana a la tranquilidad que al descanso del corazón. 
Por otra parte, en la segunda parte de esta proclamación del ángel, vuelven a resonar las palabras que tantas veces se han ido repitiendo a lo largo de la Escritura y de la vida y enseñanza de Jesucristo. «Dios ama a los hombres».
Quizás también es algo que excede nuestra capacidad de comprensión, porque como hemos dicho en reiteradas ocasiones, nuestro modelo de amor somos nosotros mismos y nuestro amor ni se aproxima siquiera a lo que es el amor de Dios en realidad. Ni en nuestro mejor momento, ni en nuestro gesto más desinteresado nos aproximamos siquiera al amor de Dios, tan grande y tan inmenso, que excede nuestra capacidad de comprensión.
Por eso la noche santa de Navidad no es una noche de comprender, es sobre todo una noche de aceptar, es sobre todo una noche de acoger y es sobre todo una noche de salir al encuentro, o mejor dicho, una noche de abrir la puerta a Dios que viene a nuestro encuentro. Y a emprender nuestro camino para ver a ese Niño, pobre, despojado de todo, desasido de todo. Tan solo, valga la expresión, tan solo que no tiene más que a un padre y a una madre, que, sin embargo, son la expresión de un amor que es suficiente para la vida.

«Dios ama a los hombres». ¿Por qué pues, pelearnos los hombres? ¿Por qué pues, discutir con los hombres? ¿Por qué pues, andar buscando prerrogativas sobre los hombres? ¿Por qué ser injustos con los hombres? ¿Por qué andar buscando sobresalir de entre los hombres?... Y así podríamos enumerar una larga lista de porqués, que quizás podríamos simplemente resumir con ¡por qué somos así!. si el amor de Dios es más grande que nuestro pecado, si el amor de Dios es más grande que nuestro corazón. Si el misterio de esta Noche y la grandeza de esta Noche es el anuncio gozoso de que Dios nos ama y nos ama a cada uno personalmente, aunque no entendamos cómo es posible. Si el Misterio de esta noche no se trata de razonar, sino de acoger. No se trata de comprender o entender, sino de acoger y de dejar que el amor llene nuestro propio corazón. ¿Por qué no lanzamos nuestra vida a esa valerosa aventura? de dejarse amar por Dios y dejar que el amor de Dios penetre en nuestro corazón y «habite entre nosotros».
Juan decía en el prólogo de su evangelio: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron». Quizás esos suyos, muchas veces somos nosotros, los que estamos aquí y ahora. Porque andamos tan entretenidos en tantas cosas que el amor de Dios viene a nosotros y no tenemos tiempo de acogerlo. Andamos despistados y se nos escapa, o andamos queriendo comprender y se nos va.
Dios nos ama. Dios te ama a ti, con tu nombre y apellidos y quiere para ti la vida. Y si te ha dado, te ha confiado la siembra de paz por el mundo es precisamente porque su amor por ti no tiene límites. Y te ha confiado mucho: pacificar el mundo, pacificar tu corazón -que es tan difícil a veces como pacificar el mundo- y que tú seas pacificador para los demás. Porque «Dios ama a los hombres».

Por eso el Señor pone hoy de nuevo su esperanza en nosotros, porque espera de nosotros que le dejemos vivir en el mundo, que le dejemos amar en nuestro corazón, que le dejemos pacificar desde nuestra vida. El, el Señor viene y nos ofrece colaborar con El. El lo pone todo, todo lo que necesitamos. Nosotros ponemos realmente poco, en comparación. 
Por eso los ángeles en esta noche en toda la Iglesia y en todo el mundo, vuelven a hacer resonar su canto: «Paz en la tierra, porque Dios ama a los hombres».
Y con ello vuelve a resonar nuestra esperanza. En nuestro mundo no todo está perdido. Hay mucho todavía, casi todo, por hacer, por ganar, por alcanzar, porque «Dios ama a los hombres».